El libro para armar de Damián Ortega
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Con motivo de la aparición de Damián Ortega. Módulos de construcción. Textos críticos (FCE, 2017) presentamos esta entrevista en la cual el autor de Cosmic Thing recuerda sus orígenes como monero, su salto a la escultura y las razones que lo llevaron a fundar Alias, la editorial que publicó los libros que necesitaba leer
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POR GERARDO LAMMERS
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Alguna vez Damián Ortega (Ciudad de México, 1967) quiso ser pintor. Soñaba con ser muralista como Siqueiros, Rivera u Orozco. En lugar de eso, al terminar la preparatoria Ortega decidió que no iría a la universidad y se hizo monero (aunque también podría haberse hecho mecánico o carpintero o electricista). Incursionó en el cartón político y también en la historieta. En ésas estaba, hacia fines de los años ochenta, cuando, agobiado por una crisis, fue a tocarle la puerta a un conocido suyo, vecino de Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, de nombre Gabriel Orozco. Ortega, que sabía que el padre de Orozco había trabajado como ayudante de Siqueiros, terminó proponiéndole que armara un taller (el llamado Taller de los viernes) al cual asistirían otros principiantes como él: Abraham Cruzvillegas, Gabriel Kuri y Jerónimo López Ramírez [Doctor Lakra].
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Algún tiempo ha pasado desde entonces y Ortega, que el año pasado cumplió 50, es conocido por sus extravagantes —y al mismo tiempo familiares— esculturas e instalaciones, y también por haber fundado la editorial Alias, dedicada a producir los libros de arte que él en lo particular necesitaba leer en español. Su obra más conocida es Cosmic Thing (2002), una deconstrucción de un volkswagen sedán —un vocho como el que alguna vez tuvo— expuesto en la Bienal de Venecia, pero también hizo, algunos años antes, un Carrito aplanadora (1991) con materiales de desecho, una de sus primeras obras, lo cual sugiere que su noción de taller artístico es de alguna forma muy automotriz.
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Arropado por kurimanzutto, la galería mexicana que también representa a Orozco, Cruzvillegas, Kuri, Doctor Lakra y Daniel Guzmán y que consolidó a este grupo en las grandes ligas del mercado del arte, Ortega conserva el humor y la punzada del monero que fue, pero vinculándose sin prejuicios con los materiales —lo mismo una pila de ladrillos o unas sillas de madera que una mazorca o unas tostadas—, las herramientas y los mecanismos, y con esa curiosidad del que desarma la plancha o el televisor para ver qué encuentra.
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De esto y de varios asuntos más da cuenta el libro Damián Ortega. Módulos de construcción. Textos críticos (FCE, 2017), una compilación del joven filósofo Luciano Concheiro, que incluye ensayos, artículos académicos, notas periodísticas, crónicas y entrevistas, escritos por una cuarentena de colaboradores, así como una selección de obra de Ortega —de quien presentamos la siguiente entrevista realizada en Guadalajara— que incluye, por cierto, algunas de sus prehistóricas caricaturas.
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“No debemos perder de vista algo:”, escribe Concheiro en la presentación, “tal como planteó el mismo Ortega hace poco, ‘los libros son realidad esculturas públicas, puntos de encuentro que transforman la sociedad y su conjunto desde el momento en que hay que cargarlos, transportarlos, distribuirlos o almacenarlos: los libros transforman nuestras vidas, relaciones y, sobre todo, los lugares donde vivimos. Una escultura no es sólo un armatoste gigante; una escultura es todo aquello que transforma el espacio público y privado con su presencia, recurrencia y demás implicaciones’”.
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¿Cuál es la historia del libro?
Fue algo muy natural: Luciano se acercó porque estaba trabajando en su revista [huun] y me pidió hacer una colaboración. Estuvimos hablando de qué proyecto hacer, qué publicar, y en esa conversación empezó a salir la opción de ver qué trabajo había hecho yo como caricaturista. Yo publiqué en algunas revistas y en algunos periódicos, cuando comencé: en La Jornada, en El Universal y más tarde haciendo historietas en la revista Rino. Entonces Luciano, que es curioso y metódico, empezó a articular el libro. Por fortuna la galería kurimanzutto y yo mismo hemos ido haciendo una memoria y un archivo más o menos organizado. Se juntaron, pues, muchos elementos y salió este libro que creo que está bastante fresco por esta diversidad de etapas y de gustos y de intereses y de lecturas.
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Muchos artistas inician dibujando y tú también. Me gustaría que hablaras de ese momento en donde descubres que no sólo puedes ser un monero, que tus materiales no solamente pueden ser la hoja en blanco y la tinta china. ¿Cómo es que se dio esa epifanía en que descubres que puedes ir más allá?
Fíjate que fue una crisis y duró mucho tiempo porque yo venía de una formación que tenía que ver con el teatro político. Mi padre [el actor Héctor Ortega] hacía obras universitarias y mi tío era periodista y tenía una formación tendiente al academicismo, digamos, o a una tradición pictórica. Y yo me dediqué a hacer caricatura y me gustaba mucho, pero sentía que también tenía la necesidad de irme hacia otro lado. Quería ser pintor. Quizá la forma de articularlo era mucho a partir de la idea del muralismo, ¿sabes? Jugar con la idea de arte pictórico, pero también político, teniendo en cuenta que era un medio público, un espacio público. Mi estrategia fue meterme a estudiar pintura, que fue donde conocí a Gabriel Orozco, a quien le pedí que si podía entrar a trabajar a su taller; y por el otro lado estaba yo con El Fisgón, con quien estaba empezando a trabajar en La Jornada, al lado de Manuel Ahumada, de Antonio Helguera, de todo el grupo que publicaba ahí. Fue una crisis tremenda porque no podía congeniar, no agarraba la onda de cómo yo podía juntar ese espacio, ese mundo político y la idea del humor, de la caricatura, del arte, que yo lo entendía de una manera muy solemne, muy formal. Realmente fue difícil y afortunado el momento epifánico, como dices, en que comencé a platicar con Gabriel. “Es muy importante que congenies esos dos mundos, en vez de que te estés dividiendo y fragmentando tú mismo, que unifiques estos dos espacios y empieces a complementar la escultura con la caricatura; que tus caricaturas sean más conceptuales y que tus esculturas sean más humorísticas”. Se hizo entonces un revoltijo muy enriquecedor, muy loco, muy divertido, muy emocionante, Había dos lenguajes y una dualidad personal. Y boom: llegó un momento en que se empezó a batir y a unir todo.
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¿Cómo te hiciste escultor? Quisiera que hablaras de una pieza que considero muy representativa de tus inicios, que es el Carrito aplanadora.
Estábamos haciendo pintura todos en el taller [de los viernes], reflexionando sobre cómo el sistema de producir tenía un contenido, un sentido político: hacer una pintura de caballete, un óleo, implica algo muy distinto a hacerla con vinílica o laca automotriz. Leíamos cosas de Foucault, por ejemplo el famoso libro Esto no es una pipa, y cuestionábamos la materialidad de la obra y el proceso de hacerla. Desechábamos la idea de obligación, de historia. Empezamos a hacer lo que queríamos utilizando los recursos que teníamos alrededor, a nuestro alcance, para, sobre eso, ir transformando las cosas: no esperar a tener el dinero o trabajar para conseguir el dinero para después conseguir una piedra para después… toda una serie de procesos que se volvían represivos, muy estancados. Trabajamos con basura, con objetos encontrados. En aquel momento yo estaba pintando [imagenes de] motores, algo que se articulaba muy claramente con las pinturas de los muralistas: esta idea del futuro, de la máquina, que está muy presente en las obras de Orozco, Siqueiros, Rivera. Y me pregunté: ¿por qué hacerlos en tela?, ¿por qué no hacerlos mejor en lámina?, ¿por qué hacerlos en acrílico y no mejor en laca?, ¿y por qué no mejor empezar a doblar la lámina?, ¿y por qué no mejor torcerla y empezar a hacer objetos? Fue así que empecé a recurrir a los tiraderos, a los deshuesaderos y sacar piezas de los motores.
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¿Por qué trabajar con basura y objetos encontrados?
Porque tenía más que ver más con un sistema de para qué podríamos producir. Lo demás implicaba un dinero que no teníamos. De pronto tenía mucho más sentido sumar toda la energía cultural que tiene un objeto y no estar forcejeando para tener cierta neutralidad, que no existe. Todo empieza a ser mucho más rico cuando empiezas a jugar y a reconocer el lenguaje que tiene un objeto. Fue un boom para todos descubrir el lenguaje de los objetos.
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¿Y el carrito aplanadora?
El carrito aplanadora fue justo eso: encontrar que del plano que estaba utilizando para pintar lo podía yo torcer y hacer un coche. En vez de representarlo, hacerlo directamente: hacer un mecanismo en el que pudiera sentarme y pedalear y echarlo a andar. Fue también una especie de metáfora de un objeto constructivista. Empezaba yo a descubrir a los constructivistas rusos.
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Tu pieza más conocida, si no me equivoco, es Cosmic Thing…
Sí, por mucho. Había conseguido el auto [un volkswagen sedán 1989 color gris] y lo tenía en una cochera muy chiquita y fueron dos chavales que trabajaban en un deshuesadero para ayudarme y en unas horas lo desarmaron todo. Empecé a limpiar las partes, a lijarlas, a pintarlas, etc. Finalmente armamos la pieza en Filadelfia [en 2002]: fue la primera vez. Me lo imaginaba, lo había dibujado, había hecho los trazos, pero fue hasta que llegamos a la sala de exposición donde ya la vi toda armada. Unos meses después iba a ser la Bienal de Venecia [en la que Gabriel Orozco fue invitado como curador de la exposición El cotidiano alterado y en la que participaron, además de Ortega, Jean-Luc Moulène, Jimmie Durham, Fernando Ortega y Abraham Cruzvillegas]. Fue una exposición muy linda, muy contundente. Ahí se presentó y ahí fue como un súper boom. Salió en muchas revistas. Hasta la fecha la siguen montando: va de un museo a otro. Se volvió un punto de referencia muy sorprendente para mí.
Me gustaría que hablaras de la editorial Alias. Tengo entendido que te lo planteaste como un proyecto artístico.
Ocurrió como ocurre con los buenos proyectos [artísticos]: no hubo una planeación. Se fue dando a salto de mata como una improvisación. Empezó de una manera muy genuina: Gabriel Orozco me regaló un libro y me dijo: “tienes que leer porque te va a servir mucho, te va a gustar mucho”. Se trataba de Conversaciones con Marcel Duchamp, de Pierre Cabanne, pero me lo dio en inglés. Entonces yo lo trataba de leer y no podía, me trababa, así que pedí a amigos que me ayudaran traduciendo frases, párrafos (risas), y me fui encajosamente encaramando con cada uno de estos amigos para que me tradujeran una parte. Cuando lo tuve armado de nuevo descubrí que las traducciones contenían bromas privadas, juegos de lenguaje, apropiaciones… y una descontextualización de Duchamp. Me encantó la experiencia y lo publiqué. Luego me di cuenta que había un potencial para poder seguir con eso y fui publicando otros títulos [como por ejemplo Poemas de Francis Picabia; Para los pájaros de John Cage; y Hotel Palenque, de Robert Smithson, entre muchos otros].
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Parte de tu proceso como artista tiene que ver con la autoformación. Has dicho que entiendes el arte más como un proceso: que para ti el resultado final no está en la pieza misma, sino en lo que la pieza puede detonar en el espectador. Añadiría que el juego también es muy importante para ti.
Sí, pues es que, justo: el juego, el humor, son las formas más sanas de aprendizaje. Es como la forma en que conoces y reconoces el espacio cuando vas creciendo: vas experimentándolo a partir de sentir todo el cuerpo, sentir tus movimientos, entrar en las reglas de un juego, de una dinámica de interacción y de interrelación con los demás. Y así vas conformando una identidad individual y social. Creo que esa fue mucho la dinámica de la escuela de donde yo estudiaba de niño [de nombre Kairós, donde su madre trabajaba de maestra]: nos dejaban experimentar brutalmente. Ahora me daría pánico. Pienso que si dejara a mis hijas en una escuela así quizá me volvería loco. Pero aquella fue una escuela en la que nos dejaban solos, nos dejaban no entrar a la escuela, a los salones, perdernos y encontrar esos estímulos para que cada quien genera sus propias dudas y encontrara sus respuestas. Fue una formación arriesgada, hay gente que la sufrió, pero siento que tuve la fortuna de unir algunos elementos. Pero, sí, el arte es un ejercicio de vida y ahí es donde uno está cambiando y organizando qué quiere ser y cómo quiere ser. Es un proceso de aprendizaje en el que uno se va modelando a sí mismo como va pudiendo, con intuición, con deseos y frustraciones; se va automoldeando, tendiendo, rodando o moviendo hacia donde uno más o menos quiere. Y sobre eso ir siguiendo lo que la rueda, la materia y el momento te va dando.
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Me gustaría regresar a los comienzos y preguntarte cómo eran esos tiempos en los cuales pocos apostaban por ustedes.
(Ortega da una carcajada y respira). Fíjate que fue una fortuna haber encontrado a este grupo. Se formó un equipo. Y un equipo aguanta los embates: que te caiga la lluvia y que el pinche marcador esté en contra. El equipo se integra y se produce una ecología interna que se vuelve autosuficiente en el consumo y en las relaciones. Siento que se dio de una manera muy sana. Un hermetismo, que es algo que nos han cuestionado mucho. Pasado el tiempo es como: pinches ojetes elitistas o cerrados o que acaban siendo una cofradía o no sé cuánto, pero cuando estaba el marcador en contra esto fue justo lo que nos ayudó mucho a conformar una metodología y una relación que nos sostuviera aprendiendo y trabajando.
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¿Qué se siente cumplir 50 años?
Se sienten ¡pelos! (risas). De pronto volteo y veo que hay cinco generaciones que nacieron en los setentas, ochentas, noventas, los dosmiles, y que el trabajo que hemos hecho como generación se ha vuelto un referente. Es muy chistoso o muy raro que la gente diga: ¿cómo es antes no se entendía el trabajo de éstos y ahora hay libros sobre ellos y tienen exposiciones? Pero hubo un momento en que estábamos inventando una cosa que no existía.
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FOTO: Damián Ortega fotografiado en la ciudad de Guadalajara en noviembre pasado. / Juan Boites / EL UNIVERSAL
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