El inventor de la flecha: Juan Villoro en el libro “Suave trazo. Rafael López Castro. Diseñador gráfico mexicano”
El escritor Juan Villoro hace una recuento de los métodos creativos e intereses sociales del diseñador mexicanista
POR JUAN VILLORO
El mundo ha sido diseñado: vivimos inmersos en un bosque de signos, logotipos e imágenes que nos rodean como una segunda naturaleza. Es tan habitual ver una flecha que nadie repara en que se trata de un invento. En un momento perdido en la noche de los tiempos, alguien descubrió que el objeto que se disparaba para cazar un venado podía ser un símbolo que guiara la mirada. Hoy, la especie que sobrevivió con flechas se orienta en las ciudades y las pantallas de las computadoras con el delicado proyectil de la cacería.
Cuando conocí a Rafael López Castro en los años setenta, sentí el asombro de estar ante el inaudito inventor de la flecha. Muchos libros, revistas y carteles de la época habían sido creados por él. De manera asombrosa, las referencias visuales de mi generación tenían un mismo origen: el escritorio en Mixcoac donde trabajaba Rafael.
Nacido en Jalisco, gran reserva de los talismanes que han fraguado la identidad mexicana, López Castro es fiel a la tradición y al cambio, a lo culto y lo popular, a los hallazgos de anticuario y los relámpagos de la novedad. A diferencia del pintor que habita en su planeta, el diseñador trabaja en función de los demás. Es, a un tiempo, artista y artesano: su estética debe ser útil. Se requiere de una peculiar destreza para ejercer la originalidad mientras se satisfacen exigencias ajenas. López Castro sabe ver, pero también oír. Lo primero habla de su talento; lo segundo, de su generosidad.
Durante años se hizo cargo de las portadas de la legendaria editorial Joaquín Mortiz. Los jóvenes escritores íbamos a la esquina de Tabasco y Mérida, en la colonia Roma, a ver la vitrina donde se exponían las obras del catálogo. Las mirábamos con el anhelo de los futbolistas de fuerzas básicas que aspiran a vestir la camiseta de su equipo favorito. Cuando publiqué mi primer libro, en la Serie del Volador de Joaquín Mortiz, vi la portada como se ve una investidura.
Durante cinco años, López Castro trabajó en la Imprenta Madero. Aquel inmenso hangar a dos cuadras de la avenida Ermita-Iztapalapa era un taller renacentista. Ahí, los mejores diseñadores y diagramadores de México compartían el cúter y los puntos de vista. La tecnología digital suplió las fatigas artesanales, pero no las enseñanzas ni las opiniones que sólo se reciben en imprescindible compañía.
Fui “jefe de redacción” de dos revistas tan modestas que negaban mi cargo: no tenía a quien mandar. En la Imprenta Madero trabajé con dos espléndidos diseñadores, Bernardo Recamier y Germán Montalvo. Ambos admiraban a Rafael como a un hermano mayor y los tres dependían de un genio discreto: Vicente Rojo, que reinventa la realidad con esculturas, grabados, dibujos, óleos y diseños, pero se define a sí mismo como alguien que no ha aprendido a dibujar un caballo.
Una y otra vez, los empleos de quien se dedica a la literatura pero no vive de ella me han llevado a la mano maestra de López Castro. Cuando trabajé en la uam-Iztapalapa, los carteles de nuestro cineclub eran diseñados por él, lo cual ponía en riesgo su sentido publicitario, pues los alumnos los desprendían de los muros para coleccionarlos.
López Castro ha puesto sus lápices al servicio de dos causas fundamentales: la cultura y la izquierda. Con sostenida solidaridad, ha regalado diseños a quienes desean cambiar el mundo, pero no pueden patrocinar sus esperanzas. En ocasiones, lo único que queda de una lucha política es su impronta visual. El caso más emblemático es el del eclipsado prd, del que sólo sobrevive el inolvidable emblema del sol azteca diseñado por López Castro.
Rara vez la radicalidad política se sirve del sentido del humor. Roger Bartra y Rafael López Castro lograron esa excepción con El Machete, heterodoxa publicación del Partido Comunista. De esa aventura, destaco un artilugio óptico. El lector debía contemplar durante unos minutos una mosca en una página y luego dirigir la mirada a una pared blanca donde, por efecto de la estimulación de la retina, ¡aparecía la silueta de Marx! Por desgracia, la ortodoxia comunista no estaba preparada para esas apariciones y canceló la revista.
Volví a coincidir con López Castro en el Fondo de Cultura Económica dirigido por Jaime García Terrés, donde mejoró un libro mío con la portada. Una tarde me mostró una carpeta que contenía su principal ocupación al aire libre: la fotografía. Vicente Rojo ha dicho que López Castro conoce la ciudad mejor que nadie porque no tiene coche. Sus retratos de estatuas, manifestaciones y misterios urbanos son el saldo de sus pisadas, la lección del que sabe que el movimiento existe para detenerse.
Una de las ventajas de que no tenga coche es que le podemos dar aventón. Coincidimos en Puebla en un homenaje que los fabricantes de la cerámica de Talavera rindieron a Vicente Rojo y no perdí la oportunidad de llevar a Rafael de regreso. El milagro de la conversación sólo se interrumpió en las casetas de cobro y cuando sonó su teléfono, con un ringer tone que define sus gustos: “Tamales, oaxaqueños, calientitos…”.
En el emblemático año 2000, México dispuso por primera vez de elecciones transparentes. El domingo decisivo, López Castro coordinó un ejercicio impar. Bajo su mirada, una legión de fotógrafos registró la primera alternancia en el poder. Los acontecimientos ocurren en el mundo de los hechos, pero se fijan gracias a los testigos. Esa jornada fue dos veces histórica: el PRI perdió las elecciones y López Castro reunió el archivo instantáneo de la gesta.
En el vasto repertorio de las imágenes, López Castro privilegia a la Virgen de Guadalupe; ajeno a los dogmas del catolicismo, comulga con la morena del Tepeyac. Hace tiempo donó una efigie de la Patrona a la iglesia de su natal Degollado. Como un sacerdote de turno no estuvo a la altura de la devoción popular, Rafael retiró la imagen del templo y la llevó con una pariente que ahora la custodia, demostrando que el mejor altar es una casa hospitalaria.
Escojo una imagen para resumir la vida pródiga de Rafael López Castro: su retrato del poeta Ramón López Velarde con un beso tricolor en la mejilla. Muerto a los 33 años, el autor de Zozobra pasó del anonimato a la leyenda. Fiel a sus “funestas dualidades”, fue creyente y pecador; contribuyó a la causa revolucionaria junto a Madero, reinventó la provincia como el terruño pudibundo y tentador donde las mujeres llevan la falda “hasta el huesito” y despiden un sensual “perfume de místicas violetas”. Pero, sobre todo, cantó con “épica sordina” a una patria humilde y entrañable, “vendedora de chía”, donde estalla “el relámpago verde de los loros”. Sus lectores no dejan de anhelar ese país. Con justicia, López Castro condecoró al poeta mejor leído de México con el beso que merecía: verde, blanco y colorado.
Hace milenios alguien dibujó una flecha en los muros de una cueva. Ignoramos el nombre de ese inventor, pero conocemos el de quien prosigue entre nosotros su tarea: en Mixcoac, Rafael López Castro traza una línea. Ese delgado gesto condensa el sentido profundo del diseño; invita a ver e indica un rumbo: es una seña de orientación, la eficaz forma en que el arte anuncia el porvenir.
FOTO: Portada del periódico EL Machete, donde Rafael López Castro dejó su huella, crítica de la realidad, aunque siempre humorística/Crédito de foto: Tomada del libro Suave trazo. Rafael López Castro. Diseñador
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