El Montaigne de Santiago de Chile

Ago 27 • destacamos, principales, Reflexiones • 6542 Views • No hay comentarios en El Montaigne de Santiago de Chile

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Al leer a Merino padezco de serias dudas. Es un solo escritor pero tiene esa capacidad, cuya culmen está en Pessoa, de desdoblarse en varios autores aunque en su caso firme sus poemas, ensayos y crónicas con su nombre, supongo, único y verdadero, el de Roberto Merino nacido en 1961 en Santiago de Chile. Por un lado, su personaje, que debe ser bastante parecido a la persona, coligo o imagino, pareciera corresponder al de esos escritores franceses que tras la leyenda de Baudelaire dejaron de ser flâneurs para convertirse, modestamente, en peatones, como Léon–Paul Fargue, nada menos que “el peatón de París”.

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El flâneur se descubre a sí mismo distinto a la multitud y la encara. El peatón es el peatón, indistinguible de sus congéneres salvo cuando, como leemos en Pista resbaladiza (Universidad Diego Portales, 2014), la ciudad se despuebla por las vacaciones o los días feriados y aparecen obsolescentes tipos extraños y a la vez convencionales a los cuales el vacío les da, por fin, contorno e identidad pero una vez que la multitud regresa, desaparecen otra vez. En fin, conocida por allá, es la figura literaria de Merino como cronista de Santiago de Chile, autor de Barrio República. Una crónica (2014 también en esa casa editorial santiaguina) que empieza por ser un registro de aquella ciudad hace un siglo y termina  siendo una recapitulación de cómo se fue agrietando la dictadura de Pinochet.

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Pero de ser sólo un cronista, la lectura de Merino quedaría circunspecta a sus consumidores naturales, los letrados locales y a algún aficionado a la literatura chilena como yo. Leyendo (a diferencia de los míos, ninguno de sus textos comienza con un gerundio) a Merino y su Pista resbaladiza, se me ocurre que pocas veces un libro retrata tan bien las fobias y las alegrías de una generación, la nuestra (pues sólo soy un año mayor que él) que el suyo. Digamos, para empezar, que Merino es un “solitario–solidario”, fórmula eficaz cuya invención se disputan varios ingenios latinos. Vive solo pero busca el ruido del mundo, el cual lo enerva, como es natural, pero acaba por reconciliarlo consigo mismo. Abundan en sus crónicas tan simétricas como lo exige, supongo, el formato periodístico, “paisajes del alma” (Unamuno) en clave estoica que siento muy propios o podría yo achacar a varias de las personas queridas de mi entorno. Con Enrique Lihn (a quien le dedicó unos Ensayos biográficos en 2016 publicados, otra vez, por la Universidad Diego Portales), Merino atribuye a la adolescencia no sólo la fatal escritura de “poesía decrépita” sino el ser la única época de la vida en que se toman las que después llamamos pomposamente “decisiones existenciales” drásticas pues tanto los niños como los adultos somos creaturas más morosas y contemplativas.

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Al cronista Merino le interesan menos las calles de Santiago, desde la que dificultosamente se aleja rumbo a un campo asocia por él y con disgusto, a una chilenidad esencial, que la épica de la enfermedad en Lihn o en Susan Sontag; su propia tensión no resuelta entre dispersarse o ejercer la impostura; su afición a los remedios médicos psiquiátricos contra el insomnio y la depresión (enfermedad malbaratada por la cháchara de quienes no la han padecido) tan escandalosos para los amigos voceros de terapias alternativas comprobadamente ineficaces pero políticamente correctas; su creencia en que pocas cosas interrumpen tan radicalmente las convenciones de la llamada realidad como un buen partido de futbol; la convicción, suya y de Cioran, de que sin la posibilidad dificultosa del suicidio no seríamos nunca seres libres o su horror a un país infernal donde  toda la ciudadanía, obedeciendo a la promoción estatal de la lectura, llevase consigo su Mallarmé. Comparto casi todas las convicciones de Merino. Discrepo de su fobia contra las películas adoradas durante la juventud, a las que recomienda no volver para esquivar la decepción, como deben evitarse a toda costa, dice, los amores venidos del pasado. Yo pienso que ambas formas de nostalgia vivifican y envanecen.

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Cuando aparece Cyril Connolly, en la página 71, dictamino: no sería suficiente con meter en una cápsula del tiempo Pista resbaladiza como muestra de cómo vivíamos los cincuentones en el 2016. Merino, prosigo, es algo más, un surtidor sapiencial encuevado en Santiago de Chile y acaso el Montaigne de aquella ciudad por la cual (“arquitectónicamente” diría algún ser de los que él evoca) han pasado y pasan y seguirán pasando todas las personas que amo y he amado. Con una sola excepción. Todos contra el turista, con Connolly y unos pocos elegidos, como el propio Merino, con los viajeros inmóviles, según la taxidermia de Vila–Matas.

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Imagen memorable la de Merino cuando dice que el torturado insomne es lo más parecido que hay a un inofensivo fantasma. Apruebo su discreta misoginia, ejercitada en variados asuntos. El más periodístico, su comparación entre los anuncios masculinos y los femeninos en las páginas de ligue en la red. Ellos buscan conversación, sexo y ternura. Ellas, según Merino, alejan de inmediato a “los perdedores” y exigen machos arquetípicos con todo su arsenal de salvajadas. Poca cosa para el escritor chileno, quien piensa, como Camille Paglia y los prerrafaelitas, que sólo la mujer lleva, inocente y respetable,  el aura erótica de la verdadera “alegría trascendente”.

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Mañana nunca será otro día. A eso llega Roberto Merino en Pista resbaladiza: “lo que me pasa hoy es corolario de lo que hice ayer, y que por lo tanto puedo estar seguro de que las estupideces de hoy se convertirán en el peso de la vida de pasado mañana”.

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FOTO: Barrio República. Una crónica (2014), de Roberto Merino, empieza por ser un registro de Santiago de Chile y termina siendo una recapitulación de cómo se fue agrietando la dictadura de Pinochet. / Héctor Yáñez. El Mercurio GDA

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