El magisterio de Manuel Becerra Acosta
La muerta de Juan Rulfo
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El editor retoma sus experiencias en el periodismo cultural, desde reclamos de la familia de Juan Rulfo hasta malentendidos con sus colaboradores
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POR HUBERTO BATIS
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Recuerdo que Fernando Benítez tenía el don de la cordialidad. Era muy amable con todos los que se acercaban con una propuesta para su publicación en el suplemento sábado del unomásuno. Se los agradecía mucho pero, en cuanto se iban, tiraba los trabajos a la basura. Yo rescaté textos muy buenos del cesto. Él mantenía a sus “estrellas”, como llamaba a Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Luis Cardoza y Aragón, Henrique y Pablo González Casanova, quien fue rector de la UNAM. Entre sus ilustradores estaban José Luis Cuevas y Vicente Rojo.
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Benítez había comenzado su carrera en El Nacional, periódico que dirigió durante el sexenio de Miguel Alemán. Antes había sido colaborador de Revista de Revistas. En 1977 coincidí nuevamente con él cuando asumió la dirección del suplemento sábado del unomásuno, por invitación de su director Manuel Becerra Acosta. Él siempre fue dueño de las primeras tres páginas. A mí me dejaba las trece páginas restantes para “rellenarlas”, como me decía. Muy pocas veces tuve oportunidad de incluir textos de mi predilección en el suplemento, que siempre traté de convertir en algo más vivo. En una ocasión, el ex rector de la Universidad, Pablo González Casanova, me dijo en referencia a su hermano Henrique, quien también era nuestro colaborador, y a Benítez: “¿Cómo puedes tolerarlos?” Yo también me pregunto cómo pude soportar los textos de Pablo: eran soporíferos.
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Fernando Benítez era un gran conquistador. Casi toda su vida fue soltero. Una de las amistades más cercanas de Benítez fue el astrónomo Guillermo Haro, quien lo recibía en el Observatorio de Tonantzintla, Puebla, donde Fernando se dedicaba a escribir con una quietud increíble entre los astrónomos. En una ocasión se le ocurrió llevar a su amiga y protegida Elena Poniatowska. Ahí se conocieron Guillermo y Elena, quienes terminaron casados y con varios hijos.
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Durante una parranda en Puebla, Benítez conoció a Georgina Conde, quien después sería su esposa. Ellos adoptaron un niño indígena, hijo de una empleada de su casa, a quien llamaron Fernando, como su padre. Ese niño me recordaba a Leonardo Da Vinci, quien tuvo el problema de tener dos madres. Varias veces llevamos a nuestras familias a nadar a la casa que José Luis Cuevas tenía en Cuernavaca. Pasamos una época muy alegre, de mucha felicidad. Tenía una alberca preciosa, volada sobre un precipicio. Era una construcción de Mathias Goeritz, quien había vivido en esa casa y la construyó a su gusto. Después se la vendió a Cuevas.
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Pero esto no impedía que en la redacción tuviéramos nuestras diferencias. Él aceptó a mucha gente que yo protegí, como Guillermo Sheridan, Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana. Eran alumnos de las carrera de Letras y de Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Alberto siempre ha tenido un don de gentes delicioso, además de que es muy talentoso.
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Recuerdo mucho un pleito que tuvimos y que se convirtió en una gran dificultad que tuve con Benítez. En una ocasión que me visitaron tuve que salir de mi oficina. En ese momento, le dijeron a Benítez que yo tenía textos suyos “arrumbados en un cajón”. Cuando regresé, Benítez me dijo que les iba a dar la primera plana. Eso me molestó mucho. Margarita se puso a llorar y eso provocó que Benítez se pusiera furioso conmigo. Les dije: “Hagan lo que quieran en el suplemento”, y me fui a ver a Becerra Acosta. Le conté lo que había pasado y me dio la razón. Dijo que Benítez debía respetarme como jefe de Redacción y que no podía humillarme de esa manera frente a los colaboradores. Al final, ellos mismos retiraron sus textos. Con el tiempo volvieron a hablarme. Benítez me aconsejaba que no fuera tan iracundo, pero había hecho mal en no darme mi lugar.
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En enero de 1986 nos tocó la muerte de Juan Rulfo, uno de los amigos más cercanos de Fernando. Ambos vivían en la colonia Guadalupe Inn, sus departamentos quedaban a espaldas uno del otro y ellos se comunicaban con golpes en la pared. Fueron tan cercanos que Benítez presenció la muerte de su amigo. Su familia se molestó porque publicamos un número con fragmentos de cuento, de novela inéditos de Rulfo y que estaban en manos de Benítez. Para detener su reclamo tuvo la idea de ofrecerles un pago, pero se ofendieron más. La familia es muy orgullosa. No deja que utilicen el nombre de su padre. Ahora traen un pleito con la Universidad. No entiendo su actitud. Siempre está tratando de evitar que hagan uso del nombre y los textos de su padre. ¿Qué mal uso se le puede dar en esa feria del libro?
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Cuando Benítez salió del unomásuno se llevó a toda su gente a La Jornada y me dejaron solo. En ese momento abrí el suplemento a colaboradores más jóvenes, no sólo a los autores consagrados. Becerra me pidió que no quitáramos el nombre de Benítez del directorio. Sin embargo, su problema de fondo se llamaba Carlos Salinas de Gortari. Cuando él llegó a la Presidencia les abrió las puertas a todos ellos.
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Después de que Benítez se fue a La Jornada, Becerra me tomó más afecto. Reconoció que había sido leal al unomásuno, aun cuando yo no había llegado ahí por invitación suya sino de Carlos Payán, uno de los que encabezaron la salida de los “disidentes”. Otro de los “cerebritos” de esa conspiración fue Héctor Aguilar Camín, un hombre muy inteligente, pero al que considero un traidor de su amistad con Becerra Acosta.
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El problema de Becerra se llamaba Carlos Salinas de Gortari. Cuando él llegó a la Presidencia le abrió las puertas a los “disidentes”. Hay una foto en la que están con Salinas: Héctor Aguilar Camín, Miguel Ángel Granados Chapa, Carlos Payán, Humberto Musacchio y Carmen Lira.
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FOTO: Después de su salida del periódico Excélsior, en 1977 Becerra Acosta fundó el unomásuno al lado de importantes colaboradores, entre ellos Fernando Benítez.
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