El lenguaje como narcótico para el entusiasmo
POR CARLOS ROJAS URRUTIA/ Correo del libro
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Entrevista con Álvaro Enrigue
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Más que una vocación, lo de Álvaro Enrigue (Guadalajara, Jalisco, 1969) es una adicción al lenguaje que tiene implicaciones físicas. Cuando escribe, lee o habla de literatura, la brújula de su pensamiento es el entusiasmo por descifrar y compartir las posibilidades de la lengua; una invitación a convertirse en lo que para él significa ser una rata de biblioteca: leer el mejor español del mundo y bajo el influjo de ese narcótico, sentir cómo alrededor se forman volutas en el aire y surgen de la página colores tridimensionales.
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Como novelista, Enrigue se inscribe en la línea de quienes procuran transitar por el lado externo de la frontera del género. Salvo su primer libro, La muerte de un instalador (Premio de Primera Novela Joaquín Mortiz 1996), el resto de su ficción pretende “maltratar el lenguaje para estirar sus posibilidades”. Lo intentó con El cementerio de sillas, Vidas perpendiculares y Virtudes capitales. En 2005 vendría Hipotermia, una serie de relatos sutilmente interconectados que pueden ser un libro de cuentos o una novela según quién y cómo los lea. Fue con ese libro, que “clavé una bandera en un lugar que no estaba nada claro” y sintió que “finalmente aprendí a escribir con libertad”.
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Esa libertad quedaría plasmada luego en Decencia (2011) y Muerte súbita (Premio Herralde de Novela 2013), una novela en que Enrigue sintetiza los últimos quinientos años de historia occidental a partir de un filamento: el imposible partido de tenis que enfrentó a Caravaggio, el pintor tenebrista, contra Quevedo, el poeta barroco. Ese mismo año, publicó Valiente clase media. Dinero, letras y cursilería, un ensayo donde comparte su emoción lectora e interpreta para la vida práctica ciertos motivos en los versos de Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera y Sor Juana Inés de la Cruz.
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Álvaro Enrigue vive en Nueva York con tres hijos exigentes (que lo han curtido en las lides de la paciencia) y con su esposa, la también escritora Valeria Luiselli, que ya antes enumeró en otro artículo algunos de los rasgos que distinguen a Álvaro: su libro favorito es a veces Moby Dick de Melville y otras Rojo y negro de Stendhal; escribió Muerte súbita a mano, en una serie de cuadernos japoneses; tiene unos tenis converse color verde; le honra saber que sus hijos son capaces de llamar por nombre y tipo a los árboles más comunes del paisaje urbano.
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De visita en la ciudad de México, invitado por el Colegio Nacional a participar en una mesa en homenaje a José Emilio Pacheco, Álvaro Enrigue nos citó para esta conversación en una terraza con vista al Zócalo. Ahí abonó en sus rasgos distintivos: disfruta de manera indecible tomar un café y leer el New York Times cuando aun la ciudad duerme; le incomoda un poco el traje de escritor, que de todas formas sabe que “es lo que paga la renta”; acusa que le toma unos minutos “calentar” antes de responder y advierte que es lento para pensar, por lo que habrá que editar el audio de esta conversación.
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El pretexto de la historia
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La estructura sobre la que se asienta la exploración que haces de la novela es la historia, que entonces se cuela en tu realidad literatura. ¿La realidad literaria puede tener injerencia en el transcurso de la historia?
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Es que la historia es lenguaje. La historia no existe. En el segundo en que dije “la historia no existe” ya se fue. La historia me interesa como un registro del lenguaje, como una oportunidad narrativa, y es cierto que me interesa más que el mundo contemporáneo. Hombre, no es que no me interese; me parece que hay una sobrevaloración del mundo contemporáneo en la literatura que se está produciendo en nuestras vidas. Esta nueva escritura autobiográfica latinoamericana que llena las mesas de librerías (la literaria-periodística de la narconovela mexicana, el reportaje, la crónica) no es que me dé hueva. Es que está hecho y muy bien hecho.
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A mí me interesa buscar materiales ignotos, desconocidos, cosas que diviertan a alguien, que ilustren espacios que en general no controlamos. Es por eso que hago investigación histórica para escribir novelas. Pero no son novelas históricas, sino novelas sobre el mundo contemporáneo. Muerte súbita no es una novela sobre el siglo XVI, sino sobre Sinaloa o el DF hoy; sobre cómo llegamos a donde estamos. Lo mismo El cementerio de sillas o Decencia. Son meditaciones sobre el mundo contemporáneo basadas no en La Jornada de hoy sino en materiales un poco mejor escritos y un poco más divertidos.
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¿El juego que emprendes en tu realidad literaria es el de encontrarle posibilidades a la historia?
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Diría que encontrarle posibilidades al lenguaje. Las reglas del juego cuando escribes una novela son que uno logre que el lenguaje haga cosas que no haría naturalmente: poner al lenguaje en una situación extrema en la que produzca cosas de las que no estabas del todo consciente. Tengo la impresión de que la literatura es mucho más política, es decir relacionada con el lenguaje, que experiencial o relacionada con la realidad. Me interesa trabajar con la historia porque es una construcción del lenguaje. La idea que tenemos de lo que somos, en este proceso del siglo XIX y principios del XX de la construcción de la idea de país, fue que generamos una serie de discursos fundamentalmente lingüísticos que nos han dado un sentido de pertenencia. Lo que me interesa es cuestionar eso: qué es lo que nos hace movernos. La verdad es que lo que nos mueve es solamente una construcción del lenguaje.
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Ha habido poetas en esta región del mundo que buscaron hacer del castellano, en principio el idioma del conquistador y síntoma de la sumisión, un arma de la libertad. Como escritor mexicano, ¿con qué finalidad utilizas tú esa herramienta del lenguaje?
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Empiezas con una idea muy cara para mí, que es la idea de que hablar español es destruirlo, aunque sea de una manera constructiva. Efectivamente el español es la lengua imperial, pero el impero español fue tan suelto, tan generoso y tan laxo, que se nos olvidó que era el enemigo. Mi impresión es que es una lengua que hay que reconstruir para que diga lo que tenemos que decir; cuyos preceptos hay que maltratar constantemente. Los amigos españoles tienen una relación de intimidad muy cómoda con la lengua. Los mexicanos hemos hecho una cosa muy bien, desde El Periquillo Sarniento (novela de fundación de este país), que es llevar una relación incómoda con la lengua. Yo tengo ese tipo de relación con el español.
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La crítica se tiende a quejar de que mis personajes del siglo XVII hablan como si fueran personajes de la Merced del siglo XX. Tengo la sospecha de que Quevedo hablaba mas cerca de un chilango de hoy en día, que de la idea que nos presenta el cine español contemporáneo. Mi trabajo es generar paisajes a través de la destrucción y reconstrucción de una lengua y eso es lo que trato de hacer. El archivo histórico con el que trabajo es solamente un pretexto que me permite construir y deconstruir esos paisajes.
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La experiencia compartida del amor a los libros.
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Lo que compartes con el lector es el gozo del conocimiento, el placer de construir paisajes imaginarios con el lenguaje, ¿Cómo esperas que el lector reciba lo que haces?
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Con paciencia. Con cariñito (risas). Me cuesta mucho trabajo montarme en la imagen de un escritor. Soy un padre de familia, un profesor de español… otras cosas. La idea del personaje de escritor es un traje que no quiero tener y que además me quedaría grande si me lo pusiera. Me encantaría que una persona leyera un libro mío y se riera. Que pensara que es posible empatizar con mi visión muy desesperada del mundo, muy frustrada. Que sintiera que mi mal humor es justificado. Que mi impaciencia con lo que hemos hecho con el mundo merece que nos afiliemos a un partido que no esté de acuerdo con nada y punto.
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Estoy cada vez mejor representado por mis libros y lo que me gustaría de un lector es que fuera tan sincero como yo; que se acercara a lo que escribo con la inocencia con la que lo escribo. Realmente escribo con buena voluntad, con ganas de que las cosas mejoren. Me parece de una generosidad que no soy capaz de corresponder que alguien vaya a una librería, compre un libro mío y además lo lea. Es maravilloso, un milagro. Para eso vivo. Pero tampoco creo que eso deba suceder. Escribo lo mejor que puedo y tengo las mejores ideas que puedo y soy muy responsable con la investigación que respalda mis libros.
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Además del traje de escritor has llevado muchos otros: funcionario público, editor, profesor, padre de familia… todos esos oficios, esos Álvaro Enrigue, ¿qué mecanismos desatan a la hora de agruparse para escribir una novela?
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Qué espinosa pregunta… En primer lugar, y porque aquí estamos hablando de manera muy personal (tú y yo en el centro de la ciudad de México), te diré que nunca soy mis narradores. Soy mejor persona que ellos. Realmente soy muy buen padre, buen empleado, una persona que paga sus impuestos y que cruza por las esquinas. Mis personajes jamás harían nada de eso. No hay que confundir al escritor con la persona narrativa.
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Mi vida profesional es un ejercicio de amor a la cultura del libro, al magisterio y a la paciencia. Escribo mis libros con todo lo que sé y todo lo que tengo. Cada vez que le pongo un adjetivo a un sustantivo uso todos los libros que he leído y todas las experiencias que he tenido, que son en general afortunadas. He sido una persona con mucha suerte profesional. Toda la vida he sido profesor, es decir, he tenido una conversación con las mejores personas del mundo que son los jóvenes. Toda esa experiencia esta vaciada en mis libros, pero al nivel del lenguaje, no al nivel de la experiencia. Mi experiencia no le sirve de nada a mis personajes. El lenguaje que he recogido siendo profesor y editor sí está puesto ahí.
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Hay un ámbito del desarrollo de todo escritor que tiene que ver con cómo recibe sus libros la crítica, ¿te importa cómo recibe el medio literario tu trabajo?
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La crítica ha sido fundamentalmente generosa conmigo siempre, y cuando me ha apaleado me parece que tenía razón (risas). He tenido muy buena suerte con eso en general, lo cual no significa nada en términos de éxito social, que definitivamente no tengo, o de éxito financiero que es algo de lo que definitivamente carezco.
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La crítica propone una conversación. Es un discurso que no precisamente acompaña a la ficción, sino que corre en paralelo: un espacio intermedio en el que se puede hablar. Una novela es un producto terminado siempre. En cambio la crítica siempre es una propuesta de conversación; un testimonio en términos paulinos. “Yo leí esto, yo lo pensé así mientras lo estaba leyendo”… y el lector pone la otra mitad, leyendo o no leyendo o leyendo y discutiendo con la crítica. Eso en términos generales. En términos particulares hay críticos que me gustan y otros que no. Y hay críticos que me parece que, o entendieron muy bien, o no entendieron y por tanto no hay nada de qué hablar. Pero la conversación del novelista y del crítico son con ese personaje que es el lector. Tengo la impresión de unos años hacia acá de que el arte no es la escritura sino la lectura. Donde somos unos verdaderos artistas es cuando leemos y no cuando escribimos.
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El gozo infinito del lenguaje.
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En el ritmo y lenguaje de tus libros es notable la deuda de lector a ciertas narrativas, como la de Martín Luis Guzmán. ¿Crees en el concepto de los padres literarios o de una tradición en la que te inscribes?
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Pues yo tengo héroes… con la tradición de la literatura mexicana tengo una relación que no me parece ejemplar, es enfermiza, no creo que esté del todo bien y nadie tiene que compartir, pero es una relación de respeto. Pienso que los tres hombres que mejor han escrito en nuestra lengua son casualmente mexicanos. Si hay una prosa clásica hispana es la de Martín Luis Guzmán, indudablemente el mejor prosista en español del siglo XX –y estamos hablando de un siglo que incluye a Borges, a Cortázar, a Donoso, a García Márquez–; y si esa prosa tiene alguien con quien discutir es con Alfonso Reyes y con José Revueltas. En términos de calidad de la prosa son absolutamente insuperables. Hay una manera de describir la realidad mexicana fría y precisa de Martín Luis Guzmán que nadie ha podido reproducir. Hay una cachondería y una lubricidad en el juego con el español de Alfonso Reyes que yo quisiera poder tener en mi manera de relacionarme con la lengua. Y hay una densidad política y trágica en el lenguaje de Revueltas que me encantaría que estuviera en mis libros.
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Dicho eso jamás me atrevería a decir que soy hijo de esos titanes. No es que tenga una relación de padre e hijo con la manera de escribir de mis colegas; es simplemente que soy admirador de los libros de estas personas y me gustaría ser capaz de escribir tan bien como ellos. Es una cosa muy simple, a lo mejor un poco infantil. Yo escribo lo mejor que puedo, y trato de escribir tan bien como estos tres titanes del lenguaje.
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¿Qué aporta la mirada que pones en Rubén Darío o Manuel Gutiérrez Najera en Valiente clase media al legado de esos grandes poetas, que conocemos a través del magisterio de José Emilio Pacheco?
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Eso lo tiene que decidir un lector ocupando el espacio del crítico. Tengo la impresión de que como crítico, profesor o ensayista, soy fundamentalmente un entusiasta de los escritores que me gustan. Lo que me gustaría cuando escribo sobre poetas como Darío (una cumbre absurda de tan alta), o Gutiérrez Nájera (un revolucionario gigantesco), o López Velarde (de quien no he escrito pero tengo pendiente), es que quien me lee estableciera una relación tan física, carnal e intensa como la que yo tengo con la literatura, que en buena medida viene del magisterio de José Emilio.
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Tengo una relación bastante anormal con la literatura en términos fisiológicos: lo que veo cuando leo un poema que es bueno es una sustancia tridimensional que tiene colores. No hablo figurativamente sino de una textura y unos colores reales. Cuando leo a Martín Luis Guzmán veo una cosa que se sale de la página y que forma una serie de volutas en el aire que me producen un placer tremendo. No exagero ni consumo drogas. Así nací. Me gustaría ser capaz de reproducir esa experiencia en alguien más.
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Soy una persona que tiene una relación afectiva con la literatura. Me gustan los libros o no me gustan. Ni soy ni quiero ser capaz del pensamiento hiperabstracto sobre la literatura. Lo que me gusta son una serie de poemas y me entusiasma escribir sobre los descubrimientos que he hecho en torno a ciertos versos. No pretendo nada más que eso. No quiero ser un gran profesor de literatura ni proponer esa generalidad glamorosa que es una teoría general de algo. Lo que me interesa es que alguien sea capaz de leer una serie de palabras con el entusiasmo con el que yo las leo, y que esa serie de palabras le produzcan la sensación física que a mi me producen.
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Esa experiencia que intento compartir no viene nada mas del lenguaje; viene de la investigación hecha en torno a un producto literario. Un poema no es solamente una concatenación de palabras, es también el producto de una sociedad, de una historia, de una intimidad. Me gustaría que un lector fuera capaz de leer como yo leo esas cosas siendo una rata de biblioteca. Todo lo que escribo es una invitación a ser una rata de biblioteca. El lenguaje es mi heroína.
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La libertad en el margen exterior de la novela.
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Además de esa propuesta de construir una novela con registros lingüísticos que son historia, exploras los límites del género, ¿eres consciente de esa búsqueda o es algo que se construye a pesar de la voluntad?
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Definitivamente soy consciente. Lo que me interesa es escribir en el margen exterior del género novela. A partir de La muerte de un instalador (mi primer libro, que es una novela tradicional) he tratado de escribir no en el límite de la novela, sino del otro lado de esa frontera. Ampliar en lo posible la definición del género. No me interesaría bajo ninguna circunstancia escribir una novela normal. Y escribir una novela histórica me parece una babosada.
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Me encantaría decir como cuando era joven y menos sincero, que lo que me interesa es dinamitar la palabra novela. Pero la verdad es que es un género tan increíblemente generoso, inventado tan de puertas abiertas por Cervantes, que mientras más lo alejas más se acerca. Me interesa eso. Tengo la impresión de que una novela normal te obliga a suspender la credibilidad. Lo que me interesa a mí es que el juego sea menos obvio. Eso es todo. Me gustaría generarle al lector la sensación de que mi narrador es un narrador real; no siempre lo es, por supuesto, pero ese espacio minúsculo es el que me interesa.
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El primer libro de uno es distinto porque uno recién llega, compra su boleto de metro y entra al vagón que ya está lleno. Pero a partir de ahí no me interesa brincar hacia el territorio de la convención en la novela. Justo lo contrario. Desde mi segundo libro, Virtudes capitales, he intentado escribir fuera del borde del género. Espero que la novela que escribo ahora estire un poco más el esfuerzo que hice con Muerte súbita. Seguiré escribiendo libros cada vez más radicales y si el que sigue no es suficientemente radical pues no lo voy a publicar.
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¿Ves Hipotermia dentro de ese proyecto de estirar las posibilidades de la novela o es más bien un libro de relatos?
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Hipotermia es definitivamente una novela. Tiene una cosa muy divertida: es un libro que ha tenido muy buena suerte –una que a lo mejor no merezco– que ha sido traducido a muchísimas lenguas. En inglés y checo es un libro de cuentos y en francés y alemán una novela. Es un libro con el que tuve la fortuna de clavar una bandera en un lugar que no estaba nada claro. Pero para mí es una novela. También Hipotermia es el libro en el que finalmente aprendí a escribir con libertad.
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En la búsqueda que haces en tus libros, ¿hay un hilo conductor que vincula tu trabajo como novelista y tu postura como crítico o ensayista?
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Todo es exactamente lo mismo. Me habría encantado tener los huevos de decirte que Valiente clase media es una novela. Es lo que habría hecho Martín Luis Guzmán. Él decía que La sombra del caudillo eran sus memorias y El águila y la serpiente su novela. Hay esta idea del escritor del siglo XX, muy pasada de moda, que tira verdades. Eso no me interesa de ninguna manera. En mi caso hay una definitiva continuidad entre la crítica y la literatura que escribo. No hay una diferencia sustancial en el placer que me produce leer, el placer que me produce escribir ficción y el que me produce escribir crítica. Todo al final está unido por una relación hedonista con la realidad y con el lenguaje.
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Tenemos que poner el pollo en la mesa, pero el mundo de la literatura es el mundo del placer. Dan las 6 de la tarde y todo se puede ir a la mierda y tú pones un disco y te sientas a leer. O a las 6 de la mañana, cuando todos están dormidos todavía (mis hijos, que son tan demandantes, la realidad, el correo electrónico…) leo el New York Times con un placer infinito durante una hora… mi relación con la literatura es precisamente esa: es el espacio que está robado de la vida. Ahí entra la crítica, el ensayo, la lectura y la escritura. Todos son formas del arte, de un espacio en el que somos más libremente.
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*FOTO: “Todo lo que escribo es una invitación a ser una rata de biblioteca. El lenguaje es mi heroína”./Educal/ Alejandra Ugarte Bedwell.
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