El mercado profundo
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Tal vez porque son puntos de encuentro, los mercados de la Ciudad de México parecen infinitos en sus opciones. Desde tiempos prehispánicos y hasta nuestros días, la actividad de estos recintos, que no se restringe para nada a lo comercial, es y parece que seguirá siendo incesante, no obstante el culto moderno a los supermercados
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POR DIEGO OLAVARRÍA
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Antes que la capital de un país, antes que la ciudad más poblada del continente, antes que un nudo de automóviles, la Ciudad de México era un mercado. Quienes caminan por el Centro Histórico con frecuencia intuyen que el pasado no sólo está alrededor, sino también en el subsuelo: bajo las plazas están los cimientos de templos antiguos; debajo de las iglesias católicas, los restos de pirámides destruidas. Cuando apuntamos a entender nuestro origen geológico, recordamos que nuestra ciudad fue fundada sobre un lago. Pero nada de eso habría prosperado sin los mercados. El mito fundacional de México alega que los mexicas se instalaron en el Valle de México porque un águila se paró en un nopal. Pero si decidieron quedarse aquí, fue porque les resultó buen negocio. Los mexicas eran hábiles guerreros y agricultores pero, más aún, hábiles comerciantes. Hacia 1521, el año en que los españoles llegaron al Valle de México, la Plaza de las Tres Culturas albergaba el que posiblemente fuera el mercado más grande del mundo, el de Tlatelolco.
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En el relato más famoso jamás hecho de un mercado mexicano, Hernán Cortés apuntó que Tlatelolco era “dos veces la ciudad de Salamanca” y que ahí se conseguían “todos los géneros de mercadurías que en todas las tierras de hallan”. Cortés describe joyas, metales, conchas, plumas, aves, animales, xoloescuincles fofos y comestibles; describe hierbas medicinales, miel, ungüentos y otros productos curativos. Entre los vendedores de comida, describe la preparación y venta de “pasteles de aves” y “empanadas de pescado” (quien hoy se come un ceviche en un tianguis de la colonia Moctezuma tal vez no sepa que está participando de un ritual prehispánico, pero lo está).
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Cortés quedó tan impresionado por la abundancia de todos estos productos que se quedó literalmente sin palabras: “en los dichos mercados se venden todas cuantas cosas se hallan en toda la tierra […] que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria, y aun por no saber poner los nombres, no las expreso.”
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Los mercados prosperan cuando se establecen en un cruce de caminos. La transacción comercial es, quizá, el punto medio entre dos cosas. El mercado es el lugar donde los pescadores cambian truchas por maíz; donde los mineros cambian bloques de sal por gusanos de seda; donde unos huevos se intercambian por pan. En otras palabras: el comercio es una alquimia transaccional que permite convertir una cosa en otra muy distinta. Todo eso sucede en el mercado.
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El mercado significó, para los españoles provenientes de ultramar, el primer contacto con la naturaleza del continente nuevo. Entre cantos de pájaros que producían nueva música, el extraño aroma de las tortillas, y el cacareo de los guajolotes, los conquistadores chocaron con un mundo distinto. El mercado supuso una versión condensada del imperio mexica que se extendía del centro de México hasta Nicaragua. La cuadrícula del mercado no sólo era el punto donde se condensaban las relaciones comerciales del imperio –ahí se compraban y vendían plumas de guacamayas chiapanecas, aguacates morelenses, maderas mexiquenses, pagadas con semilla de cacao tabasqueño— sino la naturaleza misma del nuevo país.
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Las ciudades son, históricamente, sitios donde los migrantes se integran al tejido social. Para los millones que a mediados del siglo XX dejaron el México rural para buscar suerte en la capital, los mercados ofrecieron un primer punto de contacto, los primeros empleos: ahí pudieron cargar cajas, destazar reses, acomodar huacales. En las vecindades y las habitaciones baratas de los barrios circundantes encontraron sus primeras viviendas. Las condiciones eran difíciles, pero quienes se integraron a los mercados con frecuencia prosperaron. Impulsados por una economía que durante décadas creció gracias a la explosión demográfica, el espacio del mercado permitía cierto avance social: quien ahorraba e invertía sus ganancias podía dar el salto de cargador a comerciante. Así como ofrecía lecciones económicas, el mercado daba cátedras de cultura: además de enseñarle a los advenedizos a relacionarse, vestir y hablar como chilangos, el mercado permitía una confluencia de las culturas de los rincones remotos del país: en dicho espacio, un norteño podía ofrecer tortillas de harina; un oaxaqueño podía vender mole por kilo; una michoacana podía ofrecer nieves de docenas de sabores.
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Tal vez porque son puntos de encuentro, híbridos, los mercados de la Ciudad de México parecen infinitos en sus opciones. Quien visita uno podrá encontrar piñatas, flores, fondas, panaderos. Podrá encontrar cerrajeros, fotógrafos, peluqueros. Podrá comprar útiles escolares, drogas y hasta servicios sexuales. Podrá consultarse con curanderos que te sanan con fumarolas de copal, con mujeres que leen tu futuro en cartas del Tarot, con hierberos que te administran con goteros de líquidos amargos. Los mercados en la Ciudad de México son lugares para comprar, sí, pero también sitios donde las costumbres suceden con la normalidad de la tradición. Un mercado también es testimonio de relaciones sociales que se tejen no sólo entre marchante y comprador, sino entre todos los que operan ahí dentro. En el mercado la señora de la fonda le compra la carne al carnicero y la zanahoria al verdulero; a las dos y media de la tarde, ambos se dirigen a comer en esa fonda. La red económica potencia la prosperidad colectiva y, naturalmente, la solidaridad: por sus fuertes lazos, un mercado es, en el mejor de los casos, un bastión de poder ciudadano; en el peor, una pieza de una red clientelar o una mafia.
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Quizá en ningún lugar de la Ciudad de México sea más difusa la frontera entre barrio y mercado que en Tepito. Ahí, donde la calle y el bazar diario del mercado son la misma cosa, la colonia es microcosmos y fuente de identidad. Como sucedió con los carniceros de París en el XIX que inventaron su propio caló, el louchébem, Tepito hoy tiene su propio dialecto –el “tepiteño” –, y no faltan lingüistas que lo estudian. El barrio ha llevado su divergencia cultural al ámbito religioso: para quienes adoran a la Santa Muerte, San Judas y Jesús Malverde, Tepito y sus numerosos templos y altares a las deidades oscuras son lo más parecido a una Jerusalén. Como los principados de la Europa medieval, Tepito podrá formar parte de nuestra ciudad en papel, pero sus usos y costumbres —que tienen raíz en el mercado— lo convierten en un bastión rebelde, un ente aparte.
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A pesar de no encontrarse siquiera en el Centro, la heredera contemporánea de Tlatelolco es la Central de Abastos. Construida apenas en 1982 es el mercado mayorista más grande del mundo. De acuerdo con datos del Fideicomiso para la construcción y operación de la Central de Abasto de la Ciudad de México (http://ficeda.com.mx/book/eb_1_inicios.pdf), en dicho lugar se comercian cada año 9 mil millones de dólares; además, lo visitan diario 350 mil personas (el equivalente a “la población de Salamanca”, para usar la unidad de medida predilecta de Hernán Cortés). Casi no hay zanahoria, aguacate o jitomate que llegue a nuestras mesas que no haya conocido las bodegas de este mercado.
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Hace cien años, la idea de un “mercado popular” habría causado extrañamiento. En siglos anteriores éste era un lugar de confluencia comunitaria: ricos y pobres los frecuentaban. Había mercados más elegantes que otros, pero la ciudad no era lo suficientemente grande como para que fueran numerosos. El mercado era un espacio relativamente abierto, pues el comercio jugaba un papel bastante utilitario: quien no acudía al mercado, difícilmente tendría qué comer durante algunos días.
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No fue hasta el siglo XX que los mercados se segmentaron socialmente. En los años cincuenta, con la aparición de los supermercados, la clase media urbana tuvo la revelación de que el sitio donde se compraban las espinacas podía marcar una diferencia de estatus y aspiraciones. Luego de la apertura de los primeros Sumesa y Aurrerá, la clase media se dejó seducir por el modelo estadounidense de las compras con carrito. El supermercado prometía una experiencia más estéril: pasillos relucientes, anaqueles ordenados, precios transparentes. Frente al caos del tianguis, fue fácil para muchos asociar el orden del súper, donde no hay regateos, pilas de verduras podridas, ni gatos callejeros pepenando, con progreso. El supermercado también prometía nuevas formas de comer: los alimentos procesados que aparecieron al mismo tiempo que los supermercados revolucionaron la preparación de alimentos: el ama de casa ya no tendría que perder largas horas deshuesando pollos que salpican de sangre los mandiles, pelando ajos que apestan los dedos, o cortando cebollas que hacen llorar. Preparar el caldo de pollo podía ser tan fácil como abrir una lata de sopa Campbell’s.
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Estos alimentos no sólo eran menos laboriosos, sino también más higiénicos: los procesos de las cocinas industriales mataban toda bacteria (y casi todo nutriente, aunque eso se sabría después). Como resultado, muchos comenzaron a ver con terror al mercado: era un sitio donde pululaban los ladrones, los tacos causaban salmonella segura, las salsas picantes tenían amebas, y donde había que sortear obstáculos y suciedad para negociar con mercaderes deshonestos. El mercado era un sitio incómodo donde uno cargaba sus bolsas del mandado en lugar de llevar sus compras en un carrito. Así, el mercado se convirtió en símbolo del México agreste y pobre con el que urgía marcar distancia. También era, quizá, la manifestación urbana más visible de la raíz prehispánica. Los templos de los mexicas se habían diezmado, y también el idioma. Pero el tianguis seguía ahí, y los marchantes seguían vociferando y ululando como seguramente lo hacían sus tatarabuelos en tiempos de Nezahualcóyotl. Para los mexicanos que ansiaban agringarse, el mercado recordaba que en este país casi todos descendemos de los indios.
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Medio siglo más tarde, los centros comerciales masivos no compiten ya sólo con los mercados, sino con el espacio público: ante el deterioro de los parques y las calles, los centros comerciales intentan posicionarse como sitios para el paseo y la recreación (algunos incluso cuentan con árboles y fuentes, y espacios para tomar café, como emulando las calles de Polanco). Estos centros comerciales de corte contemporáneo se construyen también en barrios populares, donde intentan seducir con la promesa de una modernidad de franquicias globales.
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A pesar de esto, la Ciudad de México tiende al mercado. Como puede atestiguar cualquiera que haya despertado una mañana y descubierto que el teléfono público de la esquina fue reemplazado por un puesto de tortas, la capital mexicana es un campo fértil para el comercio en cualquier parte. Toda esquina es un posible puesto de chicles, frutas o periódicos. El mercado es un ente profundo, es parte del ADN de la ciudad. Cuando compramos un kilo de aguacate o devoramos una garnacha grasosa con salsa en el sobre-ruedas de la esquina, reconectamos con la ciudad perdida que yace abajo de nosotros. Cada que el esqueleto de un tianguis se ensambla, algo cobra vida: un animal cuyas piezas son fierro, plástico y personas. Una versión contemporánea de nuestro pasado.
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FOTO: La Central de Abasto recibe a diario a 350 mil personas, equivalente a la población de Salamanca, unidad de medida usada en el siglo XVI por Hernán Cortés, quien quedó maravillado por los mercados mexicas. Foto: Yadín Xolalpa /EL UNIVERSAL
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