El museo del siglo XXI
POR MARISOL RODRÍGUEZ
Educativo, entretenido, respetuoso, acogedor, informado, balanceado, perspicaz, sensible, incluyente, abierto, atractivo, ético, comprometido, confiable, a la vanguardia tecnológica, influyente, relevante, puntual, local, multidisciplinario, internacional, accesible, turístico, sostenible… El desmantelamiento y re-ensamblaje que el concepto de museo sufrió a lo largo del siglo pasado continúa hasta hoy y acoge tantas ideas, teorías y requerimientos que tratar de definirlos es una tarea no solo colosal, sino invariablemente incompleta. Hecha la advertencia, comencemos un recorrido temático, más o menos cronológico con algún salto cuántico, para comprender el museo del siglo XXI.
Diversión sin exceso
Según el Consejo Internacional de Museos, ICOM, “un museo es una institución permanente, sin fines de lucro, al servicio de la sociedad y abierta al público, que adquiere, conserva, estudia, expone y difunde el patrimonio material e inmaterial de la humanidad con fines de estudio, educación y recreo”.
La introducción del elemento recreativo en esta definición puede rastrearse hasta las llamadas “exhibiciones universales” de las cuales se realizaron 30, entre Europa y Estados Unidos, entre 1851 y 1914 (Según J. Pedro Lorente la primera en presentar objetos de Bellas Artes en 1855 en París).
El Palacio de Cristal de Joseph Paxton, construido en Londres en 1851 para la primera de estas grandes exhibiciones destinadas inicialmente a “mostrar los avances industriales de todas las naciones”, continúa siendo referencial del rompimiento con los antiguos paradigmas industriales y arquitectónicos. La enorme estructura desafió los métodos, materiales, tiempos de construcción y resultados hasta entonces conocidos en la cuna de la industrialización occidental. La creación de Paxton, monumental, desmontable, de vidrio y hierro colado y forjado en vez de ladrillo rojo y cemento, asombró a los más de seis millones de visitantes que durante medio año recorrieron sus salas. Pero más que sorprenderse por los desarrollos tecnológicos y sus aplicaciones industriales a gran escala, los asistentes a las también llamadas “ferias universales” se dejaron seducir por otro potencial de la industrialización: llenar sus hasta entonces inéditos tiempos de ocio con entretenimiento.
Para 1887, Earls Court, también en Londres, contaba ya con un complejo permanente construido ex profeso para albergar una feria universal con atracciones temporales. Representando la tendencia general, en ese año presentó recreaciones de Venecia y sus canales; del lejano Oeste, incluyendo a un auténtico jefe indio y un supuesto pionero americano; y de una aldea africana, para la que se importaron más de 200 miembros de la tribu Zulu.
La guía oficial de la Exhibición Internacional de 1874 en South Kensington subrayaba, casi para sí misma, que “siempre debe ser recordado que el objetivo principal de esta serie de exhibiciones no es la presentación masiva de piezas, o la atracción de las multitudes vacacionistas, sino la instrucción del público en el arte, la ciencia y la manufactura a través de colecciones de especímenes seleccionados”; Sin embargo, para la segunda mitad del siglo XIX, “el público estaba ya encaminado a apropiarse de las exhibiciones como medio para su disfrute, no para su mejoramiento intelectual”.
El giro de muestra industrial internacional a parque de diversiones colonial no se detuvo y pronto comenzó a perder prestigio. En una reseña del 21 de mayo de 1909 a la exposición Franco-Británica organizada por el también empresario de Earls Court, Imre Kirafy, el reportero del Times notó que “la parte instructiva de la muestra parece estar en estado embrionario. Pero el señor Kirafy conoce a su público. Y su público prefiere los avioncitos, los ríos salvajes y las catapultas a toda la instrucción del mundo”.[1]
La exhibición Franco-Británica de 1909 atrajo 10.5 millones de visitantes. Tres años después, la Exhibición Internacional de Glasgow atrajo a 11.5 millones. El éxito de estas muestras en términos de asistencia fundó el gran dilema del museo moderno; por un lado las exhibiciones universales necesitaban de patronos, públicos y privados, para capitalizarse. Para éstos, la “educación de las masas” era un fin loable, patrocinable y sobre todo útil, comprendido el ocio en relación al trabajo en términos utilitarios (siguiendo una lógica aun vigente del tipo “debemos ir a una exhibición al menos en parte para estudiar y eso nos ayudará en el trabajo”); por otro lado, las masas quieren ser entretenidas y visitarán solo las exhibiciones que los satisfagan. ¿Cómo entonces balancear instrucción y entretenimiento?
La era de las exhibiciones universales terminó con la Primera Guerra Mundial; para el término de la Segunda Guerra Mundial, los museos del mundo se encontraron con un público cuya creciente diversidad no podían ignorar; al reto de entretener educando se le sumaron las preguntas: ¿entretener y educar a quién, para qué, y con qué ideas?
Diverso y conectado
Para Theodor Low, visionario director de educación de The Walters Art Museum de los años 40 a los 80, el museo del siglo XXI solo puede comprenderse en función de su contexto social y en relación a los cambios del mundo. Ante una creciente preocupación por el impacto de las instituciones culturales a partir de los años 60, los profesionales de los museos se distanciaron de los modelos hegemónicos para cuestionar, notablemente, las políticas del coleccionismo, es decir, los prejuicios aplicados a los cánones de belleza, la significación histórica, el valor económico y político, las distinciones que al coleccionar se aplican según el género, raza y clase social de los artistas, o el origen de las piezas coleccionadas a lo largo de la historia.
A la luz de los nuevos estudios surgidos de las escuelas posmodernas de pensamiento, los profesionales de la nueva museología desarrollaron metodologías dirigidas a superar las limitaciones prácticas e ideológicas de los museos tradicionales. De los aportes de la nueva museología que más ambiciosamente se adoptaron y ampliaron en nuestro país fueron los conceptos de museología comunitaria y museología popular, teniendo ambos como objetivo que cada una de las 2,438 municipalidades comprendidas en nuestro territorio asumieran el control de su propia herencia cultural.
La aplicación de la museología comunitaria a partir de los años 70 provocó en México el florecimiento de cientos de museos comunitarios de los cuales sobrevivían, según la investigación de Erin Barnes hasta el 2008, 265 que representan cerca de un cuarto de todos los museos del país, mismos que operan sin un presupuesto asignado, con el apoyo económico del INAH y las recomendaciones operacionales de la Unesco. Si bien sus éxitos al aplicar los conceptos de la nueva museología han sido muy variables, es innegable que su presencia en las comunidades desafía la idea del museo tradicional centralizado y ciudadaniza el proceso de cuidado e interpretación del patrimonio local.
El museo pues, se convierte durante el siglo pasado en una herramienta social, que utiliza (o tiene el potencial de utilizar) una serie de procedimientos museológicos para permitir no solo la presentación de objetos sino también el debate y reinterpretación de los discursos relativos a la identidad, la herencia cultural y el desarrollo a partir de una infinidad de territorios y subjetividades.
La catedral de la modernidad urbana
El Musée des Artistes Vivants abrió sus puertas en París el 24 de Abril de 1818, día del segundo aniversario del retorno al trono de Luis XVIII —antes, como hoy, los museos funcionaban como herramientas políticas, cuyas inauguraciones se buscaba simbolizaran los logros o supuestos valores humanistas de determinadas administraciones. Este museo estaba dedicado a exhibir las obras maestras de los artistas de su tiempo y educar, con éstas, a los artistas de la siguiente generación permitiéndoles copiarlas (una práctica todavía bastante común en los museos europeos). Su importancia está implícita en su nombre; se trataba del primer museo de artistas contemporáneos del mundo.
Después de París, otras ciudades europeas siguieron el ejemplo aplicando estrategias menos politizadas para fundar sus propios museos. En 1908 Berlín inauguró su Isla de los Museos, un complejo de 5 grandes recintos, cuatro de historia y uno de arte contemporáneo, la Alte Nationalgalerie abierta desde 1876.
La contemporaneidad localista de estos y otros museos europeos devino canon de arte clásico y atracción para el turismo internacional. Actualmente 9.3 millones de personas visitan cada año el Museo del Louvre, 6.7 millones visitan el British Museum y 6.4 la National Gallery de Londres, los tres museos más visitados del mundo. En un lejano lugar quedan los cinco museos de la isla berlinesa, con apenas cuatro millones de visitantes combinados al año, lo que ha llevado a los periodistas del país a preguntarse “¿por qué Berlín es la ciudad-museo más aburrida del mundo?” (Der Spiegel 28,2015), ergo, el museo de hoy debe ser divertido y el éxito se mide en números.
Si antiguamente los pueblos construían iglesias para generar un espacio ritual de identificación local, hoy las ciudades construyen museos. Sin embargo, los nuevos museos no tienen modo de competir con los más visitados del mundo en cuanto a colecciones: sería imposible que un museo en la actualidad adquiriera y exhibiera legalmente obras consideradas como tesoros nacionales (de otros países) y herencia cultural de la humanidad, por ejemplo, la Mona Lisa (en el Louvre), los Mármoles de Elgin (en el British Museum) o el busto de Nefertiti (en el Neues Museum), todas piezas de controvertida adquisición ligada al pasado colonial de sus países anfitriones. Las ciudades del siglo XXI construyen pues destinaciones turísticas internacionales en forma de museos de arte contemporáneo. [2]
Activo social
No obstante las demandas por unos resultados objetivables, el éxito de un museo —de historia, ciencia o arte contemporáneo— en la actualidad no solo se mide en números de asistentes; a la cada vez más compleja ecuación se le suma el capital cultural que el museo es capaz de movilizar y traducir en más y mejores exhibiciones, actividades, y publicaciones; en la exportación a otros museos del mundo de sus propias exhibiciones; al poder que los discursos creados por sus curadores tienen en la construcción y modificación de la historia del arte y, cómo no, en la influencia que sus acciones culturales tienen en los movimientos del mercado.
En el caso (sobre todo, aunque no exclusivamente) de los museos de arte contemporáneo, la disminución del financiamiento público ha provocado la diversificación de sus estrategias de recaudación de fondos, llegando algunos a ignorar sistemáticamente los conflictos de interés intrínsecos en, por ejemplo, tener como patronos a poderosos coleccionistas que pueden (o no) presionar al museo para elevar la notoriedad de los artistas de sus colecciones a través de exhibiciones y demás actividades de promoción.
La supremacía del libre mercado y el crecimiento de la burbuja del mercado del arte (“el último mercado sin regulación”) afecta con frecuencia la credibilidad de los recintos, poniendo en jaque una vez más la definición misma —sin fines de lucro, al servicio de la sociedad—, del museo. México no está exento de estas controversias y juega un papel cada vez más significativo en el modo que se conforma el panorama global del arte y sus prácticas institucionales a partir de los movimientos de mercado.
Sin embargo, reducir el museo a su aspecto mercantil es ignorar el poder que en la actualidad tiene en tanto institución cultural, ya sea pública, o privada. Como Erin Barnes comprobó en su trabajo de campo en los museos comunitarios mexicanos, el museo del siglo XXI es, más que un lugar, “una tecnología social portátil” que puede apoyar los procesos de mejoramiento social y urbano, de inclusión de minorías marginadas de una localidad, de revitalización del paisaje arquitectónico y de impulso del turismo de cualquier ciudad como ha documentado puntualmente el historiador del arte J Pedro Lorente.
El museo reinventado
El museo de arte clásico como templo de perfección al que los jóvenes asistían a copiar a los grandes maestros ha cambiado de público; hoy lo prefieren los turistas con la cámara en alto. Los artistas van directo a la escuela de artes, de las que existen al menos 264 solo en Europa, y los museos de arte contemporáneo están abiertos a la posibilidad de experimentar, de acoger lo desconocido, lo bien hecho, lo mal hecho y lo no hecho, invocando a Robert Filliou.
Según Marshal McLuhan, cualquiera que pretenda hacer una distinción entre educación y entretenimiento no entiende nada sobre ninguna de las dos cosas, y en todos los aspectos de la vida cotidiana, incluidos los museos, presenciamos este desvanecimiento total de sus fronteras. El camino ha sido largo, desde los avioncitos y los torbellinos que Imre Kirafy usó de gancho para atraer a los espectadores a las salas de arte clásico (o, ¿fue al revés?) y llegando a las estrategias actuales de los museos que involucran a sus espectadores con exposiciones que desafían los cruces entre arte (o ciencia, o historia) y cultura pop, actividades paralelas —cursos, conferencias, concursos—, contenidos digitales, aplicaciones para smartphones y tablets, publicaciones para distintos públicos desde el infantil, el casual y hasta el especializado; un millón de actividades infantiles, un millón de souvenirs, hashtags, redes sociales y un etcétera que parece no tener fin.
En México es de notar que las exhibiciones de arte contemporáneo que más asistentes han atraído en lo que va del siglo han sido las que más han involucrado a sus públicos. Por un lado Ron Mueck: hiperrealismo de alto impacto, recibió entre el 2011 y 2012 a más de 416 mil personas que casi unánimemente participaron de un ritual insólito hasta entonces para el museo. Según Ery Camara, coordinador de exposiciones del Antiguo Colegio de San Ildefonso, “no había sucedido en exposiciones anteriores, tratándose de arte contemporáneo, que venga gente de toda clase, edad y género, a sacarse la foto… como si fuera para constatar el milagro, para registrar el fenómeno de ‘me lo llevé’ y se suma a ello otra cosa: lo colocan en Facebook o Twitter y… la voz corre, la imagen corre”.
La “constatación del milagro” artístico y la transformación del selfie en sello de aprobación popular se repitió en Obsesión infinita, la retrospectiva de Yayoi Kusama en el Museo Tamayo que causó furor a finales del año pasado y principios del presente en la ciudad de México. Una semana antes de terminar, la cifra de asistentes era de 303 mil. Al final de la muestra, que presentaba varias oportunidades de hacerse muy artísticos selfies que inundaron las redes sociales, los visitantes participaban pegando lunares de colores en cualquier superficie de una habitación totalmente blanca, emulando colectivamente una obra de Kusama.
Es claro que en estas muestras coexisten distintos objetivos, estilos de educar y entretener aplicados a la satisfacción de públicos muy diversos. Utilizar las tecnologías actuales es parte de las estrategias que (para el sorprendente enojo de muchos, en los casos mencionados) los museos pueden utilizar para atraer públicos nuevos y cumplir algunas de sus tantas potencialidades. La transformación no se ha completado y los cambios que indudablemente viviremos en el futuro deberán ser igualmente desafiados y, en su caso, asimilados; no obstante, es seguro que cuando escasea la substancia, hasta los trucos más ingeniosos no serán más que entretenimiento, aunque se encuentren en una sala de museo.
[1] El original es tan simpático como intraducible: “Bi-Planes, Water-Whirls, Witching-Waves, Wiggle-Woggles and Flip Flaps”.
[2] O aplican una estrategia relativamente nueva al comprar una franquicia, por ejemplo, el museo de Louvre en Abu Dabi, un ambicioso, multimillonario y muy controvertido proyecto cuya eficacia está por verse. Otro ejemplo es el Museo Guggenheim como franquicia, actualmente en Bilbao y anteriormente también en Berlín. En el 2012, el Deutsche Bank rescindió la licencia que durante quince años mantuvo para el Guggenheim de Berlín, prefiriendo operar el espacio que le dedicó en el centro de la ciudad bajo el nombre de Deutsche Bank KunstHalle. Durante el tiempo que operó, el Guggenheim de Berlín atrajo apenas dos millones de visitantes.
*FOTO: Aspecto de la exposición Ron Mueck: hiperrealismo de alto impacto que se instaló en el Antiguo Colegio de San Ildefonso entre 2011 y 2012/Yadín Xolalpa/El Universal.
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