El pensamiento vivo de Salvador de Madariaga
Clásicos y Comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
El éxito de El corazón de piedra verde (1942), una magnífica novela histórica de Salvador de Madariaga, sobre “el encuentro de dos mundos” ocurrido hace 500 años, de alguna manera expulsó a su autor de la llamada “buena literatura” porque un éxito simultáneo ante el público y la crítica apestaba a esos bestsellers, volviendo de poco fiar —al mismo tiempo— a todos sus lectores, a los profesionales y a los de a pie. La frase devenida en eufemismo para hablar del Descubrimiento y de la Conquista la inventó, por cierto, Madariaga, como título de uno de los capítulos de su biografía de Hernán Cortés (1941).
Madariaga creía en el mestizaje pero no desde la rancia Hispanidad vociferada por quienes imitan a los igualmente fanáticos indigenistas, una de las caras que adopta actualmente el populismo. Ni Madariaga ni Mario Vargas Llosa (quien ha sido juzgado últimamente como si fuera un hispanista de derechas, sin serlo), creyeron o creen en esos fundamentalismos de la identidad. Quienes se acerquen a El corazón de piedra verde y a la menos interesante saga que la siguió, de Madariaga (La Coruña, 1886-Locarno, 1978), encontrarán a un novelista liberal convencido que la historia universal es miscegenación: no hay ni actos inocentes ni razas puras.
Por ser mala época para leer a Madariaga, hay que hacerlo. Fue uno de los liberales-conservadores (no, no es un oxímoron, como me dijo un distraído), que soñó una Tercera España, que no fue la de Franco (a quien le espetó un “General, márchese Usted”, en célebre carta de 1944, cuando se creía que los triunfantes aliados se iban a deshacer del tirano), ni la de los comunistas, la principal fuerza militar de la II República española. Desde antes de la sublevación de 1936, Madariaga, en sus artículos para Ahora, donde regía el hoy resucitado Manuel Chaves Nogales, abogó por rescatar a España de su letargo, habiendo sido, junto a Francia (el país de la Revolución) e Inglaterra (la aristocracia comercial), la tercera de las naciones más universales de la civilización.
Madariaga descreía de la izquierda —para derrocar al capitalismo primero hay que educar a esos burgueses que en España fastidiaban por su incuria— pero también de la aristocracia tradicionalista que sufragaba, ignorante, por el horror fascista. Pero nunca aceptó que las derechas más bien deberían ser extinguidas, como lo desea todavía, según lo advirtió no hace mucho Savater, cierta progresía.
Apostaba Madariaga por una Restauración monárquica —y esa fue su polémica de 1944 con el socialista Indalecio Prieto— capaz de preparar a España, tras el paso benévolo de un rey constitucional, para una verdadera república. Al autor de Cuando estalle la paz. Artículos de Salvador de Madariaga para periódicos de Manuel Chaves Nogales (1935-1945), por ser un liberal clásico, la naturaleza exacta del régimen político —republicano o monárquico— le parecía asunto secundario mientras estuvieran garantizadas las libertades, pero no la anarquía ni el desorden. Esa convicción permitió que aceptase ser embajador de la República en Washington (1931), diputado en las Cortes (1933-1935), embajador, otra vez, pero en París (1932-1934) y antes de la Guerra Civil, ministro de justicia, primero y de cultura, después, durante el tercer gobierno de Alejandro Lerroux. Admiró a Manuel Azaña (admiración no correspondida) y deploró el giro a la izquierda del régimen, iniciado, según él, con la huelga minera de Asturias en 1934.
Anglófilo, como puede adivinarse, Madariaga se exilió en el Reino Unido donde intentó, en correspondencia con el canciller Anthony Eden, una mediación internacional para poner fin a la guerra de España. Fracasado ese intento, Madariaga tuvo el valor de cuestionarse la eficacia del sufragio universal admitido como dogma por las democracias liberales y sin dejar de ser antifranquista, fundó con Popper y otros filósofos y economistas, la sociedad antikeynesiana de Mont Pelerin. Como Santayana, no se contentó Madariaga con lamentarse por las soluciones totalitarias y con acierto o sin él, buscó las falencias liberales que habían hecho de aquella década, la de las camisas pardas y la de las camisas rojas. Pionero europeísta, no vaciló en condenar la veloz instauración del comunismo en Cuba y murió poco después de ver aprobada la Constitución de 1978.
En España, incómodo para casi todos, la Transición se olvidó de él por haber creído que la República, en 1936, estaba condenada a fracasar. Ortega y Gasset pensaba algo similar. En América Latina, los libros de Madariaga cayeron en el pozo sin fondo de la cultura general y don Salvador, como editorialista sindicado en tantos diarios del continente y dado a ofrecernos lecciones de esto y aquello (hasta alcanzó a bendecir alguna opinión del expresidente López Portillo), cayó gordo. Empero, su biografía de Simón Bolívar (1951), inexacta en ciertas cosas, endulzaría los oídos de no pocos de quienes han padecido, en nombre del culto al Libertador, la satrapía chavista y su heredad.
Otro día me ocuparé de las novelas y biografías de Madariaga para citar algo de Cuando estalle la paz (prologado por su sobrino Javier Solana y con introducción de María Isabel Cintas Guillén, Confluencias, 2020).
Madariaga es, como dice la vulgata periodista, muy actual. “La realidad”, dijo, “no se pliega ni a extremos ni dogmas; es varia, cambiante, elástica, siempre inesperada” para izquierdas y derechas, cuyas “ideas políticas” son, con frecuencia, meros “vehículos pasionales”; la corrupción no se elimina con buena voluntad pues es sistémica, “una distribución moral y económicamente defectuosa de los dineros sociales”. Cuando libera al Estado de esa energía social que sólo él puede producir, el burgués contribuye decisivamente a la salud de la nación y la libra del totalitarismo, alimentado, más que por la ignorancia popular, por el parasitismo de la burguesía, sugiere Madariaga.
La guerra, sólo como último recurso de los hombres libres, no es pacifismo bobo sino doctrina justa y española del dominico Francisco de Victoria, recuerda en Cuando estalle la paz. Aquellos ingleses (los contemporáneos de Madariaga) no es que fueran virtuosos, sino veneraban, con la práctica, sus costumbres. España, concluía este fisonomista, un poco anticuado, de clases y naciones, no estaría civilizada hasta que sus burgueses no aprendieran a recibir en su propia casa porque vivían “sin comodidad, sin belleza, sin higiene, sin orden, sin tradiciones ni maneras estéticas, a veces hasta sin limpieza”.
Al campesino, Madariaga le reprocha su religiosidad sin catolicismo, es decir, sin universalidad. Todo en él es “árbol de su propio valle”. Lo suyo es el pasado, por lo cual se requiere de su concurso conservador mientras que el obrero, pese a lo previsto por Marx, tiende a la calificación profesional y el bienestar bien merecido, resultando ser un elemento antirrevolucionario. Y el buen aristócrata, el tipo social preferido por Madariaga como era previsible, “no ha de temer la impopularidad ni la ira del pueblo” porque lo suyo es “pertenecerse”. Vascos y catalanes, admitía resignado, padecerían siempre del secesionismo, la más española, por irrefrenable, de las pulsiones.
En 1943, el último año de la guerra en que el Eje parecía resultar vencedor, Madariaga sostuvo que la exterminación total de los judíos, puesta en duda por Londres y Washington, no era una amenaza del nacional-socialismo, sino lo que estaba ocurriendo en tiempo real. A diferencia de Ortega y Gasset, confidente lloroso de la derrota del Führer, Madariaga prescribió que toda una generación de alemanes debía de reducarse haciendo ciencia y dinero, ajena al trato con el resto de los hombres, prohibitivo para ellos por su infame proceder.
Cuando el editor Gonzalo Losada, huyendo de la Guerra civil por sus simpatías republicanas, se instaló en Buenos Aires en 1938, entre las muchas faenas de la casa que llevaría su ilustre nombre, fundó la colección “El pensamiento vivo”, donde aparecían Kant, Marx, Claude Bernard, Sarmiento, Pérez Galdós o Andrés Bello, antologados por autores contemporáneos entonces célebres. Allí debió editarse “El pensamiento vivo de Salvador de Madariaga”, cuya mezcla de sentido común, excentricidad, incorrección política y humanismo liberal de lectura provechosa, empieza a ser recuperada con recopilaciones como Cuando estalle la paz.
FOTO: El escritor y diplomático español Salvador de Madariaga / Crédito: Real Academia de la Historia
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