El milagro de Gardiner
POR IVÁN MARTÍNEZ
La de Sir John Elliot Gardiner es una figura, de las pocas en el mundo de la música clásica, que goza del respeto absoluto tanto del melómano tradicional como de aquellos seguidores del movimiento de interpretaciones musicales “historicistas”. Unos han encontrado en él a un director capaz de ofrecer ejecuciones vibrantes al frente de orquestas modernas, lo mismo del repertorio sinfónico tradicional —para muchos a veces exageradas— que de algunas músicas del siglo XX —la de Benjamin Britten, por ejemplo—; y los otros, a un paladín menos dogmático que los ha guiado a descubrir repertorios hipermodernos: me refiero a las dos especialidades de uno de sus ensambles formados por instrumentos de época, Beethoven y Berlioz.
Fue con este ensamble, la Orchestre Révolutionnaire et Romantique, con el que Gardiner se presentó en la ciudad de México para lo que, a decir por quienes llenaron sus dos conciertos en el Palacio de Bellas Artes los pasados viernes 17 y sábado 18 de octubre, quizá haya sido el episodio más atractivo en la cartelera de este 2014.
Ambas citas no sólo fascinaban por la posibilidad de escuchar las ya legendarias interpretaciones de esta orquesta a Beethoven, sino también a su solista, la mezzosoprano Susan Graham, una de las voces más apreciadas entre el público operístico que es también estimada al acercarse a los distintos géneros de canción, como Les Nuits d’été, op. 7, el ciclo de Berlioz sobre poemas de Théophile Gautier que cantó en el primer concierto.
De enorme riqueza y potencia expresiva y una voz que envuelve con su timbre y sus colores, Graham ofreció un canto amplio y extenso en fraseo y matices, dando una lectura muy característica a cada poema, casi actuada, que quizá por lo mismo le haya parecido a este cronista un acercamiento más bien operístico de su parte. No es censura ni simple preferencia; un canto más íntimo sin minimizar su rango expresivo le habría guardado un poco más a su instrumento vocal en este consistente ciclo que fue de más a menos y cuyas dos últimas canciones ya no contaron con la misma fuerza y potencia.
Si ello no demeritó su presencia, menos el realce a la otra lectura, la instrumental: si por algo se prefieren las interpretaciones de este ciclo en su versión orquestal, es por la riqueza de la orquestación y Gardiner brindó una masterclass de texturas, inimaginables en una orquesta de instrumentos tan limitados en posibilidades de color.
Al día siguiente, Graham ofreció dos arias de la ópera La condenación de Fausto, D’amour l‘ardente flamme y Autrefois un roi de Thulé; aunque no son dos incisos que Berlioz haya escrito con la inspiración y la luminosidad del ciclo anterior, fueron presentados con buen canto e interpretación, y un acompañamiento estable pero ensombrecido por los instrumentos obligatti de cada aria (viola y corno inglés, respectivamente), colocados por Gardiner al frente, que no ofrecieron mayor virtud que una pronunciación clara, pero áspera y desinteresada, de sus líneas.
Ese día, la Graham alcanzó a bisar y ofreció, con mucha mayor espontaneidad —y voz—, La isla desconocida, última canción del op. 7.
Como decía, Gardiner ha unido tanto a fetichistas del dogma que llama “historicista” o “informada” a cierta manera de tocar y/o al uso de instrumentos antiguos, como a quienes por diversas razones preferimos una orquesta con instrumentos de mecanismo y diseño moderno; más allá de los timbres característicos, el resultado de esta batuta está más bien atesorado en la sonoridad producida y en la potencia expresiva. En la sorpresa. En el caso de Berlioz, la posibilidad de escuchar riqueza de textura en instrumentos limitados. En Beethoven, sobre todo: su fuerza impetuosa, a veces violenta, de grandes efectos y un robustísimo sonido lo mismo en pasajes pomposos que en sobrios.
El resultado sin embargo es confuso. Si por un lado, el resultado sonoro es apabullante y milagroso, las dificultades expuestas sobre todo en los alientos observan un evidente nivel de descuido técnico de los detalles, que van más allá de problemas que pudieran pasar por la naturaleza de los instrumentos (falta de unidad en el timbre entre los diferentes registros) o por las dificultades de cualquier instrumentista no acostumbrado a manejar su aire en altitudes como la nuestra (imposibilidad de lucirse con grandes frases o el sonido minúsculo del primer oboe).
Me refiero a la Quinta Sinfonía tocada en el primer concierto: a la pronunciación balbuceante y dispar —incluso entre la sección de cuerda— del motivo principal del primer movimiento o al tropezado solo de fagot en el segundo movimiento. O la Segunda Sinfonía, del segundo concierto, con pasajes de afinación incierta en la primera flauta y los cornos.
Por sobre todo eso, me quedo para la memoria con la portentosa Octava Sinfonía que finalizó esta visita: su energía desbordante, el mayor control en los tempi rápidos, tocados velocísimos, unas trompetas sobresalientes que otras interpretaciones suelen esconder y un prodigioso tercer movimiento tocado por sus maderas con la mayor pulcritud.
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