El nuevo Mexican dream

Oct 26 • destacamos, principales, Reflexiones • 19009 Views • No hay comentarios en El nuevo Mexican dream

POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA

Frente a los números no hay debate posible: en términos de audiencia, No se aceptan devoluciones, de Eugenio Derbez, es un éxito rotundo. Hasta ahora, la cinta del cómico televisivo lleva recaudados más de 568 millones de pesos, ubicándose en el quinto lugar histórico de las películas más taquilleras en el país, incluidas las internacionales. La dimensión del triunfo es todavía más contundente en Estados Unidos, donde lleva recaudados alrededor de 50 millones de dólares, cifra récord para una película de habla hispana en la nación norteamericana. De acuerdo con proyecciones de Box Office Mojo, sitio referencial para esta clase de mediciones, la ópera prima de Derbez rebasará sin problema los 100 millones de dólares en la taquilla global en los próximos días. Si a eso sumamos las futuras regalías por venta de DVD, cable y streaming, Derbez recibirá el 2014 como uno de los protagonistas de mayor peso en la industria mundial del entretenimiento. La palabra se encuentra desgastada, pero el término correcto para calificar lo logrado por Derbez es el de “fenómeno”. No hay otro: la popularidad de No se aceptan devoluciones es un fenómeno. Como tal, merece ser analizado, no desde la óptica del aplauso que asocia el patriotismo con porras a todo mexicano que consiga destacar fuera del país (a la vez que acusa de “cangrejo” a todo aquel que no se sume al encomio irreflexivo), pero tampoco desde el solipsismo que rehúye a entrar en contacto con lo popular por el simple hecho de serlo (actitud que tiende a intensificarse cuando se trata de productos nacionales). La pregunta clave, en todo caso, no es si No se aceptan devoluciones es una buena película, sino una de interés menos subjetivo: ¿cómo explicar su alta recaudación, tanto en México como en el mercado estadounidense?

 

Trabajos y telenovelas

A mediados del sexenio pasado se celebraron con bombo y platillo los primeros 50 años de existencia de las telenovelas, un género que si bien en términos estrictos no fue inventado en México, sí fue perfeccionado a grados superlativos por Televisa, el grupo de medios de habla hispana más grande del orbe. La importancia alcanzada por las telenovelas es palpable en nuestro país, donde, sin afán de exagerar, han desempeñado un rol superlativo en la cultura popular de las últimas cinco décadas. Al pueblo mexicano le encanta verse reflejado en los arquetipos melodramáticos de los también llamados culebrones, donde ser pobre es bueno, ser rico es malo, sólo los villanos son adúlteros y el amor siempre triunfa.

 

Para algunos, las telenovelas han cumplido con responsabilidad su función de entretenimiento. El 18 de marzo de 2011, por ejemplo, Alonso Lujambio, entonces secretario de Educación, le entregó a Juan Osorio, productor de telenovelas como Salomé y Tormenta en el paraíso, el distintivo Reconocimiento al Compromiso con el Futuro de México bajo el argumento de que sus series televisivas abordaban problemáticas como el analfabetismo y el rezago educativo. “La televisión, muchas veces llamada la ‘caja tonta’, puede también ser la ‘caja más lista’, el instrumento más poderoso para la educación de millones y millones de personas”, declaró el hoy finado político. Para otros, en cambio, son el alimento de un conformismo cultural que poco tiene de responsable.

 

Las narrativas de un país desnudan los valores de la sociedad que lo habita. Los casos de Estados Unidos y México no son la excepción. El mundo de los protagonistas centrales de las series estadounidenses casi siempre gira en torno al trabajo que realizan. La profesión define al personaje. No importa que sea médico, abogado, policía o incluso fabricante de drogas (como el caso de Breaking Bad), la valía del héroe (o antihéroe) de las series de nuestro vecino del norte se mide en función de la excelencia con la que desempeña su trabajo. La vida familiar aparece en segundo plano o saboteada por el compromiso del individuo con su profesión.

 

En las telenovelas mexicanas, por el contrario, casi nadie trabaja. Nunca conocemos qué es lo que hacen los ricos cuando los vemos en las oficinas de las telenovelas, simplemente sabemos que van ahí a intrigar y a beber de licoreras sacadas de la década de los cincuenta. Tampoco vemos laborar a los pobres, quienes siempre están identificados como servidumbre, mecánicos o albañiles por la vestimenta que utilizan, y no por practicar su oficio. El trabajo no es una virtud enaltecedora o un camino para algo mejor, sino un compromiso inútil que es preferible evitar. La televisión mexicana es el espejo de un retraso real: el trabajo no se valora porque no representa un mecanismo efectivo de movilidad social. Si revisamos revistas como Fortune Fast Company, encontraremos apellidos como Buffett o Rockefeller, pero también nombres de jóvenes que triunfaron gracias a una idea que capitalizaron con eficacia. Ese es el American dream, el cual, con todas sus sombras y fallas, sigue vigente en el imaginario popular. En México ser un líder es una cuestión de prosapia, y no de mérito. La televisión no es pionera en reflejar esto: forma parte de la esencia del melodrama mexicano desde mediados del siglo pasado, cuando cintas como la trilogía de Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1948 a 52) trazaban un sistema de valores en que los pobres eran sinónimo de nobleza y bondad, mientras que los ricos eran emblemas de perversión. Los pobres sabían que este mundo era un puerto de tránsito, que el sufrimiento era pasajero y que la recompensa se daría al morir, en el paraíso, donde vivirían en paz, por toda la eternidad, a lado de los seres queridos que perdieron en su existencia humana.

 

No se aceptan devoluciones es una heredera de esa cosmovisión. Derbez replica el esqueleto del melodrama lacrimógeno tradicional, a la vez que extrapola los valores de la telenovela a una estructura cinematográfica propia de Estados Unidos. El camino narrativo por el que se despliega el discurso es una mezcla de Kramer vs. Kramer(Benton, 1979), El chico (Chaplin, 21) y La vida es bella (Benigni, 1997). El asustadizo Valentín Bravo (Derbez) vive de manera disipada en Acapulco, tierra en la que su padre (Hugo Stiglitz) lo educó, al parecer infructuosamente, para nunca sentir miedo. Un día llega a tocar a su departamento Julie (Jessica Lindsey), una “gringa” de aspecto “hippie” con la que tuvo un affaire hace un par de años. Trae una bebé en brazos. Tras decirle que es su hija, se la deja y desaparece. Valentín viaja con la niña a Los Ángeles para buscar a Julie. Tras un descuido que pone en peligro la vida de la menor, Valentín se encariña con ella y la llama Maggie. Acepta un empleo como doble de películas y se quedan en California. Seis años después, Maggie es una niña bilingüe que se divierte en un mundo de ensueño creado por su padre, quien explica la ausencia de la madre describiéndola como una agente secreto obligada a sacrificar tiempo con su familia para salvar al mundo. Julie, ahora abogada en Nueva York, reaparece para llevarse a Maggie y redimir su abandono. Pese a su origen ilegal y no saber inglés, Valentín pelea por la patria potestad de su hija. La conclusión del enfrentamiento queda opacada por una vuelta de tuerca que obliga a las partes a repensar sus prioridades.

 

México vs. Estados Unidos

No se aceptan devoluciones cuenta la historia de una colisión. Por el lado mexicano, Valentín, el doble de Aztec Man, es un padre sacrificado cuyo interés es habitar un universo familiar donde el mundo exterior carece de importancia. No le importa hablar inglés ni que lo entiendan. El amor redime sus carencias, incluso las que en apariencia redundarían en una mejor educación para su hija. No cree en forjarse un destino porque éste ya está decidido, literalmente, por una fuerza divina. Su naturaleza es reactiva. En la visión de Derbez, ser un buen doble (stunt man) no requiere de preparación ni técnica; basta estar dispuesto a arriesgar la vida y aguantar el dolor. En ese sentido, Valentín es una versión chacotera de Pepe El Toro, un mártir que pelea inútilmente por mantener unida a su familia, la cual puede serle arrebatada en cualquier momento por fuerzas malignas que no comprende (los gringos como sustitutos de los ricos). Al igual que Pepe El Toro, quien termina como boxeador en la última parte de la trilogía, Valentín cuenta con el poder de soportar cualquier trancazo por el bienestar de sus seres queridos. Ambos personajes entienden la muerte de la persona amada como una lección que brinda un entendimiento trascendental del universo. Todo es cuestión de fe: Valentín sabe que mantenerse mexicano equivale a reunirse con su padre e hija en un cielo idílico de vestimentas blancas y nubes de algodón.

 

La madre, en oposición, es la personificación del egoísmo estadounidense. La falta de Julie es imperdonable: abandona a su hija por un motivo que es anatema en la idiosincrasia mexicana: la superación personal materializada en estudiar y construir una carrera profesional. Valentín no sólo enfrenta a una madre irresponsable, sino a todo un ejército compuesto por los peores estereotipos de la nación estadounidense: maestro incomprensivo, abogado cruel, novia lesbiana, casero explotador. Es como si Estados Unidos mismo quisiera llevarse a la niña, cuyo sueño último es conocer Acapulco. En años recientes, un grupo considerable de analistas ha especulado que los millones de mexicanos que radican en la nación estadounidense representan un universo complejo y lleno de matices. Los valores y sueños de las generaciones mexicanas nacidas en Estados Unidos, nos decían los despachos de marketing y publicidad, son muy distintos a los de sus padres. El éxito de No se aceptan devoluciones pone en duda esa certeza. La habilidad estratégica de Derbez es notable: anticipó que la educación sentimental del inmigrante mexicano, construida en buena medida por la televisión de su país de origen, es un tatuaje imposible de borrar. Edward Allen, directivo de Pantelion, la joint venture entre Lions Gate y Televisa que está detrás de la película, ratificó esta percepción en un reportaje difundido por ABC News en septiembre pasado: “Eugenio conoce a su audiencia. Ha construido una película para las personas en Estados Unidos que han visto Univisión durante los últimos diez años. La gente lleva a sus madres y abuelitas, los padres a sus hijos adolescentes. El espectro completo de la familia quiere verla. Todos participan”.

 

Derbez no se limita a insertar elementos que apelen a la naturaleza alienada del inmigrante, sino que ofrece una extraña posibilidad de reconciliación cultural. La secuencia más importante de la cinta sucede antes del final inevitablemente trágico. Tras escuchar los testimonios de ambos bandos, el juez decide, para sorpresa de los espectadores, otorgar la patria potestad de la niña a Derbez a cambio de un par de requisitos: que aprenda inglés y consiga una ocupación menos peligrosa (o que es lo mismo, que busque un trabajo donde en verdad trabaje). El sueño mexicano no es incompatible con el American dream, siempre y cuando se acepten reglas mínimas de convivencia. El presente puede ser un plano compartido por todos, mexicanos y estadounidenses. Para nostalgias y demás arranques sentimentales, siempre tendremos Acapulco.

 

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