El mecenas de Connolly
Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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Un 3 de mayo, Cecil Beaton, el fotógrafo de celebridades (e inventor del género propiamente hablando), recibió una llamada, a la hora del té, que le anunciaba la muerte de Peter Watson (1908–1956), el fallido amor de su vida. Watson –la probabilidad es muy alta– había sido ahogado en la bañera por uno de sus amantes, Norman Fowler, quien no sólo se libró de la sospecha de asesinato, sino heredó el patrimonio de su víctima y murió, él también, ahogado en la tina, pero en las Indias Occidentales. Tal parece que sir Norman Watson, hermano mayor del finado y especialista en deportes de invierno, dio por buena la tesis de la muerte por infarto, para evitar el escándalo que provocaría el pleito fatal entre homosexuales.
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Peter Watson hizo de Beaton su títere mientras iba y venía con él de Londres a París y de Callais a Nueva York, sosteniendo un matrimonio blanco donde quien se dejaba amar jamás consintió el sexo. Este aristócrata pálido y afantasmado, un verdadero dandi, sólo publicó un artículo sobre Joan Miró en Horizon, la revista de Cyril Connolly que patrocinó entre 1940 y 1950, reunió una portentosa colección de arte moderno que le fue robada por los nazis en París y sin su desinteresado sustento las carreras de Igor Markevitch, Lucian Freud, Stephen Spender, Michael Tippett, Paul Klee y Truman Capote (algunos sus amantes, otros no) no hubieran sido lo que fueron, tal como lo cuentan Adrian Clark y Jeremy Dronfield, autores de Queer Saint. The Cultured Life of Peter Watson, Who Shook Twentieth–Century Art and Shocked High Society (Metro, Londres, 2015). El libro es serio, sus editores no lo son tanto. Ese título, tan comercial, corresponde en poco o nada a la discreta vida de Watson, quien si bien nunca ocultó su homosexualidad tampoco hizo de ella materia precursora de los actuales estudios de género de esa naturaleza, vindicativos y amargos.
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Eton, el colegio donde estudió, junto a Connolly y a Edward James (el surrealista de Xilitla), todavía era en los años veinte, más eduardiano que vanguardista, exponente de esa homosexualidad a menudo transitoria tan peculiar de aquello que va a dar a Oxbridge. A lo largo de esta biografía, sólo en una ocasión leemos una discusión (o más bien un monólogo) donde Spender, bisexual, le explica las ventajas fisiológicas del sexo con mujeres a un abúlico Watson. Como algunos otros intelectuales británicos, a Watson, la mujer que más le interesó fue Sonia Bronwell, quien se casó con Orwell, la firma estrella de Horizon, tres meses antes de su muerte, movida por el repugnante deseo de hacerse de la herencia del brillante polemista o de un complejo de Florence Nightingale, igualmente sospechoso. En un momento de desesperación, Connolly trató de casar a una de sus exesposas con Watson, quien no se dejó intimidar.
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En la sombra, Watson financió Horizon en uno de los momentos más emocionantes del siglo, cuando parecía que Inglaterra sucumbiría, sola, al Blitz hitleriano. Justo en el momento en que nadie creía necesaria una revista literaria, Watson y Connolly la encontraron imprescindible. Y no les faltó razón. La modestia de su presentación (Virginia Woolf la encontró vulgar) y su disciplinado sometimiento a la restricción militar de papel, llenó sus páginas con artículos y poemas a los mejores escritores del mundo (de Mary McCarthy a Octavio Paz, pasando por los de la Francia contraria al régimen de Vichy). Tiempos aquellos en que de las mochilas de los soldados caídos en el continente, se rescataban un pedazo de chocolate, una carta a la familia, la foto de la novia y un ejemplar de Horizon.
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Como el buen esteta de los años veinte que era, Watson quiso combatir en una guerra. Se presentó a filas y fue rechazado: su aspecto espiritifláutico o la agudeza del médico militar en turno, quien quizá lo reconoció, tomó la decisión de que la trinchera de ese súbdito estaba en Horizon y no en el frente. Mientras Connolly hacía guardia en la defensa antiaérea y revisaba galeras al mismo tiempo, el noble Watson, abrazado de alguno de sus exóticos amantes, despreciaba las estampidas hacia los refugios, diciendo, desdeñoso, que prefería que los alemanes lo mataran en la cama. Sabía de lo que hablaba, pues la aristocracia británica se nazificó durante los años treinta, al grado que cuando una inglesa se casó en secreto, en la casa de Goebbels y con Hitler como testigo, con Oswald Mosley, el jefe de los nazis de la isla, la escritora Nancy Midfford, su propia hermana, la denunció. Watson había gozado de los placeres uranianos de la República de Weimar y asiduo a los prostitutos de Baviera, vio salir de allí, también, al nacionalsocialismo.
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Watson, a quien el Guernica convirtió en un hombre de izquierda (con frecuencia más radical que su colega y empleado, Connolly, “enemigo de la promesa”, ya se sabe), fue interrogado en 1951 por el M15, cuando los dobles agentes Burgess y Maclean se esfumaron, apareciendo sanos y salvos en Moscú. Sus biógrafos ignoran por qué el expediente de Watson, en particular, fue destruido. Como Spender, su colaborador en Horizon, Watson optó en la postguerra, contra la Unión Soviética, como buena parte de la izquierda heterodoxa que frecuentaba (lo cual no le impedía tomarse sus capuchinos con Visconti en Milán o quejarse de la devoción de Connolly por Evelyn Waugh, ese “fascista católico”, según Watson) y animó Encounter, la revista financiada por la CIA, la cual heredó a buena parte de los colaboradores de Horizon.
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Aunque el quinquenio de la victoria fue acaso el más brillante de Horizon, abierta al existencialismo francés en boga y condecorada como símbolo de resistencia cultural, Connolly, urgido de hacer esa obra maestra que justificara su destino de escritor, promovió, contra la opinión de Watson, su cierre. “Misión cumplida”, le dijo. El empresario y mecenas buscó sin éxito a alguien que sustituyera a Connolly pero nadie se sintió cómodo en esos zapatos. Watson se conformó con el Instituto de Arte Contemporáneo, que él mandó fundar y proveyó.
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Beaton, uno de los grandes chismosos de la historia, pese a su desolación por la muerte súbita, relativamente joven, de su amor contrariado, no se abstuvo de criticar el mal gusto de la familia Watson. Vaya, ni el féretro le hubiera gustado a Peter, dijo el alma de Vogue, ganador de tres óscares por mejor vestuario. Pero por estar en el fondo de la iglesia, el frívolo Cecil Beaton no vio llorar al refinado Cyril Connolly. Enterarse de esas lágrimas fue su consuelo, escribió.
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El presunto asesino estaba en la ceremonia.
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*FOTO: Además de ser mecenas de varios intelectuales de la época, Peter Watson reunió una nutrida colección de arte que incluía piezas de Miró, Klee y Picasso. En la imagen, retratado por Lucien Freud.
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