El mito de Tom Cruise
POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA
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Empecemos por lo evidente: si definimos una “buena actuación” como la capacidad de un individuo para transformarse en alguien distinto a su persona, en ser alguien más, el protagonista de Rain Man, Top Gun y Al filo del mañana, entre otros éxitos, es un pésimo actor.
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El único papel que Tom Cruise puede interpretar con solvencia, queda claro, es el de Tom Cruise. Este rango limitado no lo torna en una celebridad intrascendente. Habitar la otredad no es un requisito sine qua non para ser una presencia memorable del universo fílmico. Se podría argumentar, incluso, que la naturaleza camaleónica que caracteriza a lo que comúnmente asociamos con la excelencia actoral es con frecuencia un obstáculo para consolidarse como una estrella cinematográfica. Y eso es precisamente lo que Cruise es: una estrella. La recaudación mundial de las 32 películas en las que el actor ha fungido como protagónico rebasa los 6,700 millones de dólares. A estas alturas, la sonrisa de Tom es tan icónica como Mickey Mouse, el nombre de James Bond o el rostro estoico de Clint Eastwood. La gente le ha perdonado descalabros mayúsculos, como la relación que sostiene con la Cienciología, una secta acusada de explotar económicamente a sus feligreses. Por otro lado, ha trabajado con una buena parte de los grandes directores de los últimos 40 años: Stanley Kubrick, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Brian de Palma y Francis Ford Coppola, por nombrar algunos. Su filmografía podría ser analizada desde una perspectiva autoral, dado que desarrolla temas y subtextos comunes en cada una de las cintas en las que participa. ¿Cómo es que ha logrado construir una personalidad tan consistente de la mano de realizadores tan distintos entre sí?
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La carrera de Cruise se compone de tres etapas. La primera, la de galán juvenil, abarca la mayor parte de la década de los 80. En Negocios riesgosos (1983), una crítica al consumismo de la era Reagan disfrazada de comedia iniciática, interpreta a un adolescente que aprovecha un viaje de fin de semana de sus padres para convertir su casa en un prostíbulo. La cinta es recordada por la secuencia en la que Cruise baila en ropa interior al ritmo de “Old Time Rock and Roll”, de Bob Seger, pero la escena clave sucede después, cuando soborna a un reclutador para poder entrar a la universidad. Es la primera vez que vemos a plenitud la sonrisa de la estrella hollywoodense, el gesto que lo estableció como una figura carente de ironía para la que triunfar era algo casi natural. Repleta de mancebos que bien podrían haber sido reclutados en una sesión fotográfica para Calvin Klein, Pasión y gloria (1986), de Tony Scott, le añadió un elemento fálico a esa personalidad. El mismo título en inglés, Top Gun, descubre una pulsión lúbrica en medio de la glorificación de los aviones de combate. En 1994, en el marco de una aparición en la cinta Duerme conmigo, Quentin Tarantino expondría, a manera de chiste, que Pasión y gloria es sobre la lucha de un hombre para aceptar su homosexualidad. Bromas aparte, lo cierto es que Scott presentó al actor como un galán cuyo carisma sexual sólo era palmario en secuencias que no lo forzaban a interactuar románticamente. Cruise lucía más seductor cuando manejaba una moto o piloteaba un avión que cuando besaba a Kelly McGillis.
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Un histrión conservador hubiera intentado sepultar cualquier rumor sobre sus preferencias al aceptar solamente roles que reafirmaran su imagen de macho. El protagonista de Top Gun, en cambio, inició una segunda etapa a partir de la turbulencia sexual. Si bien ya había realizado algunas cintas “serias” (Rain Man, El color del dinero), esta época se distingue por una clara ambición artística. En Magnolia (1999), de P.T. Anderson, interpreta a un gurú motivacional que predica la misoginia y el revanchismo en aras de ocultar un pasado doloroso. La fuerza del despliegue emana de la personalidad combativa de Cruise, y no de una construcción puramente actoral. En Ojos bien cerrados, también de 1999, Stanley Kubrick erosiona la imagen victoriosa de Tom al sumergirlo en un inquietante mar de frustraciones carnales. El director de Naranja mecánica explotó sin escrúpulos el morbo en torno a la estrella y su entonces esposa, Nicole Kidman, pero el lance quedó justificado: si bien no fue recibida con aplausos unánimes en su momento (la gente esperaba una thriller erótico, y no una pieza onírica sobre la inseguridad sexual), el último filme de Kubrick es considerado hoy como una obra mayor.
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A principios de este siglo, Cruise participó en algunas cintas como invitado especial (Tropic Thunder, La era del rock, Leones por corderos), le dio un giro oscuro a su carácter disciplinado en Colateral e intentó ser samurái (El último samurái). También fue nazi con conciencia (Operación Valkiria) y padre vulnerable (La guerra de los mundos). No obstante, la faceta más convincente –la tercera etapa de su carrera, pues– es la que lo presenta como héroe invencible. El mejor Cruise es el que corre como campeón olímpico (Minority Report) o prescinde de dobles para realizar acrobacias que envidiaría el mismísimo Buster Keaton. En la quinta entrega de la saga de Misión Imposible, el rostro más visible de la Cienciología resucita literalmente en una cueva, sobrevive mil peligros y provoca una adoración platónica en sus contrapartes femeninas. La espía británica (Rebecca Ferguson) no quiere besar a Tom, sino abrazarlo como María Magdalena lo hizo con Jesús. Su personalidad es la de un ser mítico (“la viva manifestación del destino”, en palabras de Alec Baldwin). Cruise, quien antes de querer ser actor estudió en un seminario franciscano, se ha erigido como el mesías que siempre quiso ser. Todo esto a los 53 años de edad. No es un mérito menor.
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*FOTO: Top Gun (1986) significó la consolidación de Tom Cruise como uno de los actores más exitosos de la industria hollywoodense/Especial.
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