El museo moderno de antropología
POR ALEJANDRO HERNÁNDEZ GÁLVEZ
El número 88 de la revista Arquitectura México, que fundó Mario Pani en 1938, está dedicado por entero al Museo de Antropología. El recinto se había inaugurado el 17 de septiembre de 1964 y el número se publicó en diciembre del mismo año. Eran los últimos meses de Adolfo López Mateos en la presidencia de México. Como correspondía a aquellos tiempos, la revista no abre con un texto de presentación o análisis del proyecto sino con un discurso: el “discurso pronunciado por el Arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, Director General de la Obra e Instalación, en el acto inaugural del Museo Nacional de Antropología”. En el primer párrafo, y con la retórica oficial digna del momento, Ramírez Vázquez explica el notablemente corto —apresurado, diríamos hoy— desarrollo del proyecto. El 20 de agosto de 1962, Jaime Torres Bodet anuncia “la decisión del señor Presidente de la República, Don Adolfo López Mateos, de construir el nuevo Museo Nacional de Antropología”. Tan sólo seis meses después del anuncio oficial se iniciaban los trabajos de cimentación, hincando los primeros pilotes, y tan sólo 19 meses después —tres meses menos de lo que le lleva a una elefanta parir— “el Gobierno de la República entrega al pueblo de México un nuevo y digno albergue para el Museo”. Esa eficiencia era algo característico de Ramírez Vázquez y Torres Bodet lo sabía.
Ramírez Vázquez nació en la ciudad de México en 1919 —pertenece, pues, a la generación que siguió a la de Barragán (1902) y O’Gorman (1905)—. Estudió en la Escuela Nacional de Arquitectura de la UNAM, donde se recibió en 1943, pero ya desde 1939 trabajaba como dibujante en la Secretaría de Educación Pública. En 1945, cuando Manuel Ávila Camacho pone a Jaime Torres Bodet a cargo de dicha secretaría, Ramírez Vázquez seguía siendo parte del equipo liderado por el arquitecto José Luis Cuevas. Torres Bodet encargó a Cuevas un programa para construir escuelas en todo el país. Ramírez Vázquez cuenta que acompañó a Cuevas como ayudante, en un papel no más importante que cargar planos, a una junta con el secretario. En la junta, Cuevas le informó a Torres Bodet que el arquitecto que iría a Tabasco había renunciado a último momento. La noticia no era buena: el gobernador del estado ya esperaba al arquitecto. Viendo que la situación era tensa, a Ramírez Vázquez se le ocurrió decirle en voz baja a Cuevas: “maestro, yo voy”. Al momento Cuevas anunció: “tengo un candidato que se puede ir mañana mismo, el arquitecto Ramírez Vázquez”.
Ramírez Vázquez llegó a Villahermosa llevando “la metodología y el sistema aprendidos con el maestro Cuevas para hacer la planeación escolar del estado”, dice. Analizó las condiciones demográficas y las necesidades de la población, las características geográficas y el clima, las maneras que tenía la gente de transportarse en un estado que entonces carecía prácticamente de cualquier infraestructura. Pero según cuenta Ramírez Vázquez, el gobernador, Noé de la Flor, quería la nueva escuela frente al aeropuerto: para que todos los visitantes la pudieran ver al llegar. Ramírez Vázquez ignoró las instrucciones del gobernador. Construyó un par de escuelas a varios kilómetros del aeropuerto y lo invitó a la inauguración. “‘¿Cuáles escuelas?’. ‘Señor, la de Atasta y la de Tamulté’. ‘Voy todos los días al aeropuerto y no las he visto’. ‘No, señor, no están en el aeropuerto, los niños están en Atasta y Tamulté y allá están las escuelas terminadas’”. Ramírez Vazquez le mostró unas fotografías y Noé de la Flor le mostró la puerta —“va usted a aprender, ingenierito, que aquí el que manda soy yo”— y lo mandó de regreso a la capital.
A Torres Bodet le gustó la actitud del joven arquitecto. Cuando en 1958 vuelve a ser nombrado secretario de Educación Pública, ahora por Adolfo López Mateos, llama a Ramírez Vázquez para hacerse cargo del Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas: CAPFCE. Con el programa de las aulas-casas rurales, Ramírez Vázquez construyó miles de escuelas prefabricadas a lo largo de todo el país. Probablemente eso le aseguraba a Torres Bodet que sería capaz de cumplir con un encargo tan complejo como el nuevo Museo de Antropología en tan poco tiempo. Era una tarea muy compleja o, más bien, una serie de tareas que rebasaban por mucho lo que convencionalmente entendemos como el diseño de un edificio. En su discurso inaugural Ramírez Vázquez las describe: coordinar la asesoría científica de 40 especialistas; incrementar el acervo con exploraciones y trasladar piezas arqueológicas de diversas regiones del país; capacitar a 200 trabajadores para producir los elementos de la museografía y a un grupo de 50 guías; realizar setenta viajes de investigación etnográfica por el país; adquirir mediante compras, donativos o préstamos permanentes tres mil 500 piezas arqueológicas; clasificar el acervo del museo y, por supuesto, diseñar, construir y equipar el edificio del museo. Todo en 19 meses y en paralelo al diseño y construcción del Museo de Arte Moderno que, cruzando el Paseo de la Reforma, se inauguraría tres días después del de Antropología.
En una entrevista reciente con Rodrigo Alcocer, Jorge Campuzano, quien, además de ser cuñado de Ramírez Vázquez, diseñó el Museo de Antropología junto con él, cuenta cómo la obra, por su tamaño y por la premura con que debía realizarse, no podía entenderse de manera tradicional, por lo que se pensó como “la suma de muchas obras pequeñas” que se iniciaron al mismo tiempo. La disposición de los distintos espacios en planta es resultado de esa concepción, absolutamente pragmática, del museo como “la suma de muchas obras pequeñas” que se ordenan alrededor del gran patio central, además de ser una referencia, como se ha dicho, a los espacios ceremoniales prehispánicos, como el Cuadrángulo de las Monjas, en Uxmal, y de lograr que se puedan visitar las distintas salas sin estar obligado a seguir una secuencia predeterminada —“para lograr un mejor aprovechamiento del tiempo del visitante, menos interrupciones en su atención y mayor libertad para recorrerlo”, dijo Ramírez Vázquez en su discurso inaugural—. El patio está parcialmente cubierto por el famoso paraguas-fuente: un techo de más de cuatro mil metros cuadrados sostenido por un apoyo central.
Llamar a ese espacio central patio o vestíbulo puede resultar equívoco: se trata de un recorrido que sigue una secuencia diseñada con precisión, casi de manera teatral. Corre paralelo al Paseo de la Reforma, y empieza en una plaza que libra el paso de los automóviles y lleva al visitante a la fachada principal, deslumbrante con la blancura de sus muros y del piso. Tras las puertas de vidrio, la plaza se convierte en un vestíbulo oscuro hasta que la visión se acostumbra. Al centro de ese vestíbulo, al fondo, en el borde entre el interior cerrado y el patio cubierto, el piso de mármol se eleva: es un pequeño auditorio que también sirve como plataforma donde se exhiben piezas especiales y se puede observar el gran patio. Es la Sala Resumen, “cuyo contenido —se lee en el número de la revista Arquitectura México—, explicado por una narración continua, se aclara y complementa por una sucesión de imágenes proyectadas en pantalla y alternadas con maquetas en perspectiva, las cuales emergen de la cámara oscura por golpes sucesivos de luz”. De niño, esa era mi sala favorita.
El vestíbulo da acceso a la sala de exhibiciones temporales, a la tienda y al auditorio. Y también, por supuesto, al patio. Primero a la parte cubierta. La única columna que sostiene el techo metálico, esculpida en bronce por los hermanos José y Tomás Chávez Morado, muestra —según dijo Ramírez Vazquez en su discurso—, “hacia el oriente, el mestizaje e integración de México y, al occidente, la proyección que hacia todos los rumbos ha caracterizado a nuestra cultura, culminando con la afirmación contemporánea de nuestra devoción por la paz”. Es, junto con algunos murales, uno de los pocos elementos figurativos en un edificio que se aleja de cierta representación de lo mexicano que algunos años se acostumbraba. Contra la integración plástica de los años cincuenta en Ciudad Universitaria —donde Ramírez Vázquez colaboró en el edificio de la Facultad de Medicina—, esta es una arquitectura más abstracta: la decoración geométrica hace referencias a formas prehispánicas pero no cede al pastiche. Tras el paraguas sigue el estanque y, al fondo, la Sala Mexica, donde la Piedra del Sol culmina un eje compositivo que, de cualquier manera, no podrá ser recorrido de ese modo ni a pie ni por la mirada, sólo en el plano.
El Museo de Antropología tiene probablemente mucho que ver con su vecino, el de Arte Moderno, a pesar de las diferencias formales. El primero apuesta por los volúmenes ortogonales mientras el segundo por las curvas —haciéndose eco tal vez de la galería anexa al Museo del Castillo de Chapultepec que el mismo Ramírez Vázquez había diseñado unos años antes—. El de Antropología presenta una colección puesta en escena con un intención pedagógica claramente estructurada, mientras que el de Arte Moderno es un espacio abierto —que quiere ser continuo tal vez sin lograrlo plenamente— para exposiciones cambiantes, pero en ambos casos el visitante puede recorrerlos con gran libertad. Es más: probablemente más allá de su apariencia, el Museo de Antropología se preste con mayor facilidad a una deriva libre que el de Arte Moderno: el espacio está diseñado para funcionar al mismo tiempo como soporte de un recorrido que atrapa a cada pieza dentro de un discurso —histórico y pedagógico— y como manera de escapar de él, permitiendo apreciar los objetos en la secuencia que el visitante elija e incluso aislados, es decir, como si fueran piezas en un museo de arte moderno.
Ramírez Vázquez siempre dijo entender la arquitectura como una técnica, no como un arte, cuya vocación auténtica era el servicio. Actuó en muchos proyectos —incluida, por ejemplo, la organización de los Juegos Olímpicos de 1968— más como estratega que como diseñador de edificios —aunque esas tareas, ya desde los romanos, pertenecían al ámbito de lo arquitectónico, pero fueron dejándose en otras manos cuando al arquitecto se le limitó sólo al diseño de edificios—. Fue además, como escribí en otra parte, un hombre del sistema: era una época en la que lo segundo que los mexicanos aprendían a decir, después de mamá, era: “Sí, Señor Presidente” —una época que hoy, tal vez, parece no haberse ido del todo—. Ramírez Vázquez no fue el único arquitecto del sistema. Son contados los que, en aquellos años, con obra pública de esa envergadura, no fueron de algún modo parte del sistema. Acaso sea algo inherente a la arquitectura. La diferencia fue que Ramírez Vázquez asumió, al serlo, su credo: la arquitectura como una técnica social, como una profesión de servicio. A eso quizá se deba cierta ausencia de un estilo personal. No me refiero a la diferencia de calidad en el diseño de sus obras: muchos arquitectos tienen unas peores y otras mejores. Más bien a que su papel era como el de un productor de discos o de películas: seleccionar al mejor equipo para cada caso, fuera al hacer un edificio, como los museos de Antropología y de Arte Moderno, o 35 mil, como las escuelas rurales, o al coordinar unos Juegos Olímpicos, que, según dijo él mismo, “se asemejan en mucho a un edificio: uno comienza a construirlo solo y reúne un grupo de los mejores técnicos que haya disponibles; luego el equipo se convierte en una serie de equipos y el todo se transforma hasta llegar en ocasiones a construir una gigantesca pirámide” —la metáfora de la pirámide no está de más—. Para Ramírez Vázquez, además, el estilo era un resultado y no un objetivo buscado. De ahí la gran diferencia entre sus distintas obras: como lo muestran esos dos museos vecinos y contemporáneos, esas diferencias formales resultan de estrategias y lógicas distintas: tanto del edificio como del contenido y, sobre todo, del proceso que los relaciona.
*Arquitecto, director editorial de Arquine.
*Fotografía: El Museo Nacional de Antropología fue inaugurado el 17 de septiembre de 1964/ARCHIVO EL UNIVERSAL.