El motor de la hipermodernidad

Jun 17 • destacamos, principales, Reflexiones • 1216 Views • No hay comentarios en El motor de la hipermodernidad

 

Defensa de la modernidad es el último libro que escribió el sociólogo francés Alain Touraine, quien falleció el pasado 9 de junio. Por cortesía de Siglo XXI, presentamos un fragmento

 

POR ALAIN TOURAINE

Introducción general

¿Suscribiremos la idea de que las ciencias sociales tienen por función revelar las leyes que gobiernan la conducta, colectiva o individual, de todos los seres humanos? Por lo demás, ya antes aceptamos —y con qué entusiasmo— que las ciencias naturales dominan, particularmente desde Darwin, la dimensión teórica de la exploración de sociedades y civilizaciones; conforme aceptábamos esto, nuestras ciencias y técnicas fueron transformado el mundo, y el avance del conocimiento parecía abrir el camino de la libertad, e incluso también el de la democracia: ¡oh, alianza venturosa entre las leyes de la naturaleza y los derechos humanos!

 

Pero… ¿acaso fue más que una efímera ilusión? Muy pronto la crítica al maquinismo y al capitalismo nos mostró que ahí donde veíamos un reino del progreso, prevalecía el imperio de la ganancia. Y, justo cuando la civilización industrial se proyectaba desde el extremo de Europa donde nació (las islas británicas) y se extendía por Alemania, Japón, Rusia y, sobre todo, por Estados Unidos; justo cuando las libertades adquiridas parecían por fin erradicar la servidumbre, los nuevos poderes, ya no absolutos sino totalitarios, transformaron esa Alemania —que estaba a la vanguardia de la ciencia y de la lucha social— en un sistema de exterminio, y medio siglo después crearon, en nombre del movimiento obrero internacional, otro sistema totalitario que conduciría a la inmensa China hacia la violencia del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural, cuyo verdadero objetivo fue consolidar el poder personal de Mao Zedong.

 

Hoy el mundo está dividido en tres zonas: primero, la zona dominada por un capitalismo marcadamente financiero y cada vez más globalizado, donde el poder se concentra en las manos de unos cuantos multimillonarios, los hyperrich; luego, la zona de los regímenes autoritarios y totalitarios, dominada por el nacionalismo, y finalmente la zona de los movimientos y los regímenes comunitarios e identitarios, cuya pasión más intensa es el odio al otro. Ahí donde las esperanzas y los movimientos democráticos habían logrado consolidarse, ahora se extiende la incertidumbre, el desasosiego y la confusión; por doquier se difunde la idea de que no hemos sabido respetar las leyes de la naturaleza y, en consecuencia, nos hallamos frente a una inminente catástrofe ecológica. Mientras esto ocurre, decenas de millones de migrantes y refugiados bordean carreteras y cruzan mares, víctimas de la persecución y la miseria.

 

Se reduce rápidamente el espacio entre un mundo en el que los economistas, por un lado, y los activistas revolucionarios, por el otro, quieren convencernos de que todo está supeditado a las leyes del capitalismo, y otro mundo en el que triunfa la arbitrariedad de algún poder político, militar o religioso.

 

¿Será que ha llegado el momento de rendirse, de abandonar toda ilusión y aceptar que habitamos el mundo que vaticinó George Orwell? ¿Será que sólo podemos albergar la esperanza de que las ciencias naturales, acaso por su indiferencia a los juicios de valor, a las creencias y a las tradiciones, nos descubran que la complejidad y el azar ofrecen mejores oportunidades que los absolutos ideados por los hombres cuando se creen dioses?

 

2

Como tantos otros, he dedicado muchos y muy prolongados esfuerzos a nadar contra la corriente, a admirar con pasión a aquellos y aquellas que defienden los derechos frente las leyes, las libertades frente a los poderes, la investigación frente a la prohibición. Sin embargo, debo decir que tal vez no habría encontrado la fortaleza para apuntalar mis convicciones y reafirmar mis esperanzas, a pesar de los obstáculos encontrados en esta parte del mundo donde vivo, si no hubiera escuchado la voz moderada pero firme de Joseph E. Stiglitz quien, de libro en libro, de informe en informe, se convertiría en el más influyente y respetado premio Nobel de Economía.

 

Sin duda, las palabras que voy a citar no se me habrían ocurrido si me encontrara sometido bajo un poder totalitario, bajo la persecución religiosa o bajo cualquier otra forma de ejercicio arbitrario de poder. En cambio, mi principal adversario, el que pretende constantemente, aunque sin violencia declarada, reducirme al silencio como sociólogo, es la idea de que nuestras situaciones y acciones están dominadas por las leyes de la economía y que, en consecuencia, este interés apasionado que siento por los seres humanos como actores de sus vidas, de su historia, de sus movimientos sociales y de su democracia, esta pasión que me hizo trabajar incansablemente (cuando viví la liberación de París, cuando abandoné la Escuela Normal Superior para trabajar en las minas del Norte o, finalmente, como sociólogo a lo largo ya de veinte años), no sería más que un pretexto para divagar entre ilusiones.

 

Precisamente porque el adversario que con más constancia enfrentaba no era una dictadura sino un pensamiento dominante, sostenido lo mismo por la izquierda que por la derecha, al abordar la redacción final de este libro —que representa una meta de mi vida— me he decidido a luchar contra ese determinismo económico, y para ello remito al lector a las palabras de Joseph E. Stiglitz. Quiero reproducir aquí sólo unas líneas de la sexta parte de su libro de 2015, traducido inmediatamente al francés como La grande fracture. Les sociétés inégalitaires et ce que nous pouvons faire pour les changer [edición en español: La gran brecha. Qué hacer con las sociedades desiguales, Taurus, 2015]. Quisiera que se prestara atención a la modestia explosiva que las inspira: “A lo largo del pasado año y medio, The Great Divide —la serie de artículos de The New York Times para la que he ejercido de moderador— también ha presentado una amplia gama de ejemplos que socavan la noción de que exista realmente ninguna ley fundamental del capitalismo. La dinámica del capitalismo imperial del siglo XIX no tiene por qué ser extensible a las democracias del XXI. No tenemos por qué tener tanta desigualdad en Estados Unidos”.

 

Un par de párrafos más adelante, añade, aún con el tono de quien presenta evidencias: “Si no han sido las leyes inexorables de la economía las que han conducido a la gran brecha estadounidense, ¿qué ha sido? La respuesta más directa es: nuestras políticas. La gente se aburre de oír la historia del éxito escandinavo, pero lo cierto es que Suecia, Finlandia y Noruega han tenido todas éxito en lograr tanto crecimiento per cápita como Estados Unidos, o incluso más rápido, y con un grado de igualdad mucho mayor”.

 

Después de subrayar con vehemencia cómo los actores políticos, económicos y fiscales golpearon con extrema violencia a las clases medias y especialmente a los jóvenes, concluye la sexta parte de su libro con las palabras que ahora reproduzco: “Hemos localizado la fuente del problema: desigualdades políticas por un lado, y políticas que han mercantilizado y corrompido nuestra democracia por otro. Sólo una ciudadanía comprometida puede luchar para restablecer otro Estados Unidos más justo, y sólo podrá hacerlo si entiende la profundidad de este reto y sus dimensiones… La desigualdad cada vez más extendida y profunda que padecemos no está impulsada por leyes económicas inmutables, sino por leyes que hemos redactado nosotros mismos”.

 

Puesto que tantas voces de izquierda y de derecha intentan imponernos la idea (falsa) de que hay leyes inmutables que dictan nuestro comportamiento económico y social, he querido comenzar por invocar, antes de presentar mi propio trabajo, el testimonio de un gran Premio Nobel de Economía. A continuación, hablaré por cuenta propia y explicaré por qué, por segunda vez en mi vida, relaciono mi confianza en la acción humana —y particularmente en la acción social y política— con la palabra modernidad (véase Fayard, Crítica de la modernidad, FCE, 1994).

 

3

Si Joseph E. Stiglitz ha podido compartir con tal sencillez la llave que le permitió liberarse de la prisión en la que nos encierran los que creen en las leyes naturales de la economía, es porque no hay otra: como reconoció de manera espontánea (y, de nuevo, valiéndose de una demostración sustentada en evidencias), la respuesta es la Historia. Ésta revela un mundo creado, constantemente transformado e incluso, a menudo, destruido por nosotros mismos, y nos permite descubrir que nuestra naturaleza consiste precisamente en la creación de la historia: sin dejar de ser creaturas naturales, también —y sobre todo— somos creadores de nosotros mismos, de nuestras transformaciones y de nuestra historia.

 

No pretendo que exista una naturaleza común a todos los seres humanos: por el contrario, afirmo que hay cierto tipo de sociedades, que llamamos modernas, que se distinguen de otras, que llamo sociedades de orden o sociedades ahistóricas. Estas últimas operan según reglas elementales y constantes, y son incluso capaces de remplazar la historia con relatos y con mitos, mientras que las primeras, las sociedades modernas, son aquellas que no consumen todos sus recursos sino que ahorran una parte de ellos y, así, acumulan, invierten y mejoran su capacidad de producción, pero, al mismo tiempo, multiplican los motivos de conflictividad interna por la apropiación y el uso del capital acumulado e invertido.

 

Con esto, en pocas palabras y sin la intención de una formulación teórica, presento la esencia de lo que expondré a lo largo de la primera parte de este libro y que me servirá para deshacerme —ciertamente con menos elegancia y rapidez que Stiglitz— de todas aquellas formas de determinismo a las que tantos ingenios peligrosos han querido encadenar el comportamiento humano. Debido a que las prácticas creadoras de la historia desechan la idea de una naturaleza humana creada por un Dios todopoderoso, esta visión de las sociedades modernas nos libera de ilusiones religiosas; debido a que los conflictos sociales primarios —que enfrentan a los poseedores contra los dependientes— se transforman con las formas de la misma civilización material, debemos liberarnos de ilusiones económicas y políticas; finalmente, debido a que la modernidad es, ante todo, historicidad y cambio, debemos también liberarnos de la ilusión de que nuestras conductas deben acomodarse a las permanentes exigencias funcionales de la vida social, como pretenden hacernos creer las sociologías conservadoras que Estados Unidos, feliz vencedor de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría, ha intentado expandir por todo el mundo.

 

No hay casi nada que agregar a la perspectiva de esta triple liberación, excepto la satisfacción de reconocer que el mundo de la acción social —es decir, el mundo de la libertad, la creatividad y la modernidad— se define por la interdependencia absoluta de estos tres componentes: la creación y transformación de una civilización material; la representación, asociada a esta práctica, de una conciencia de la creatividad en una sociedad definida por lo que aquí denomino “su historicidad” y, finalmente, la conflictividad central, que opone a los que poseen contra los que no poseen según diversas modalidades (culturales, sociales o económicas) en cada etapa de la modernidad.

 

Se trata de un vuelco completo de perspectiva: mientras que la acción social se nos presentaba como dependiente de una situación económica y una cultura (es decir, una concepción del mundo), así como de un poder social y político, nosotros plantearemos aquí, por el contrario, que la interdependencia entre la civilización material, la conciencia humana de su creatividad y un modo de dominación social y conflicto, constituye el mundo de la acción que las sociedades modernas ejercen sobre sí mismas y sobre su entorno.

 

Podría cerrar aquí esta introducción y proceder, sin más, al análisis más extenso que constituye nuestro esfuerzo por refundar el conocimiento de la vida social, pero ello implicaría ir demasiado rápido para el tipo de sociólogo-historiador que soy. Quisiera, más bien, solicitar aún la atención del lector para dar respuesta aquí a dos preguntas posibles.

 

La primera es: ¿por qué denominar sociedad hipermoderna a la sociedad cuyo advenimiento pretendo describir en este libro? Incluso quienes admiten el razonamiento que acabo de proponer (con el apoyo moral de un renombrado economista) no encuentran en estas ideas generales una respuesta satisfactoria a las preocupaciones actuales sobre las crisis de la sociedad industrial, de la modernidad y, en especial, de la democracia. Cuando leemos el libro de Stiglitz, podemos apreciar cómo él mismo entra en evidente conflicto con quienes hablan de “crisis de la modernidad”, de “sociedad posmoderna” o, incluso, de “sociedad líquida”, como propone llamarla Zygmunt Bauman.

 

La segunda es: ¿deberíamos temer la caída o el estallido en la posmodernidad?, ¿por qué la hipótesis de la hipermodernidad me parece más digna de crédito?

 

La primera de estas preguntas es, evidentemente, la más importante; ya no se trata de definir una noción muy general como la de modernidad, sino la naturaleza exacta de la sociedad en la que estamos ingresando al abandonar la sociedad industrial. Ahora bien, no es muy difícil proporcionar esta definición: a diferencia de las etapas anteriores de la modernidad —las sociedades que llamamos religiosas y que se correspondían a una civilización material agraria, o las que llamamos jurídico-políticas y que correspondían a una civilización material mercantil, o las que llamamos técnicas y que se vieron impulsadas por la civilización industrial de la que estamos saliendo ahora (al menos en los países que pueden definirse como industrializados)—, la nueva sociedad y, en términos más amplios, también la civilización hipermoderna, se definen por su “plena y directa” conciencia de sí, como autotransformadoras y creadoras de sí mismas. Es por ello que su objetivo principal y directo es la creación de creatividad y no sólo creación de medios técnicos, políticos o culturales para esa creatividad.

 

La sociedad hipermoderna, repito, produce antes que otra cosa, y a diferencia de las sociedades que la precedieron, creatividad. Por ello, lo que llamamos, en términos generales “educación” debe ocupar en la sociedad hipermoderna el lugar central y privilegiado que ocupaba el sector industrial en la sociedad anterior.

 

Se trata de un vuelco de perspectiva que ya hemos completado en el plano teórico y del cual deriva una consecuencia tan importante que es imprescindible mencionarla desde ahora: en la sociedad hipermoderna el poder ya no es sólo político y económico, como en la sociedad industrial, sino también cultural, pues las comunicaciones se han convertido en la información que transforma las conductas, actitudes y representaciones, los proyectos y los estilos de vida. Esto obliga a los movimientos y a las fuerzas políticas que pretenden resistir los poderes totales que se multiplican por doquier, a actuar con una perspectiva global y defender no sólo derechos particulares (políticos, sociales o culturales), sino al sujeto humano en sí, como sujeto que es, con sus derechos fundamentales (cuya breve lista repetiré a menudo en este libro: libertad, igualdad, dignidad). Esta exigencia desplaza el foco de la vida social y política: no se trata sólo de defender intereses, sino de hacer valer derechos fundamentales. Éste será el tema principal de la tercera parte del libro.

 

La conciencia social se convierte, así, en el núcleo de los conflictos que, para la generación previa, parecían organizarse aún en torno a la oposición de intereses económicos. En estas condiciones, y así como los siglos XIX y XX parecían dominados por el conflicto del capitalismo y el socialismo, o así como siglos anteriores habían estado dominados por el conflicto entre la monarquía absoluta y la idea de ciudadanía (como lo demuestran las revoluciones holandesa, inglesa, norteamericana y francesa), podemos decir que el siglo XXI será un siglo de enfrentamientos entre la subjetivación y la desubjetivación, términos que escribo con emoción, pues ya parecen revelar el sentido de nuestras experiencias más profundas.

 

 

FOTO: Touraine falleció a los 97 años en París, Francia. Crédito de imagen: Ibero Puebla

« »