El origen del mal: una obsesión filosófica para Leibniz
Para Leibniz, el mundo creado por Dios no es arbitrario, sino que obedece ciertas leyes, de manera que, una vez puesto en movimiento, Dios ya no necesita volver a intervenir
POR RAÚL ROJAS
¿De dónde viene el mal? Ese problema, el del origen de la maldad y del pecado, es algo que ha preocupado a teólogos y filósofos por siglos. Si un Dios omnisciente y justo creó al mundo, ¿cómo es posible que coexistan el bien y el mal como dos caras de la misma moneda? ¿Dios reina en las alturas y Lucifer en el averno? El célebre filósofo y matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibniz (1646-1716) se ocupó obsesivamente de este problema teológico. De hecho, el único libro suyo que fue publicado en vida fue una voluminosa obra de 1710 en dos volúmenes: Ensayos de Teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal. Para elaborar sobre el tema tuvo que inventar el vocablo teodicea, neologismo griego que se podría traducir como “vindicación de Dios”. Y es que, si volteamos alrededor nuestro y examinamos el estado del mundo, es claro que el Señor tiene mucho que justificar.
La afamada Teodicea de Leibniz tiene una estructura simple, la de un compendio de ensayos sobre los diversos aspectos del origen del mal. Después de una breve introducción sobre la “razón y la fe”, encontramos dos partes en el libro con consideraciones sobre la justicia divina y la libertad humana, complementadas con un apéndice, en el cual Leibniz critica ya más puntualmente a autores que escribieron sobre el tema. Para un libro de tanta monta filosófica habría que decir que es de fácil lectura y muy repetitivo.
En las secciones históricas Leibniz menciona explícitamente a filósofos de la antigüedad que se ocuparon del problema del nacimiento del mal. El más relevante entre ellos sería Zoroastro, quién, según Plutarco, enseñó antes que nadie que todas las cosas surgen de dos principios, el bien y el mal, “un dogma que recibió de los hindúes”. Otras culturas admitían la existencia de divinidades malévolas, como los mismos griegos y romanos, para quienes el dios Pluto era el anti-Júpiter, el dios de la muerte, mientras que la diosa Némesis se ocupaba de perjudicar a los afortunados. Pero es a los maniqueístas a quienes Leibniz menciona más frecuentemente. El maniqueísmo, fundado en el siglo tercero de nuestra era, aspiraba a ser una religión universal capaz de desplazar al cristianismo, al budismo y a la doctrina de Zoroastro. De este último, sin embargo, preservaron la idea central de los dos principios del mundo en conflicto permanente. Para los maniqueos el pecado no es algo que requiera explicación, ya que lo encontramos desde el origen de las cosas. Está aquí y siempre ha estado.
Leibniz rechaza a Zoroastro y al maniqueísmo. Piensa que el problema del surgimiento del mal se puede resolver intelectualmente, recurriendo a la razón, la que puede ser aliada y soporte de la fe. Para ello hay que considerar que en el mundo hay verdades eternas que son “lógicas, metafísicas o geométricas” (como en las matemáticas) y “verdades positivas”, que son aquellas que Dios decidió plasmar en la naturaleza. Es decir, el mundo que Dios ha creado no es arbitrario, obedece ciertas leyes, de manera que una vez puesto en movimiento Dios ya no necesita volver a intervenir. Además, Dios ha creado a todas las cosas con “predeterminación”. Una planta cuya semilla produce una nueva planta, es parte de un acto creativo, pero ya no uno milagroso como al principio del mundo, sino uno que es parte de su esencia misma como planta, la que incluye la predeterminación para seguir reproduciéndose. El universo es como una grandiosa máquina que después de arrancar no requiere ajustes. Por eso Leibniz se mofaba de Isaac Newton, quien temía que el Sistema Solar no fuera estable y a la larga pudiera colapsarse.
Así que Leibniz postula que hay que explicar al mundo, a todo lo que existe, basados en la razón, pero hay dos problemas por resolver, si de explicar el mal se trata. El primero de ellos es el llamado “problema de la santidad de Dios”, el segundo es la paradoja del libre albedrío de los humanos. Lo dice el título de la obra: los ensayos tratan de “la bondad de Dios” y “la libertad del hombre”.
El problema de la santidad consiste en que, si Dios ha creado al mundo y ha permitido que el mal se manifieste, entonces su bondad infinita pudiera ser puesta en duda. En tiempos más recientes lo ha dicho José Saramago en su novela Caín: si Dios no quería que Adán y Eva accedieran a los frutos del árbol del conocimiento, “habría bastado con no plantar el árbol”. Una posible solución, avanzada por algunos filósofos, es “negarle a Dios conocimiento de los detalles de las cosas”, es decir, Dios no está supervisando ni validando constantemente todo lo que hacemos. Otros filósofos habrían propuesto que parte del plan divino sería permitir el pecado para que los responsables recibieran su merecido castigo. Serviría para separar la paja del grano. Leibniz no concuerda con estas explicaciones ingenuas porque echan por la borda la omnisciencia y la bondad de Dios. La solución del filósofo alemán consiste en declarar a Dios “la primera razón de las cosas”. El Todopoderoso es el principio originario, que es además inteligente y puede valorar “una infinidad de otros mundos posibles”. Esta “causa inteligente” tiene que ser infinita y “absolutamente perfecta en poder, sabiduría y bondad”. Una causa así no puede haber seleccionado más que lo óptimo y, si este mundo “no fuera el mejor entre todos los mundos posibles, Dios no habría creado ninguno”. Además, todas las cosas están conectadas, el universo “es de una pieza” y Dios ha dispuesto todo al principio, de una vez y para siempre. Por eso, si en alguna parte del mundo sucede algo malo, lo que cuenta es la bondad total que este mundo puede generar. Eliminar aquel pecado bien podría afectar negativamente la maquinaria del mundo, que ya no sería el mejor posible diseñado por Dios. Sería otro mundo, con menos bondad en total.
Esta concepción del mal como parte no totalmente eliminable del todo, tiene que ver con la concepción mecánica de Leibniz. Las verdades matemáticas y lógicas son como son, pero las leyes naturales fueron seleccionadas por Dios. Por eso Dios no tiene necesidad de intervenir en cada instante, ya que todo lo que sucede ha sido preestablecido desde la Creación. Es un mundo que economiza en leyes naturales y es elegante. La idea entonces es que cualquier conjunto de leyes que puede conducir a un mundo bueno tiene efectos colaterales posiblemente malos, que no se pueden suprimir sin “trastornar” al mundo en su conjunto. Dios, como ingeniero en jefe del universo (diríamos hoy), ha considerado todas las variantes posibles y ha seleccionado la mejor opción que es factible. Leibniz menciona el ejemplo de un cuerpo humano saludable, que ocasionalmente enferma. Es lo mejor que se puede lograr una vez que las leyes naturales (por así decirlo: las reglas del juego) han sido establecidas. Por eso es admirable la mucha salud de que gozamos y las pocas enfermedades, que sufrimos, en conjunto y durante toda una vida.
Los filósofos escolásticos tenían otra explicación para la presencia del mal en el mundo. El bien sería algo con propiedades definibles y el mal más bien la “ausencia de bien”. Es decir, no algo creado, sino algo que falta. Una persona buena tiene anidada la bondad en su corazón. A una persona mala le falta esa bondad y por eso es mala. Dios sólo habría creado la bondad, mientras que la ausencia de bondad es un accidente del mundo. Claro que Leibniz no está resucitando esta idea escolástica, pero si postula que para crear un mundo hay que fijar lo que llama “verdades positivas” (leyes naturales) y su interacción produce muchos efectos buenos, pero también algunos malos que no se pueden eliminar sin provocar que el mundo ya no sea el mejor posible. Décadas después, el gran Voltaire se burló hasta el cansancio de Leibniz y en su sátira Candide o el Optimismo al héroe de la historia le acontece una catástrofe tras otra, en éste, el mejor de los mundos posibles, incluido el devastador terremoto de Lisboa de 1755.
El segundo problema metafísico abordado por Leibniz, el del libre albedrío, es más espinoso. Si en el mundo creado por Dios todo está predeterminado, ¿dónde queda el libre albedrío de los humanos? ¿Se podría entonces adoptar el punto de vista fatalista, o del “argumento perezoso”, que consiste en pensar que no tenemos responsabilidad alguna de lo que sucede en el mundo? Como aquel conductor musulmán de autobús en la novela La percepción del mundo, que conducía a velocidad temeraria en las montañas del Hindukusch, sin miedo alguno, porque al final de cuentas Alá ya decidió de antemano si el vehículo se precipita al abismo o no.
La innovadora solución de Leibniz al problema del libre albedrío y, al mismo tiempo, de la conexión entre cuerpo y alma, es invocar el “Principio de la Armonía Preestablecida”. Para Leibniz el alma es inmaterial y no tiene conexión alguna con la materia. Rechaza la idea de Descartes de que el alma “podría tener el poder de cambiar la dirección de movimiento del cuerpo”. Leibniz explica que la física nos enseña que en las colisiones entre objetos materiales hay cantidades que se mantienen invariantes (hoy diríamos la cantidad de movimiento) y por eso el alma no puede actuar sobre la materia, porque descarrilaría las leyes mecánicas naturales. Lo que sucede entonces es que el alma y la materia ocupan planos de existencia paralelos, como si fueran dos relojes independientes, pero sincronizados y puestos frente a frente. Dice Leibniz: “no podía más que arribar a un sistema que declara que Dios creó al principio el alma de tal manera que produce y representa para sí aquello que ocurre con el cuerpo, y el cuerpo también, para que haga consigo mismo lo que el alma ordena”. No hay conexiones del cuerpo a algún lugar del cerebro, para desde ahí enviar los comandos del alma, sino que se trata de dos sistemas que operan como reflejados en un espejo. Dios, como gran relojero del universo, lo pudo ajustar así.
Sin embargo, si bien esta idea de dos sistemas sincronizados en armonía desde el origen de las cosas es una forma de rechazar, que no de refutar a Descartes, ¿dónde queda el libre albedrío si ya todo avanza de acuerdo con el diseño divino primigenio? Leibniz no se arredra, al contrario, declara que su sistema es el “más favorable para la libertad”, porque el alma “contiene dentro de sí el principio de todas sus acciones, incluso de todas sus pasiones”. Leibniz pone el ejemplo de un sirviente que es remplazado por un autómata. Si el autómata me sirve con lo que necesito, porque conoce mi rutina, no habría ninguna diferencia perceptible con un sirviente humano. Mi influencia “sería objetiva y la suya física”. Dios ha acomodado todo de manera que el cuerpo “sigue las ordenes del alma” y el alma es “impulsada por las pasiones que surgen de la representación corporal”. Y si bien es cierto que Dios ha preconfigurado al mundo de manera que lo que hoy sucede se podría haber sabido hace cien años, el único que lo sabe es Dios. Para nosotros, almas imperfectas, sin esa capacidad de vislumbrar el futuro, se pueden y deben tomar decisiones en cada momento. Nuestro libre albedrío no está limitado por la omnisciencia de Dios, así como ninguna persona alegaría que sus buenas o malas acciones están predeterminadas por las leyes de la física. Más bien, nuestro libre albedrío está guiado por la “necesidad moral” de optar por la mejor opción. Es ésta una ley espiritual que complementa las leyes naturales y que es la base de la armonía preestablecida.
Así que lo que propone Leibniz es una especie de dualismo respecto al alma. Ésta es algo autocontenido, genera sus percepciones y sus decisiones sin contacto físico con el mundo material, pero reflejándolo puntualmente. Enfrentados con un dilema ético, debemos optar siempre por la mejor alternativa. Incluso aquellos que son malvados se deciden por aquella acción que más los beneficia personalmente. Lo único que sucede es que Dios sabe de antemano que decisiones son consecuencia de la “necesidad moral” y le ha dado cuerda al universo material para que el alma nunca se desincronice de la materia. Somos responsables de todas las decisiones que tomamos y el hecho de que esto corresponda con la armonía preestablecida no implica que debamos caer en el fatalismo. Según Leibniz “de ahí se desprende que el alma posee espontaneidad perfecta, de manera que sólo depende de Dios y de si misma en todas sus acciones”. Ergo, gozamos de la libertad de aspirar y decidir.
Leibniz murió en 1716, hace poco más cuatrocientos años. Se le ha llamado el último “genio universal”, por su creación del cálculo diferencial e integral y por todas sus aportaciones científicas y filosóficas. Sin embargo, mientras el cálculo aún existe y es imprescindible, el efecto de la Teodicea sobre autores posteriores fue decayendo con los años, hasta que Voltaire le dio la estocada de muerte con su sátira Candide.
Habría que señalar que el problema del origen del mal sólo existe en la teología, que presupone un acto de creación inteligente. En la biología moderna, con su teoría de la evolución, la naturaleza es amoral y no selecciona entre lo bueno y lo malo, sino aquello que beneficia a una especie. A pesar de todas las utopías sobre la bondad originaria de los humanos, que sólo se habrían vuelto malos al vivir en sociedad (utopía que forma la base de casi todas las teorías de “contrato social”), sabemos que la naturaleza “se tiñe de rojo los dientes y las garras”. Sólo hay que considerar la manera en que los primates que nos son más cercanos, los chimpancés, viven en grupos que conocen jerarquías de dominación, la brutalidad, el asesinato y hasta la guerra. De hecho, en las modernas consideraciones sociológicas que involucran a la teoría de juegos se ha invertido el problema: la cuestión no es entender de donde viene el mal, eso está claro, la verdadera interrogante es como pudieron surgir la cooperación y el altruismo en un mundo dominado por “genes egoístas”, como los bautizó Richard Dawkins. Es una conversación que posiblemente tendremos siempre, es decir, cuál es la base material tanto del mal como del bien, como productos imperfectos que somos del relojero ciego que creó el universo.
FOTO: Grabado anónimo que ilustra la expulsión de Adán y Eva del paraíso, pues el mal responde a un relato teológico/ Herzog Anton Ulrich-Museum Braunschweig
« Un tlahcuilo entre nosotros: entrevista con el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma Un lugar conocido sólo por Dios: “La otra guerra”, de Leila Guerriero »