El largo instante del incendio
Este es un adelanto del libro El largo instante del incendio. Ensayo biográfico sobre José Vasconcelos, de Rafael Mondragón Velázquez, que próximamente publicará El Colegio Nacional. Estos capítulos reflejan el fervor que el intelectual compartió con jóvenes escritores que seguirían sus pasos en las letras y en la vocación educativa cuando estuvo al frente de la Secretaría de Educación Pública, fundada en octubre de 1921 y de la que fue su primer titular. Este título forma parte de la colección “Biografías” y se suma a otras labores que El Colegio Nacional ha hecho para difundir la vida y obra de sus colegiados, como Ezequiel A. Chávez, Mariano Azuela y Manuel Sandoval Vallarta
POR RAFAEL MONDRAGÓN
Los jóvenes aprenden a hacer libros
En diciembre de 1920 (cuatro meses después del inicio de la campaña contra el analfabetismo), el general Álvaro Obregón asumió la presidencia de la República. Desde los primeros meses de su mandato fue afianzando una confianza no exenta de ironía en el rector Vasconcelos, quien pronto se convertiría en el primer titular de la Secretaría de Educación. Mientras ello ocurría, el rector multiplicaba su trabajo y reunía en torno suyo a cada uno de los jóvenes inteligentes y con capacidad de trabajo con que se iba encontrando. En octubre de ese mismo año había quedado vivamente impresionado por un delicado tabasqueño que había dado un discurso furioso en contra del dictador venezolano Juan Vicente Gómez en una manifestación estudiantil. Incluso había aventado piedras contra la embajada de Venezuela. El rector se acercó a Antonio Caso para saber quién era el muchacho, y entonces supo que había sido estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria, y que llevaba varios años intentando ser poeta. Le llevaba sus poemas a Caso, que era un crítico implacable: después de haberlo escuchado recitar, le decía que cada vez escribía peor y que tenía que ponerse a practicar. El muchacho le hizo caso a su maestro: se obligó a escribir un soneto al día. Finalmente, en torno de 1917, comenzó a hacerlo bien. Se había vuelto tan famoso en sus recitaciones públicas que había terminado por dejar la escuela.
En 1918 había viajado a Colombia y Venezuela como líder estudiantil de la Federación de Estudiantes Mexicanos. Allí había trabajado para la creación de otras organizaciones estudiantiles. En Venezuela había descubierto el ideal bolivariano. En Colombia había conocido a un tal Ramón Prada, joven poeta que había quedado prendado de él.1 El viajero mexicano también había visitado Nueva York, y se había hecho amigo de José Juan Tablada. En Venezuela había sido agregado estudiantil de la Embajada y había tenido la oportunidad de ver cómo el dictador Juan Vicente Gómez reprimía al naciente movimiento estudiantil. Acababa de regresar a la ciudad de México y se llamaba Carlos Pellicer (1897-1977). Vasconcelos había dado un discurso en contra de Gómez el día en que el muchacho había hecho lo mismo.
El rector le pidió a Caso que lo pusiera en contacto con el joven. Tuvieron una reunión los tres. En noviembre, el joven comenzó a trabajar como secretario en la oficina del rector. En febrero de 1921 tomó el cargo de oficial tercero de oficina del Departamento Universitario y de Bellas Artes, y de profesor de lengua castellana en la Escuela Nacional Preparatoria (de donde nunca llegó a egresar). Como si no tuviera suficiente con sus demás trabajos, acompañaba al rector en sus viajes por el interior del país y era voluntario en la cruzada de alfabetización.
…Llegaba a cualquier vecindad de barrio pobre, se plantaba en el centro del patio mayor, comenzaba a palmear ruidosamente, después hacía un llamamiento a voz en cuello, y cuando había sacado de sus escondrijos a todos, hombres, mujeres y niños, comenzaba su letanía: a la vista estaba ya la aurora del México nuevo, que todos debíamos construir, pero más que nadie ellos, los pobres, el verdadero sustento de toda la sociedad […] Y en seguida el alfabeto, la lectura de una buena prosa, y al final versos, demostración inequívoca de lo que se podía hacer con una lengua que se conocía y se amaba. Carlos nunca tuvo un público más atento, mas sensible, que llegó a venerarlo.2
La persona que cuenta esta historia era, en esa época, otro estudiante que se había acercado al rector para exponerle problemas relacionados con la participación de los estudiantes en el Consejo Universitario y la democratización de la universidad. De inmediato se daría cuenta de que es perfectamente posible que una persona fomente la autonomía entre sus allegados, y al mismo tiempo sea defensora del autoritarismo cuando se trataba de su manera de tomar decisiones. Así es como esa persona recordó su primera reunión con Vasconcelos:
Mire, amigo, yo no pienso gobernar la Universidad con el Consejo Universitario, ni me importa; yo voy a gobernar la Universidad de un modo directo y personal. Si usted tiene interés de participar en ese gobierno, véngase de mañana y aquí, entre Mariano Silva y Aceves, usted y yo, resolvemos los problemas de la Universidad.3
El joven se presentó al día siguiente a la cita. No comenzó a gobernar la universidad junto al rector, pero se vio involucrado en una cantidad impresionante de proyectos, y algunos de ellos ayudaron a que, con los años, se volviera un extraordinario editor y constructor de instituciones. Su nombre era Daniel Cosío Villegas (1898-1976). Vasconcelos lo puso a traducir uno de sus libros favoritos: las Eneadas de Plotino. En esa curiosa tarea estaría acompañado de su amigo Eduardo Villaseñor y de un joven profesor de filosofía llamado Samuel Ramos. Ninguno de los dos sabía griego, así que se pusieron a traducir del francés y el inglés: los instalaron al fondo del Paraninfo, atrás de la gran mesa de trabajo de Justo Sierra que ahora ocupaba Vasconcelos, un lugar lleno de ruido en donde era difícil concentrarse pero se podían escuchar los chismes relacionados con la activa gestión del rector.4
El rector tenía un proyecto para publicar, en decenas de miles de ejemplares, textos fundamentales de todas las culturas del mundo, que la Universidad mandaría en cajas de madera a los rincones más apartados. Eran unos libros verdes que ocasionaron las ironías más punzantes por parte de políticos e intelectuales, el presidente incluido. El encargado de la colección (y de todo el Departamento Editorial de la Universidad) era Julio Torri (1889-1970), el joven ateneísta que unos años antes había creado, junto a Agustín Loera y Chávez, una colección editorial extraordinaria llamada Cvltvra. Se trataba de pequeños libros, casi folletos, que aparecían cada mes y se vendían en el precio sorprendente de 1.50 pesos, en una época en que un libro importado costaba alrededor de 45 pesos. Como si fueran una vasta antología, sus 87 títulos ofrecían selecciones de poetas clásicos como sor Juana Inés de la Cruz lo mismo que de autores mexicanos como Guillermo Prieto, Ángel de Campo o Manuel Gutiérrez Nájera, así como revisiones completas de épocas de la historia literaria mexicana como el periodo prehispánico o el modernismo; traducciones de autores contemporáneos de difícil lectura como Marcel Schwob, André Gide, Lord Dunsany y Mark Twain, lo mismo que algunas obras recientes de Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos.
Cvltvra conformó el principal antecedente de los clásicos verdes de José Vasconcelos porque llevó a nuestro país la idea de que era posible que el habitante promedio tuviera en su casa una pequeña biblioteca. También invitó a talentosos artistas visuales como Roberto Montenegro, Saturnino Herrán y Diego Rivera a experimentar en la ilustración y el diseño editorial: todos ellos aplicarían sus conocimientos en los libros que después editaría Vasconcelos. La colección además dio un impulso decisivo a la vida cultural porque, junto a las editoriales fundadas en las librerías de Andrés Botas y Francisco Porrúa, creó las condiciones para que los escritores mexicanos comenzaran a publicar sus libros en su propia tierra, en tirajes apreciables, en lugar de hacerlo en pequeñas ediciones de autor publicadas en París.
Freja Cervantes, autora de los panoramas más importantes sobre la edición literaria en este periodo de nuestra historia, ha mostrado también que ello fue posible porque, durante breves años, las duras condiciones propiciadas por la Primera Guerra Mundial obligaron a las editoriales españolas a reducir sus exportaciones hacia el continente americano, con lo que se creó la oportunidad de que los mexicanos intentaran producir libros propios, adecuados a sus intereses, en lugar de seguir consumiendo los saldos con que los españoles inundaban nuestro mercado.5Vasconcelos estaba muy consciente de que la edición de buenos libros tenía un papel fundamental en la lucha por la independencia intelectual respecto de las potencias imperiales que en ese momento se disputaban la hegemonía del planeta. En las palabras preliminares publicadas al frente del primer integrante de la colección de los clásicos verdes, explicó a cabalidad este tema y formuló su deseo de convertir a la lengua española en una lengua de cultura, donde fuera posible leer las grandes obras del mundo, a la manera en que ya estaba siéndolo posible en inglés o francés:
Lo escaso y lo incompleto de las ediciones castellanas de los libros más importantes del mundo ha sido causa de que, entre nosotros, las personas cultas tengan que dedicar gran atención al estudio de las lenguas extranjeras, principalmente al inglés y al francés, y de que la gran masa de la población desconozca los libros geniales […]. Creemos que ha llegado para nuestra raza hispanoamericana un periodo de renovación vigorosa y autónoma, que no puede asentarse en sólidas bases si seguimos de siervos del pensamiento francés, o del pensamiento inglés o de cualquiera otra tendencia extraña […]. Y el primer paso para la elaboración de una cultura propia es traducir todo el acervo de la cultura contemporánea a los moldes de nuestra lengua, y en seguida difundir libros castellanos para que, sin menoscabo de la ilustración general, se expulse el libro escrito en idioma extranjero.6
En estas palabras de Vasconcelos hay una recuperación consciente del tópico decimonónico de las “emancipaciones mentales”, la idea de que las revoluciones de independencia debían completarse con una segunda revolución que se basara en la creación de una nueva cultura.
La divulgación de estas obras viene a constituir la segunda parte de la campaña que estamos desarrollando contra el analfabetismo; pues de esta manera, después de enseñar a leer, damos lo que debe leerse, seguros de ofrecer lo mejor que existe, porque en la selección de las obras no nos guía más criterio que el de la suprema excelencia, y el propósito de formar una colección que abarque, hasta donde es posible, todos los aspectos más nobles del pensamiento humano.7
Los hermosos volúmenes editados por Torri se regalaron en sitios públicos, como la Fuente del Quijote del Bosque de Chapultepec, y más adelante comenzaron a enviarse a los primeros maestros ambulantes. Fueron la base de las primeras bibliotecas públicas. Aunque era una colección hecha para regalar, algunos de sus integrantes se vendieron a un peso el ejemplar, y provocaron la humillación de los políticos cuando un informe publicado en El Demócrata de 1923 demostró con cifras que la gente compraba esos libros cuando éstos se ponían a su disposición. ¡El best seller de la colección era La divina comedia!8
Tanto por el volumen de ejemplares producidos como por la selección de obras, los volúmenes editados por Torri rebasaron ampliamente el proyecto inaugurado por Cvltvra: si esta colección había logrado la cifra heroica de mil ejemplares (en una época en que, según, Claude Fell, los grandes editores españoles publicaban entre dos mil y cinco mil ejemplares, y en todo el continente americano se consumían entre mil y dos mil ejemplares de una buena novela), los tirajes pedidos por Vasconcelos rebasaban los 25000 ejemplares.9 Contra las previsiones mezquinas de la industria editorial, el informe publicado en El Demócrata señalaba que casi 41,000 volúmenes de la colección habían sido comprados por el público. Nadie nunca había soñado que en México se podía imprimir así. Vasconcelos mismo recordó con ironía la reacción, entre sorprendida y furiosa, de la industria editorial mexicana, así como de muchos políticos e intelectuales:
Muchos libreros se sintieron lastimados en sus intereses; algunos pedagogos se creyeron postergados; los diarios –con incompleta información sobre el asunto– escribieron, sin embargo, sesudos editoriales, condenando nuestros proyectos. Finalmente las principales casas editoras interpelan al suscrito [Vasconcelos] con un concurrido banquete. El Estado no debe editar libros, nos dijeron[,] “porque al hacerlo arruina a la industria privada, mediante una competencia desleal”. Los niños no deben leer los clásicos, agregaron, “porque no están al alcance de sus pequeñas inteligencias”.
Repusimos que el Estado tiene el derecho de abaratar el libro y difundirlo, aun cuando por hacerlo se arruinen veinte empresas, pero que en realidad lo que tendría que pasar era que todos aquellos que han aprendido a leer en el millón de libros repartidos por el gobierno tendrían que volverse clientes de los editores, porque tenían que seguir leyendo, y así, lo que hubieren dejado de vender de cartillas de enseñanza, lo recuperarían con creces, con los libros de todo género que un pueblo instruido consume.10
Frente a la preocupación de libreros y editores, Vasconcelos mostró que el Estado podía tener un papel importante en la dinamización de la industria editorial, que se vio obligada a modernizarse y profesionalizarse para cumplir con la demanda impuesta por el Estado. Él mismo podía beneficiar a la industria con la creación de un público nuevo, capaz de consumir una variedad amplia de bienes culturales. Sin embargo, el acento del proyecto vasconcelista no estaba puesto en aumentar la capacidad de consumo, sino en hacer efectivo el ejercicio de un derecho: el derecho a la cultura era como el derecho a la tierra, y por ello el Estado debería salvaguardarlo y defenderlo como más importante que los intereses particulares de los empresarios. Habría que recordar, sin embargo, que esta acción constante del Estado en décadas sucesivas terminaría por construir una prensa, una industria editorial y un circuito cultural adictos al dinero estatal, proclives al chantaje económico y con poco margen de autonomía.
Para hacer efectivo ese derecho a la cultura se valía de todo, incluso robar. Claude Fell recuerda una carta de Julio Torri a Alfonso Reyes del 6 de septiembre de 1922, en la que el primero confiesa que, respecto de los clásicos verdes
Se trataba de ediciones un tanto cuanto “piratas”. No expresamos más visiblemente los nombres de los traductores porque temíamos Vasconcelos y yo pleitos con las casas editoras, pues desgraciadamente con nuestras leyes romano-cartaginesas-yanquis, no está permitido el robo como el que perpetramos.11
En estos proyectos editoriales apareció un concepto de “clásico” cuya amplitud desbordaba las previsiones de consumo que regían a la industria editorial de aquel tiempo, así como sus condicionamientos clasistas y racistas. A decir de Vasconcelos, aquellos que pensaban que los niños o la gente pobre no están preparados para leer los clásicos sólo estaban mostrando su propia petulancia, su propia convicción de que los subalternos son incapaces y por ello deben recibir basura. Así como el Vasconcelos de esta época apostaba por la autonomía de voluntarios y profesores, así también manifestaba su confianza en la capacidad de apropiación de los niños y la gente pobre.
Por lo que hace a la lectura escolar, les hicimos ver la petulancia con que nosotros los mayores juzgamos el cerebro infantil. Nuestra propia pereza nos lleva a suponer que el niño no comprende lo que a nosotros nos cuesta esfuerzo; olvidamos que el niño es mucho más despierto y no está embotado por los vicios y apetitos. Tanto es así, agregué, que me atrevía a formular la tesis de que todos los niños tienen genio y sólo al llegar a los dieciséis años nos volvemos tontos. Además, les dije, es menester desechar el temor de los nombres que no se comprenden bien: la palabra CLÁSICO causa alarma; sin embargo, lo clásico es lo que debe servir de modelo, de tipo, lo mejor de una época. Lo que hoy llamamos genial, será clásico mañana, y lo clásico es lo mejor de todas las épocas. ¿Por qué ha de reservarse eso para los hombres maduros que frecuentemente ya no leen? ¿Y por qué a los niños se les ha de dar la basura del entendimiento únicamente porque nosotros suponemos que no entienden otra cosa?
Los diecisiete volúmenes de la colección verde editada por Torri apenas fueron una muestra de todo lo que Vasconcelos quiso editar: el texto preliminar con que abrió la colección anunciaba que después de las obras fundamentales de la cultura griega aparecería un compendio de la moral budista, los Evangelios, la Divina Comedia, dramas de Shakespeare, Lope y Calderón, el Quijote, “algunos volúmenes de poetas y prosistas hispanoamericanos y mexicanos”, la Historia universal de Justo Sierra, la Nueva geografía universal del científico anarquista Élisée Reclus, y “libros modernos y renovadores” como el Fausto, el teatro de Ibsen y de George Bernard Shaw, las novelas de Galdós, y las obras de Tolstoi, Tagore y Romain Rolland.
La pretensión de ofrecer los mejores frutos de la cultura universal, patente en el catálogo de Cvltvra, había sido ampliamente rebasada por Vasconcelos. Y para que no quedara duda de que el canon propuesto no era una lista excluyente, se anunció que se había lanzado una convocatoria abierta para que el público en general propusiera, entre las grandes obras de la humanidad, diez títulos adicionales a añadirse en la colección.Esa idea de un canon abierto, de una colección construida colectivamente, está entre las más nobles de esta época.
Cómo se fundo El Maestro. Revista de Cultura Nacional
En febrero de 1921, Carlos Pellicer se enteró por una carta de Vasconcelos que había un trabajo adicional para él: se trataba de la preparación de una revista, El Maestro, que –como los libros verdes – circularía en decenas de miles de ejemplares por todo el país, y especialmente entre la gente más pobre. Para que esta revista fuera un modelo de belleza, Vasconcelos buscó a Agustín Loera y Chávez, quien dirigió la revista junto a Enrique Monteverde.12 Para que ella llegara a todos, Vasconcelos consiguió en enero que la imprenta de los Talleres Gráficos de la Nación, originalmente administrada por la Secretaría de Gobernación, se trasladara al Departamento Universitario y quedara bajo el dominio de Torri. Por cierto que ese movimiento causó un violento enfrentamiento entre Vasconcelos y el entonces secretario de Gobernación, Plutarco Elías Calles, un poderoso enemigo pues, con el tiempo, se volvería presidente de la república.
En su trabajo en la revista, Pellicer se encontró con un viejo conocido de sus años de preparatoria. Él probablemente se sorprendió al verlo, pues los recuerdos de otra época correspondían a un niño presuntuoso, aunque tímido, un poco gordo y levemente afeminado, al que su mamá obligaba a ir a la escuela vestido como si fuera un niño elegante, con pantalones cortos, zapatos de charol, medias hasta la mitad de la pierna, una corbata ancha y un extraño saco sin solapas. Se llamaba Jaime Torres Bodet, y en la Preparatoria tenía apodos como “Bodet, el náufrago de Chapultepec” y “cachetitos de manzana”. A diferencia de Pellicer, había sido un alumno excelente. Había egresado con notas sobresalientes y ya desde agosto de 1920 había comenzado a trabajar como secretario de la Escuela Nacional Preparatoria. Vestía trajes elegantes, fumaba pipa y admiraba con devoción al rector. En marzo de 1921, Vasconcelos se vio en la necesidad de contratar a un nuevo secretario particular y llamó al muchacho. Como era usual, sus labores no se limitaron a ser el secretario del rector: Torres Bodet ayudó en El Maestro, fue profesor de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria, y en marzo de 1922 sustituyó a Vicente Lombardo Toledano como jefe del Departamento de Bibliotecas de la SEP, donde ayudó –un poco a su pesar– en la aparición de autodidactas.
El primer número de El Maestro apareció en abril de 1921, al mismo tiempo que se estrenaba el escudo de la Universidad Nacional. Sus páginas están llenas del art noveau a la mexicana popularizado por pintores como Montenegro, a quien Vasconcelos más tarde le pediría la realización de unos vitrales para el nuevo edificio de la SEP. Las páginas de la revista combinan una tipografía pequeña, materiales humildes y una composición primorosa, con capitulares cuidadosamente escogidas, cajas elegantes y hermosas ilustraciones. La revista se abrió a la experimentación visual del momento: tras el regreso a México de Diego Rivera, se enriqueció con sus ilustraciones cubistas, pero también ofreció un recorrido por la obra de Saturnino Herrán e introdujo obras inspiradas en el arte renacentista europeo.
Otro joven tabasqueño, muy tímido, amigo de Pellicer, comenzó a trabajar en la revista. Su nombre era José Gorostiza (1901-1973). Sus poemas de estudiante están entre los mejores que publicó El Maestro. Estos son los primeros versos de su Balada de la luz sumisa:
Alarga el día en matinal hilera
tibias manchas de sol por la ciudad.
Se adivina casi la primera
como si descendiera
en lentas ráfagas de claridad.
La luz, la luz sumisa
(si no fuera
la luz, la llamarían sonrisa)
al trepar por los muros, por ligera,
dibuja la precisa
ilusión de una blanca enredadera:
¡Ondula, danza, y trémula se irisa!
Y la ciudad con íntimo candor,
bajo el rudo metal de una campana
se va dando a la dulce vida de la mañana
y en gajos de color
se deshilvana.13
También trabajó en ella un poeta extraordinario y melancólico, un poco mayor que Pellicer y Gorostiza, llamado Ramón López Velarde (1888-1921). Apenas logró colaborar en los dos primeros números de la revista porque murió de neumonía en junio cuando apenas tenía treinta y tres años. En El Maestro alcanzó a publicar dos textos: “Novedad de la patria”, un ensayo que era como una especie de credo poético, y “Suave patria”, un poema que se extendió entre los jóvenes de entonces como un hechizo. Sobre ese hechizo volveré en el capítulo siguiente.
Pellicer y López Velarde eran católicos. Compartían esa creencia incómoda en una época de agitados fervores de revolución. Poco después, el tabasqueño iniciaría su primer libro de poemas con un texto dedicado “A la memoria de mi amigo Ramón López Velarde, joven Poeta insigne, muerto hace tres lunas en la gracia de Cristo”:
En medio de la dicha de mi vida
deténgome a decir que el mundo es bueno
por la divina sangre de la herida…
El Maestro ofreció textos prácticos destinados a ayudar a los profesores del país a adquirir conocimientos de historia, geometría y agricultura, pero también hizo una crónica mensual de la política nacional y europea. Tradujo a Máximo Gorki, Edgar Allan Poe, Walt Whitman, Leonidas Andreiev, Rabindranath Tagore, León Tolstoi, y a escritores de la vanguardia política y artística como Romain Rolland y Henri Barbusse, que desde Europa hablaban de una crisis civilizatoria mundial y de la necesidad de construir una nueva cultura. Los directores de la revista introdujeron una cantidad importante de textos en que se polemizaba sobre las características de la nueva educación, e hicieron traducir a Ferrière, que en esos momentos organizaba en Europa el movimiento de la Escuela Nueva, donde se reunirían pedagogos como Freinet y Montessori. La gran escritora Rosaura Zapata se llevó a El Maestro su revista para niños, Aladino, a la que convirtió en una sección permanente con juegos, cuentos, cartas de los niños, concursos y traducciones de la literatura infantil de la humanidad. Bajo la influencia evidente de Vasconcelos, la revista publicó leyendas de Japón, poemas chinos y textos sobre la vida de Buda, además de introducciones pedagógicas a la historia del antiguo Oriente y textos sobre el yoga, la meditación y el vegetarianismo, destinados al uso de los maestros rurales. José Juan Tablada publicó un encendido ensayo ecologista en que abogaba por la protección de los árboles. Tras la llegada de Gabriela Mistral, la revista se llenó de textos clásicos de la tradición latinoamericana, desde traducciones hechas por Andrés Bello hasta ensayos de José Martí, poemas de José María Heredia y discursos de Juan Montalvo. Y para que no haya dudas sobre el tono general de la publicación habría que recordar también los encendidos textos de Fernando González Roa en contra de la propiedad privada, de Guillermo Valencia sobre el anarquismo, de un tal “Pedro de Alba” contra “la aristocracia de los artistas e intelectuales”, de Dionisio Montelongo Jr. sobre el oportunismo de los políticos…, y la traducción de un artículo del dramaturgo irlandés George Bernard Shaw que hace la alabanza de Lenin y sus convicciones vanguardistas. Una muestra más de que los jóvenes radicales de entonces podían criticar el aristocratismo de sus mayores, y mismo al tiempo estar dispuestos a apoyar la acción de otro tipo de élite, una vanguardia, “una minoría enérgica que ha adquirido una convicción y está resuelta a seguir adelante en esta convicción hasta que se le detenga”.14
Pareciera que, al hablar de Lenin, Shaw estuviera describiendo al rector Vasconcelos. Quizá así fue recibido el texto. Los artículos de José Vasconcelos en El Maestro fueron construyendo una especie de credo para esos pequeños bolcheviques de la cultura que llevaban adelante los proyectos impulsados desde la Universidad, y que después adquirirían dimensiones mayúsculas en la nueva Secretaría. Se trata de un nuevo universalismo, que recoge todo lo que considera importante de las distintas épocas y culturas y supone que en todas ellas pueden encontrarse cosas valiosas, siempre que ayuden al desarrollo del interés general de la humanidad:
El único principio que servirá de norma a los que aquí escriban y a los que seleccionarán el material que ha de publicarse en nuestro periódico, es la convicción de que no valen nada las ideas, de que no vale nada el arte, si todo ello no se inspira en el interés general de la humanidad, si todo ello no persigue el fin de asegurar el bienestar relativo de todos los hombres, si no asegura la libertad y la justicia, indispensables para que todos desarrollen sus capacidades y eleven su espíritu hasta la luz de los más altos conceptos.15
El Vasconcelos de esta época está más cerca de Martí que de Sarmiento, y lo pone de manifiesto en su puesta de cabeza de los criterios con que en ese entonces se hablaba de “barbarie” y “civilización”.
Todo lo que hasta nuestros días se ha llamado civilización, no es más que una serie de periodos de anarquía o de injusticia, pero siempre de barbarie, durante los que hemos existido lo mismo que las especies animales, luchando unos contra otros, explotándonos unos a otros, oprimiéndonos unos a otros, subsistiendo los unos a costa de los otros. Barbarie es todo el pasado; de angustia y esperanza está hecho el presente, y sólo el mañana, si nos esforzamos santa y sinceramente, verá aparecer la bienandanza perdurable que se funda en la justicia y la concordia.
He aquí porqué el camino de la verdadera civilización sólo se encuentra volteando de raíz los criterios que hasta la fecha han servido para organizar pueblos; arrancando de las conciencias el pensamiento de que es legítimo construir lujo y refinamiento sobre la miseria de las multitudes, y sustituyendo todas las construcciones carcomidas, con el concepto verdaderamente cristiano, de que no es posible que un sólo hombre sea feliz, ni que todo el mundo sea feliz, mientras exista en el planeta una sola criatura que sea víctima de la injusticia.16
En el número de septiembre de 1921 Vasconcelos puso esta reflexión cósmica en relación con el movimiento de Independencia de México. Allí tampoco valía ser feliz. Habló amargamente de cómo la Independencia tenía “la belleza de las cosas que acaso nunca se realizan”. Dijo que la patria reclamaba lealtad, pero no una devoción ciega: la Independencia aún no estaba realizada, y las repúblicas del siglo XIX habían sido incapaces de consolidar instituciones y prácticas de democracia.17 Así se declaró en contra de la mitificación de la historia de México, y a favor de un patriotismo crítico, que ponía el acento en la transformación de la sociedad.
La biblioteca como espacio comunitario
En ese mismo mes de septiembre de 1921 finalmente se promulgó el decreto de creación de la Secretaría de Educación Pública. Vasconcelos fue su primer responsable. Dejó la rectoría, que fue ocupada en diciembre de 1921 por su amigo Antonio Caso, quien se dedicó a construir los cimientos institucionales de la Universidad, a crear su código y su reglamento interno y a concentrar el poder de decisión en torno de la figura del rector, de manera no muy diferente a lo que Vasconcelos lo estaba haciendo al frente de la Secretaría.18
Ambos se volvieron reyes de sus pequeñas provincias. Sin embargo, durante un tiempo el nuevo rector y el nuevo secretario pudieron trabajar bien juntos. El Maestro siguió apareciendo con las mismas orientaciones, y pronto se mudó a las oficinas de la Secretaría. Caso fue ayudado en sus tareas por algunos ateneístas y personas más jóvenes que se habían ido reuniendo bajo la influencia de Vasconcelos. En julio de 1921 Pedro Henríquez Ureña había decidido, finalmente, responder al llamado que le habían hecho. Dejó la Universidad de Minnesota para hacerse cargo de los cursos de verano de la Universidad, a donde comenzaron a llegar cantidades importantes de estudiantes extranjeros. Daniel Cosío Villegas se quedó con Caso para hacerse cargo del Departamento de Intercambio y Extensión Universitaria, inaugurado en mayo de 1922 y heredero de la Universidad Popular animada por los ateneístas. Sólo durante los meses de julio a noviembre de 1922 los 35 profesores del departamento impartieron más de tres mil conferencias a obreros en fábricas, sindicatos y hospicios, entre otros lugares.
Mientras tanto, desde la Secretaría, Vasconcelos buscaba maneras más directas de relación con las masas. Probablemente le parecía que las conferencias eran un modelo caduco. Él prefería pensar en otras dinámicas que se entrelazaban una con otra siguiendo patrones tripartitos (como las tres edades de Joaquín de Fiore: a partir de ese momento lo veremos escribir intentando acomodar conceptos en grupos de tres). La SEP se dividió en tres departamentos, de la misma manera en que los escritos vasconcelistas de esa época dibujaban una historia de la humanidad dividida en tres etapas. “Fue una especie de inspiración pitagórica”, escribió Vasconcelos en una conferencia.19 Daniel Cosío Villegas anotó con sentido del humor que quizá lo único que pasaba era que a Vasconcelos le gustaba ese número. Y sin embargo, la división tenía una cierta lógica: el Departamento de Escuelas se encargaba de la educación de la población; el Departamento de Bibliotecas tenía como fin garantizar el acceso al libro a los que ya podían leer libremente, pero también ofrecer los materiales que hacían posible la labor escolar y preparar el camino para los autodidactas; el Departamento de Bellas Artes era una especie de coronación de las labores de los dos departamentos anteriores, pues estaba dedicada al disfrute de las “creaciones espirituales”. De él hablaré con cuidado un poco más adelante.
Cuando Vasconcelos llegó a la rectoría de la Universidad, en todo el país existían sólo 72 bibliotecas, de las cuales 39 eran públicas, 15 eran bibliotecas escolares y 18 más estaban clasificadas como “diversas”. Al finalizar 1924 se habían fundado 2433 bibliotecas y entregado a las mismas 33621 volúmenes en 1921, 68689 en 1922 y 32459 en 1923.20 Ya desde antes de la fundación de la SEP, Vasconcelos había creado dentro de la Universidad un Departamento de Bibliotecas Populares y Ambulantes a cargo, ¡cómo no!, del poeta Carlos Pellicer, que fue un ensayo de lo que se haría posteriormente en la Secretaría. El primer responsable del Departamento de Bibliotecas de la SEP fue un joven abogado y líder estudiantil llamado Vicente Lombardo Toledano, quien luego sería sustituido por Jaime Torres Bodet. Lombardo Toledano ayudó a imaginar la figura de los maestros ambulantes y organizó sus primeros viajes por el país,21 cargado de pequeñas selecciones de libros que fueron el germen del primer estadio del modelo bibliotecario de Vasconcelos. Dicho modelo fue explicado retrospectivamente en De Robinson a Odiseo. Pedagogía estructurativa (1935), un volumen publicado en el exilio por el antiguo Secretario de Educación.22 Allí Vasconcelos explicó que su sistema contemplaba siete tipos de bibliotecas: las del llamado “primer nivel” eran las bibliotecas ambulantes que acompañaban a los maestros ambulantes y encargados de las misiones culturales. Se trataba de un acervo de 50 libros que se llevaban en una caja de madera a lomos de mula que viajaba de localidad en localidad, siempre a lugares donde no existía el acceso a la lectura: el maestro era la biblioteca, le daba sentido a los libros aislados mediante una dinámica de acción cultural. Leía en voz alta, explicaba los textos, daba conferencias, y en suma, construía puentes que mediaban entre la comunidad y los saberes letrados.
Vasconcelos señaló en De Robinson a Odiseo que, de los 50 libros, 15 de ellos habrían sido de carácter técnico e incluían manuales de oficios y de cultivos o industrias según el tipo de vida de la región; otros 15 eran obras de consulta como diccionarios, atlas, geografías, historias y gramáticas, que servían para complementar la enseñanza escolar (y para que la gente se formara a sí misma allí donde no había escuela); 20 más eran clásicos universales. Gracias a los artículos de El Libro y el Pueblo, revista del Departamento de Bibliotecas, sabemos que en realidad las colecciones eran más pequeñas: sólo tenían 12 títulos. Casi todos ellos eran libros de cultura general o de formación autodidacta, pero también estaban incluidos los Evangelios, el Quijote y la antología Las cien mejores poesías castellanas.
El segundo tipo de biblioteca, según los recuerdos inseguros de Vasconcelos, está relacionado con el surgimiento de la figura del maestro rural. La educación rural fue una de las grandes innovaciones de la Secretaría de Educación Pública, y Vasconcelos imaginó que cada escuela rural debía tener su propia biblioteca, y que más que ser una biblioteca escolar, ella debía imaginarse como un centro comunitario abierto a todas las personas que vivieran cerca. Propuso que se le ofreciera al maestro una compensación económica para mantener abierta la biblioteca dos horas después del horario vespertino de la escuela: así podrían llegar a la biblioteca los padres que trabajaban en el campo. El Libro y el Pueblo recoge los acervos para estas bibliotecas, que tenían 25 libros e incluían, además de los libros prácticos, una selección más amplia de literatura, con textos como Las mil y una noches, las Florecillas de Francisco de Asís, obras de Shakespeare y el Ariel de Rodó, además de algunas de las que fueron editadas en la colección de los clásicos verdes. La dimensión comunitaria de los espacios de lectura, presente en estos dos primeros modelos de biblioteca, quedó como herencia en los modelos sucesivos que están más enfocados en lo escolar. En palabras de Vasconcelos:
Cuando no podemos construir una sala especial de conferencias, la biblioteca sirve también de sala de conferencias y de exhibiciones cinematográficas. Asimismo procuramos dotar a cada escuela de talleres para trabajos manuales efectivos, y de esta suerte esperamos formar no solamente escuelas, sino centros sociales para el servicio del vecindario en el desarrollo de la cultura.23
El tercer tipo de biblioteca estaba destinado a las escuelas primarias. Según El Libro y el Pueblo constaba de una colección de cincuenta volúmenes, llamada “Biblioteca Mínima” porque es la base de todas las demás bibliotecas Tiene una primera parte de veintidós volúmenes con obras fundamentales de cultura general que ayudarían en la formación básica de los niños, y una segunda parte de veintiocho volúmenes con obras de literatura. Allí están el Ramayana y los dramas y romances del Siglo de Oro; las novelas de Galdós y las obras de Rubén Darío; la literatura mexicana del siglo XIX y la literatura infantil europea (Andersen, Perrault, Las mil y una noches…); las obras de los ilustrados franceses y los románticos de Francia y Alemania, además de las obras teatrales de Ibsen y los cuentos y novelas de Tolstoi, así como los libros presentes en las otras bibliotecas y en la colección de los clásicos verdes. Como puede verse, el canon literario de esta biblioteca mínima había sido preparado y anunciado en El Maestro, que es como una pequeña antología de los libros que los profesores encontrarían en sus bibliotecas.
La Biblioteca Mínima es la base de las bibliotecas públicas destinadas a centros urbanos. No es una biblioteca escolar, sino una biblioteca pública, para la cual se deberían construir edificios especiales en cada barrio de las ciudades importantes. Ya sabemos que esto no ocurrió mucho, y que más bien se utilizaron edificios coloniales y fríos… Su acervo incluye los 50 de la Biblioteca Mínima y añade 50 más, dentro de los cuales se propone una obra de Marx (El capital o El manifiesto del Partido Comunista) y una de Dickens (Oliver Twist o La niña Dorrit). Están presentes los clásicos latinoamericanos (Sarmiento, Martí, Hostos, Alberdi, Montalvo). Están presentes también Descartes, Kant, Spencer y Bergson. Están los clásicos infantiles El libro de las tierras vírgenes, Los viajes de Gulliver y Robinson Crusoe, y también está el mejor libro de Antonio Caso, La existencia como economía, como desinterés y como caridad.
Las bibliotecas de quinto nivel son bibliotecas escolares de enseñanza secundaria, técnica y profesional. Incluyen los cien volúmenes de la biblioteca anterior, más otros cincuenta volúmenes entre los que resaltan las obras de filosofía e historia. Además incluye una de cuatro bibliotecas específicas, dependiendo del tipo de enseñanza que allí se imparta: la Biblioteca Agrícola tenía 34 volúmenes; la Biblioteca Pedagógica, 38 más; la Biblioteca de Pequeñas Industrias, 46; y la Biblioteca de Consultas para Agricultores e Industriales, 41. Como puede verse, aquí también se siguen las líneas propuestas en El Maestro, que ya ha presentado sintéticamente temas de agricultura, veterinaria, jardinería y química. La Biblioteca Pedagógica es especialmente interesante porque hace patentes algunas de las lecturas que los vasconcelistas consideraban importantes para la formación de los futuros maestros: allí están los libros de Francisco Giner de los Ríos, Lorenzo Luzuriaga, John Dewey y María Montessori. Como se puede ver, a pesar de lo que dijo el rector en sus años de vejez, el proyecto pedagógico vasconcelista de estos años combinaba orientaciones éticas latinoamericanas, influencias orientales y perspectivas emanadas de la nueva pedagogía que en ese momento estaba poniendo el acento en el niño y su proceso de aprendizaje.
Las bibliotecas de sexto nivel eran las grandes bibliotecas destinadas a las ciudades más pobladas de México. Vasconcelos no fijó un límite para sus acervos, pero los artículos de El Libro y el Pueblo señalaron que era necesario que toda biblioteca de este tipo contara con una sección infantil. Las distintas versiones del acervo para niños publicadas en esta revista dan cuenta del profundo interés que por aquel entonces tenían los vasconcelistas en los espacios dedicados a los niños: los vasconcelistas imaginaron un primer acervo llamado Biblioteca Infantil, de 60 títulos, dentro de los cuales hay una presencia importante de la literatura infantil italiana, además de Lewis Carrol, Luisa M. Alcott, la Colección Araluce y una amplia selección de los cuentos publicados en España por Saturnino Calleja. También imaginaron otra colección llamada Enciclopedia Infantil con 52 títulos y obras como Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, El viaje maravilloso de Nils Holgersson de Selma Lagerlöf, Kim y El libro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling y un conjunto de obras enciclopédicas dedicadas a los distintos países, los objetos famosos, los pasatiempos y la naturaleza. Finalmente, los vasconcelistas imaginaron un acervo más llamado Biblioteca Perla, de 52 títulos, que incluye La cabaña del Tío Tom, libros de viaje, novelas históricas y obras de Oscar Wilde, Emilio Salgari, Mark Twain, H. G. Wells, Julio Verne y Robert Louis Stevenson. Las tres colecciones representan entradas actualizadas y sugerentes de lo que en ese momento se estaba construyendo como literatura para niños y jóvenes.
Como a Vasconcelos también le gustaba el número siete, el séptimo nivel le corresponde a lo que en 1935 imaginaba como una Biblioteca Nacional. Para ella se imaginó la construcción de un edificio especial. Su inspiración para la misma era la Biblioteca de Alejandría: más que un repositorio de libros, se trataba de un espacio de vida social que incluiría un teatro, una galería de pintura, un museo de arte colonial, otro museo arqueológico y una sala de conciertos. En sus recuerdos inseguros, Vasconcelos imaginó una gran cúpula central bizantina, recubierta de oro o de porcelana amarilla, revestida por dentro de mosaico en técnica bizantina. También imaginó una representación de la Trinidad que evocaba la Hagia Sofia de los bizantinos. Cuatro ángeles (uno negro, otro indígena, otro asiático, otro blanco), representando a las cuatro razas de la humanidad. Retablos y lienzos con escenas célebres de la cultura: Nietzsche soñando el eterno retorno, Sócrates antes de morir, Dante asomado a las estrellas… Medallones con retratos de filósofos, poetas, novelistas y literatos. Grupos de lámparas en círculos, como las que se usan en las mezquitas, darían el alumbrado nocturno…
Esta imaginación, propia de los años de su exilio, magnifica y espiritualiza concepciones arquitectónicas que sí logró construir. Es una especie de versión fabulosa, eclesial y mistificada del edificio de la Secretaría de Educación Pública, inaugurado en julio de 1922, en donde Vasconcelos le pidió a los artistas que crearan un conjunto de alegorías en donde se daban la mano las grandes culturas de la humanidad:
Algo de esto quise expresar en las figuras que decoran los tableros del patio nuevo, en ellas: Grecia, madre ilustre de la civilización europea de la que somos vástagos, está representada por una joven que danza y por el nombre de Platón que encierra toda su alba. España aparece en la carabela que unió este continente con el resto del mundo, la cruz de su misión cristiana y el nombre de Las Casas, el civilizador. La figura azteca recuerda el arte refinado de los indígenas y el mito de Quetzalcóatl, el primer educador de esta zona del mundo. Finalmente, en el cuarto tablero aparece el Buda envuelto en su flor de loto, como una sugestión de que en esta tierra y en esta estirpe indoibérica se han de juntar el Oriente y el Occidente, el Norte y el Sur, no para chocar y destruirse, sino para combinarse y confundirse en una cultura amorosa y sintética. Una verdadera cultura que sea el florecimiento de lo nativo dentro de un ambiente universal, la unión de nuestra alma con todas las vibraciones del universo en ritmo de júbilo semejante al de la música.24
En los años del exilio el viejo Vasconcelos había sido consumido por sus demonios. A la imagen generosa del Quetzalcóatl en la Secretaría de Educación contrapuso la idea de hacer un retrato de Hernán Cortés destruyendo ídolos. Consumido por el deseo de aparecer como un ferviente católico, añadió que en su Biblioteca Nacional debía existir una capilla para “los libros peores de la humanidad; los que incitan la soberbia, la lujuria, la gula, el fraude”, una “cueva de lo monstruoso” para encerrar los “libros destructores”, cuyo acceso estaría vedado, excepto a personas especiales. La fantasía de aquellos años de exilio llevó a Vasconcelos a imaginar el edificio hasta sus mínimos detalles, contraviniendo así el estilo de sus épocas de secretario de Educación, cuando había permitido un amplio grado de libertad y experimentación a los pintores y arquitectos que estuvieron con él.
Y es que De Robinson a Odiseo. Pedagogía estructurativa es también un libro lleno de mentiras e imprecisiones malintencionadas: como si se afanara en manchar y destruir las cosas que habían dado sentido a su vida, Vasconcelos se dedicó en ese libro (y en otros) a echar tierra sobre cosas que antes había defendido. Dijo que la pedagogía centrada en el niño era una tontería, y que lo que él siempre había querido era una pedagogía centrada en el maestro, el único que en verdad sabía. Habló de que enseñar a través de la acción era una veleidad propia de los pedagogos norteamericanos, a quienes únicamente les interesaba producir hombres útiles, y que su pedagogía, por el contrario, estaba centrada en la contemplación de la belleza y el cultivo de los valores universales. Habló pestes sobre Rousseau, Dewey y la Escuela Nueva, a quienes culpó de la deriva pragmatista de la pedagogía contemporánea, y con ello intentó oscurecer el vínculo que dicha pedagogía había tenido con sus propios experimentos educativos en los que dichos autores fueron estudiados con fruición, la enseñanza espiritual fue de la mano con la educación que habilitaba para la acción y se concedió un amplio espacio a la autonomía de los sujetos del aprendizaje.
Notas
1. En 1931, Prada tomó un barco para buscar al joven mexicano: vivió con él unos meses en su casa, y el mexicano contó esa historia en un poema de profundo erotismo llamado Recinto, que ha sido considerado por algunos como el primer poema homosexual en la historia de la literatura mexicana.
2. Daniel Cosío Villegas, “Justificación de la tirada”, en Ensayos y notas, México, Hermes, 1966, vol. I, pp. 15-16. Véanse sus Memorias, México, Joaquín Mortiz-SEP (Lecturas Mexicanas), 1986, p. 88.
3. D. Cosío Villegas, Memorias, p. 55.
4. Ibid., p. 76.
5. La primera parte de la tesis doctoral de Freja Cervantes, El pájaro transmutado en piedra. La Colección Tezontle del Fondo de Cultura Económica (México, UNAM, 2019), presenta una historia de la cultura del libro en México en las primeras cuatro décadas del siglo XX. Véase además, de Freja Cervantes, “Las obras en sus libros: la materialidad de la literatura en México (1900-1940)”, en Yanna Hadatty, Norma Lojero y Rafael Mondragón (coords.), La revolución intelectual en la Revolución mexicana, México, UNAM, 2019 (Historia de las Literaturas de México, IV), y de Freja Cervantes y Pedro Valero, La colección Cvltvra y los fundamentos de la edición mexicana moderna (1916-1923), presentación de Verónica Loera y Chávez, México, Juan Pablos, 2016.
6. J. Vasconcelos, “Nota preliminar”, en Lecturas clásicas para niños, México, SEP, 1923, pp. XXI-XXII.
7. Ibid. p. XXIII.
8. Véase el informe publicado en El Demócrata en 1923 y transcrito por Adolfo Rodríguez Gallardo,” José Vasconcelos: alfabetización, bibliotecas, lectura y edición, México”, UNAM 2015, p. 55.
9. Los tirajes de cada libro pueden encontrarse en los informes que Torri entregaba periódicamente sobre su trabajo. Ellos han sido transcritos en el libro de A. Rodríguez Gallardo en los apéndices de su libro, y permiten saber, por ejemplo, que cada número de El Maestro tiraba 50,000 ejemplares; que los Diálogos de Platón, la Divina comedia de Dante y las Tragedias de Eurípides tiraron 25,000; que las obras de Esquilo y Homero tiraron 20,000, y que además se hicieron cientos de miles de ejemplares de libros de texto, folletos y obras para la formación autodidacta (la Historia patria de Justo Sierra fue el libro de texto que más se imprimió: tiró 100,000 ejemplares).
10. J. Vasconcelos, “ A guisa de prólogo”, en Lecturas clásicas para niños, vol. I, México, SEP, 1923, p. XI.
11. C. Fell, op. cit., p. 485.
12. Monteverde se volvió director único de la revista en octubre de 1921, después de que Loera y Chávez abandonara el país para iniciar labores como cónsul de México en Sevilla.
13. J. Gorostiza, “Balada de la luz sumisa”, El Maestro, vol. IV, julio de 1921, pp. 431-432.
14. George Bernard Shaw, “El espanto ruso”, El Maestro, vol. I, abril de 1921, p. 55.
15. J. Vasconcelos, “Un llamado cordial”, El Maestro, vol. I, abril de 1921, p. 5.
16. Ibid., pp. 5-6.
17. “Cuando el águila destroce a la serpiente”, El Maestro, núms. V-VI, septiembre de 1921, pp. 441-443.
18. C. Fell, op. cit., pp. 290-292.
19. “Conferencia leída en el ‘Washington Memorial Hall’”, p. 864.
20. A. Rodríguez Gallardo, op. cit., pp. 69, 147 y 153.
21. Daniela Spenser, En combate. La vida de Vicente Lombardo Toledano, México, Debate, 2018, p. 45.
22. J. Vasconcelos, De Robinson a Odiseo. Pedagogía estructurativa, en Obras completas, vol. II, pp. 1562-1566 y 1694-1709. La comparación sistemática entre la versión del sistema bibliotecario dado por Vasconcelos en este libro y los testimonios de época en la revista El Libro y El Pueblo es mérito de Rodríguez Gallardo, quien además transcribe en su libro la composición de cada uno de los acervos preparados por la SEP.
23. J. Vasconcelos, “Conferencia en el ‘Washington Memorial Hall’”, p. 872.
24. J. Vasconcelos, “Discurso pronunciado en el acto de la inauguración del nuevo edificio de la Secretaría”, Discursos. 1920-1950, México, Botas, 1950, pp. 39-40.
FOTO: José Vasconcelos en Washington en 1914 como agente confidencial del gobierno constitucionalista/ Crédito: Biblioteca del Congreso de EU
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