El menospreciado género lírico ligero
IVÁN MARTÍNEZ
Que el teatro mexicano es el mejor que se hace en el mundo hispanohablante es un juicio que cada vez se escucha más entre críticos, públicos y comentaristas.
Aunque eso no quiera decir que todo lo que se hace en México esté al mismo nivel o sea garantía de resultado artístico, e incluso aceptando que quien lo dice se refiere a una generalización de la cartelera que goza la ciudad de México, es indudable que sí: entre las artes escénicas, el teatro es nuestra disciplina, digamos, más saludable; sea en términos artísticos, técnicos, comerciales, o incluso mediáticos.
Quizá por la naturaleza independiente de la mayoría de sus productores, los teatreros chilangos han logrado llegar a una dinámica con posibilidades de cartelera diaria que incluye prácticamente todos los géneros y que los obliga, con calidad y/o riqueza propositiva, a competir por la asistencia del público y su supervivencia financiera; todo ello a diferencia de los espectáculos dancísticos que presenta el cúmulo de compañías residentes en la ciudad, de los conciertos de sus cinco orquestas sinfónicas o la infinidad de grupos efímeros de cámara, y por mucho, del género mayor: la ópera.
Este género, musical por excelencia pero a la vez teatral, la ópera, es la disciplina que peor la lleva en la actualidad. Su oferta, que rara vez llega a sobrepasar un título mensual con cuatro funciones entre lo que presenta la Compañía Nacional de Ópera y los grupos que se atreven a producir, suele ser criticada con severidad por falta de propuesta, poco rigor artístico tanto en lo musical como en lo visual, la rústica y costosa burocracia con que se tiene que mover en el ámbito oficial, y un largo etcétera cuyo diagnóstico, aunque elocuentemente resumido como un “cadáver viviente”, bien vale el análisis completo que el crítico José Noé Mercado ha realizado en su libro Luneta 2.
Sin embargo, sea por su compleja globalidad o por el atemporal prejuicio elitista que le acompaña, históricamente ha sido la más considerada, desde fuera, y la más arrogante, desde dentro.
Con problemáticas aparte que merecerían un análisis paralelo al que Mercado ha hecho de la ópera, el género lírico ligero ha sido alejado cada vez más por esa arrogancia y quedado a la deriva en una delgada línea que separa a la música del teatro, recibiendo de este un afable cobijo que, por otro lado, le ha permitido vivir en la misma dinámica comercial que, en nuestro país, le ha significado un desarrollo constante.
Aunque creativamente estamos muy lejos de acercarnos a iniciar lo que en España sucedió con la zarzuela o en Estados Unidos con el musical, con un solo ejemplo perdurable (Qué plantón, de Memo Méndez Guiú) y un par de títulos del subgénero “de rockola” que ya se exportan, es en términos de producción y cartelera que la ciudad de México puede preciarse de ser la capital de este género en nuestro idioma; su tradición es larga, de las compañías de zarzuela que existieron en la primera mitad del siglo XX y los entrañables montajes de Silvia Pinal en la segunda, a lo producido por Tina Galindo en el Teatro de los Insurgentes en años recientes y los paradigmáticos montajes con que Morris Gilbert ha redefinido la manera de producir teatro musical en español: con el modelo de franquicias traídas desde Nueva York, La Bella y la Bestia en 1997 y Wicked en 2013, que son supervisadas por sus creativos hasta los más mínimos detalles.
Con cada vez mayor rigor en lo vocal e instrumental y equipos humanos más profesionalizados en cada una de las tareas que implica su producción, es como silenciosa, pero merecidamente, este género otrora menospreciado se ha ido ganando no solo la aceptación y el respeto del público y la crítica teatral (la musical, si existe, aún no se acerca), sino también de espacios que, gritarían algunas voces, debieran pertenecer al género mayor: es el caso, en los últimos meses, de la apertura de los dos nuevos espacios escénicos con que cuenta la ciudad de México: el teatro Telcel en la colonia Polanco, grande y equipado con la mecánica teatral más avanzada, y el teatro Milán en la colonia Juárez, mínimo para montajes de cámara pero suficiente para permitir ensambles instrumentales en vivo.
Ambos, coincidentemente, que se han estrenado con dos clásicos del género, de un mismo autor, Stephen Schwartz, y que representan para él inicio y consagración: la pieza con que lo descubriera Leonard Bernstein en 1971, Godspell, y Wicked, que lo consagraría en 2003 y lo encaminaría luego a la ópera.
¿Por qué debería un empresario ofrecer su nuevo teatro a la ópera y no al género “menor”, cuando la única compañía de ópera con capacidades reales de utilizarlo es la oficial y cuenta con casa propia recién acondicionada, el Teatro de Bellas Artes, y la productora que tiene a su cargo el Telcel ha probado desde antes sus capacidades para tener ahí una obra, no solamente clásica y de gran formato en términos formales, sino con todas las garantías de una franquicia que no por comercial deja de ser incuestionable artísticamente?
Si el teatro musical en México sigue sorprendiendo con títulos, riesgo, propuestas, rigor y el talento de nuevas figuras como Jorge Lau, de impoluta constancia vocal y física, o Majo Pérez, cuyo bello timbre y nivel técnico la colocan hoy como la mejor voz con que cuenta la escena teatral mexicana, ¿por qué la ópera y sus involucrados se siguen montando en un falso pedestal en el que, de aquí, solo alcanzan a alumbrarse algunas voces sin un marco que las culmine?
¿Cómo podremos recuperar la brújula?
*Fotografía: Presentación de la actriz Ana Cecilia Anzaldúa en el musical “Wicked”, el pasado 13 de marzo en el Teatro Telcel de la ciudad de México/ Marco Antonio Valdez, Archivo El Universal.