El origen del mundo (surrealista)
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
“Nosotros los surrealistas”, escribía André Breton el 15 de marzo de 1928, “insistimos en celebrar aquí el cincuentenario de la histeria, el más grande descubrimiento poético de fines del siglo XIX”. Había que festejarla porque era, según el brillante jefe de escuela, “un estado mental más o menos irreductible que se establece entre el sujeto y el mundo moral al cual cree pertenecer”.
La histeria, concluía Breton —festejando no al doctor Charcot y sino a Augustine, su pobre paciente— como todas las perturbaciones mentales, era un medio supremo de expresión. La mente sombría y sus pulsiones agresivas o sencillamente dramáticas, la locura para decirlo de una vez, sería la fuente no sólo del arte, sino también de la ciencia, y aquello que haría la diferencia entre la sociedad burguesa y sus enemigos, los surrealistas. Del Dadá a Slavoj Zizek, pasando por el suicidado de la sociedad (Antonin Artaud) y por Deleuze & Guatarri, un siglo nos invitaba a abrir los manicomios.
De hecho, en algunos sitios, en Italia o en California, bajo el imperio de los antipsiquiatras, algunos hospitales, asilos y hospicios prácticamente arrojaron a sus pacientes a la calle, para demostrar que los verdaderos enfermos eran los otros, el policía y la vendedora de verduras, usted o yo. La mayoría de aquellos inocentes se perdieron en la indigencia y otros fueron rechazados por sus familias, horrorizadas o impecunes. Los más afortunados lograron ser puestos a salvo y reingresados en las instituciones. Más valía “la vigilancia y el castigo”, que el hambre, el frío. Pero a esa locura hecha y derecha, sufriente, no se refería Breton. Curiosamente, Jacques Lacan (1901-1981), como médico clínico, si sabía lo que era un psicótico y diferenciarlo, por ejemplo, de un esquizofrénico. También los conocía otro psicoanalista, Félix Guattari, quien en vano trató de introducir en esa práctica de campo a su socio filósofo, Gilles Deleuze, para quien la esquizofrenia era una figura del discurso, no una condición humana.
Ese ánimo transgresor del surrealismo, como se llamará después, era de origen romántico, pero sólo hasta el siglo XX alcanzó el canon del absoluto buen gusto: la vanguardia estará loca y si no lo estaba, dejaría de ser vanguardia, entregada a las convenciones manidas. Entre quienes quedaron impactados por esa consigna surrealista estuvo el psiquiatra Lacan, quien pese a venir de la provincia conservadora, puede ser caracterizado —sigo la imagen que de él deja Elisabeth Roudinesco, en su polémico Lacan (1993)— también —por qué no— como otro de los eminentes vanguardistas del siglo pasado. Esa biografía de Roudinesco no gusta ni a tirios ni a troyanos, a mí tampoco y acaso por ello sea la mejor.
Nunca estuvo desligado Lacan, como ideólogo, médico, mecenas, confidente, profesor y empresario del diván, de la vanguardia cultural francesa, para la cual, la locura, menos que una enfermedad, resultó ser un frívolo amuleto mundano, al grado de que algunos lacanianos pensaron que no sólo era incurable, sino intratable, pasando, como su maestro, de la reducción caprichosa del tiempo de duración de las sesiones, a la no-sesión. Sin locura no habría decadencia de Occidente (o de Francia) de la cual quejarse, ni contra la cual militar.
A diferencia de otros maestros del pensamiento de su generación, debe señalarse que, para bien o para mal, Lacan fue genuinamente apolítico. En los años 50, trató de conseguir audiencia con el papa Pío XII para lograr el apoyo de la Iglesia católica para su versión del psicoanálisis; una década más tarde se obsesionó con presentarse en el Kremlin, con intenciones semejantes, aunque en Saint-Germain-des-Prés, el corazón de la intelectualidad parisina, no era infrecuente ser militante del Partido Comunista Francés y, al mismo tiempo, alumno de la escuela de Lacan, como fue el caso de Roudinesco. El melancólico Louis Althusser, de infausto destino, fue amigo y aliado de Lacan, pero el doctor nunca lo quiso en su diván.
Ni en Roma ni en Moscú le abrieron la puerta al profeta de la novísima cruzada parisina. Cuando en 1968, a su hija Judith y a su yerno, les dio el sarampión maoísta, como a tantos de los jóvenes izquierdistas del hexágono, a Lacan le importó poco, aunque tuviera una pésima opinión de aquellos que andan a la caza de un amo, como dicen que le espetó a un militante quien osó interrumpir una de sus conferencias. Si los maoístas adhieren al lacanianismo, tanto mejor, se dijo el doctor. Él mismo, como denuncia indignado Michel Onfray, nunca dejó de leer a escondidos a Charles Maurras y a Léon Bloy, los clásicos de la derecha en que se formó y a quienes, según sus enemigos misericordiosos, nunca dejó admirar, al compartir con ellos su cruel misantropía.
No sólo practicó Lacan la endogamia característica de la intelectualidad (se casó con Sylvia, que había sido mujer de Georges Bataille), sino se afilió, con la autoridad que le daba ser el guardián de lo Indeterminado (pareja de lo Innombrable de Samuel Beckett), al hegelianismo que Alexandre Kojève predicó en la primera posguerra y no hallándole sazón al existencialismo, probó la sopa más espesa, la de Martin Heidegger, quien tras conocerlo, en persona, declaró famosamente que “el psiquiatra necesitaba un psiquiatra”.
Pese a lo intricado o inútil que es situar a Lacan en la historia de las ideas, por su afición a habitar todo aquello donde escasea la higiene intelectual, me sorprendió la poca miga encontrada a la hora de averiguar sus relaciones con la literatura. Para empezar, Lacan difícilmente puede ser calificado de escritor. Como muchos médicos plenos en inventiva y curiosidad, era ágrafo, aunque la agrafía produce, paradójicamente, grafómanos. Fue ilegible desde sus primeros textos hasta los últimos, aunque al principio, inseguro hijo de vinateros, no sabía lo muchísimo que valdría su mercancía; escribir le era una labor tortuosa y sus famosos Seminarios provienen de las copiosas notas de sus alumnos, ordenadas después por su yerno y avatar, Jacques-Alain Miller, y editados por ese héroe sin estatua que fue François Wahl, el inventor editorial del posestructuralismo, en una época ya remota en que los libros en verdad importaban.
Mientras Sigmund Freud fue un gran maestro de la lengua alemana o Michel Foucault y Roland Barthes poderosos prosistas, Lacan hasta fue excluido de una historia de la retórica francesa. Al responsable de la exclusión —Antoine Compagnon— lo regañó en público el yernísimo Miller. Contristado, Compagnon se regresó a su cubículo a rehacer la tarea y volvió, otra vez, con las manos vacías. Eso dice él mismo, en Lacan et la littérature (2005), compilado por Éric Marty, cuya lectura da para otro artículo, si le tenemos paciencia a una obra que resulta infértil, al menos, para la literatura. Pero antes de ello, escribamos en la cronología secular aquel día de 1928 en que Breton declaró que el mundo debía estar “loco, loco, loco”.
Si Lacan ocultó la joya más preciada de su rica colección iconográfica, El origen del mundo, de Gustave Courbet, esa lección de ginecología hoy a la vista del público en el Museo d’Orsay, presumió, en cambio, el origen común de sus doctrinas y las del surrealismo, elogios de la locura muy distintos al de Erasmo de Rotterdam.
FOTO: Jacques Lacan (París, 1901-1981), autor de Seminario XIV: La lógica del fantasma. /The Australian National University
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