El pico de Eric Voegelin

Jul 29 • destacamos, principales, Reflexiones • 3567 Views • No hay comentarios en El pico de Eric Voegelin

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Clásicos y comerciales

POR CRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL  

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A la memoria de Ramón Xirau (1924–2017)

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Al joven príncipe criado entre algodones le bastó contemplar por primera vez a un mendigo, un enfermo y un muerto para convertirse en Buddha. En cambio, un escritor de nuestros días contempla los montones de cadáveres y la espantosa aniquilación de miles de personas en las convulsiones de la posguerra rusa, llega a la conclusión de que algo va mal en el mundo y escribe una serie de novelas mediocres. El primero ve en el sufrimiento la esencia de todo lo creatural, y busca la liberación en el origen íntimo del mundo; el otro, por el contrario, ve en él la consecuencia de un estado de cosas defectuoso, que puede y debe corregirse mediante la acción”.

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Quienes pertenecen a la segunda especie, según Eric Voegelin (1901–1985), son los filósofos gnósticos, que después de haberse escondido tras el antifaz de una herejía anticristiana reaparecieron para adueñarse de la modernidad. Son aquellos que osan, según el filósofo conservador nacido en Colonia, querer transformar el mundo en vez de interpretarlo: son lo mismo Marx y Nietzsche que Freud. Gnósticos fueron, para Voegelin, el filósofo secreto del siglo XX o tan sólo el menos conocido por el público entendido, tanto los comunistas como los nacionalsocialistas y no pocos de los liberales.

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En la gnosis, dice Voegelin en Las religiones políticas (1938), se apoya toda pretensión de autodivinizar al hombre mediante un sistema filosófico concebido para ser empirícamente impenetrable mediante la fe o la razón, religión política que tienta a la ciudad con una vanagloria criminal, la de ofrecer en trueque el plan de la Providencia por alguna mercadería ideológica de manufactura humana. Dicho así, Voegelin no sería distinto a tantos otros enemigos de la Ilustración, quienes datan la caída del hombre en el desastre moderno, en el rechazo de San Agustín (quien en Las religiones políticas sale emparentado con Jünger por su gusto carnicero), en Descartes, Kant, o la Revolución francesa y sus supuestos sacrilegios desplegados hasta nuestros días. Empero, cuando el pico de Voegelin, ese inmenso iceberg académico, comienza a ser divisado en la lengua española, es oportuno, a los ojos del siglo pasado, destacar su originalidad. Este pensador cristiano huyó de la Alemania nazi por haber refutado el antisemitismo y sus fuentes racistas con La raza. Historia de una idea (1933) donde aseguraba que segregar a los hombres por razas era una idea moderna dirigida contra la sustancia divinamente creada para unir a la humanidad. El origen judío del cristianismo, aseguraba Voegelin, tenía que ser motivo de orgullo pues era la garantía de su perfección. Blasfemia le hubiera parecido a Voegelin, un filósofo secular, la pureza de sangre exigida en la España de los Reyes Católicos, pues negaba la eficacia redentora del bautismo.

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En su repulsión del totalitarismo, Voegelin llamaba a tomarse muy en serio tanto a Hitler como a Stalin, en tanto dioses-sacerdotes-faraones a la egipcia, infestados de ansiedad gnóstica por crear, adánicamente, un hombre nuevo mediante el asesinato de millones, por motivos de raza o de clase. A diferencia de Léon Chestov y otros filósofos cristianos, particularmente rusos, Voegelin, erudito en la Antigüedad de muy ardua comprensión para un publicista como yo, no pensaba que el totalitarismo soviético o la Alemania hitleriana, fuesen meras parodias ideológicas de la religión.

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Eran verdaderas religiones políticas de origen antiquísimo cuya inmensa feligresía probaba que encarnaban el Mal absoluto, en el cual creía Voegelin, de alguna manera un discípulo de Weber consciente de la mundana eficacia demoníaca. No era una característica del siglo XX la existencia de esos pensadores quienes al crear un sistema se sienten “libres para redimir al hombre del estado de naturaleza” pues la arrogancia de Marx fue precedida por la de Moro, Hobbes y Hegel. Pero tampoco, según colijo de Las religiones políticas (Trotta, 2014), fue Vogelin, un antiilustrado –sólo arremete contra Condorcet, el más débil de ellos– y paradójicamente, este enemigo de la modernidad refugiado en las universidades estadounidenses, creía que su ausencia de teleología –la creencia en toda cosa tiene una causa final– hacía de la democracia liberal el ambiente más propicio para el desarrollo del Bien, que él asociaba a toda trascendencia religiosa, incluso la no cristiana.

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La compañía natural de Voegelin es la de Leo Strauss (1899–1973), celebridad mediática a principios de nuestro siglo por haber inspirado a algunos neoconservadores durante la presidencia de Bush II, al grado que “straussiano” se volvió un insulto en cierta prensa cuyos redactores nunca lo habían leído ni entendido. Judío, Strauss sostuvo una correspondencia esporádica con Voegelin, su rival cristiano. Aunque se confabularon para hacerle imposible la vida académica al liberal Popper, tenían muchas diferencias de matiz, Strauss y Voegelin, como para ir más allá de las pocas cartas cruzadas entre 1934 y 1964, recogidas en Fe y filosofía (Trotta, 2009). Para Strauss, nos dicen los prologuistas de esta pequeña edición, Voegelin estaba más cerca de Jerusalén que de Atenas y Roma. Tache.

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Voegelin era demasiado cristiano para el gusto de Strauss (“la filosofía es radicalmente independiente de la fe”, le espeta en 1950), aun cuando coincidían en filias y fobias: en su desdén del historicismo (la filosofía es impermeable a la historia) o en su defensa de la ontología contra el existencialismo en boga (importa cuándo y cómo se devela nuestro ser, una o dos veces en la vida, no la forma ordinaria de nuestra existencia). El tercero en discordia, nunca mencionado en la correspondencia entre ambos exiliados, debió ser Carl Schmitt (1888–1985), el filósofo del derecho nazi, quien ha sustituido, entre los neocomunistas, a Sorel y a Lenin, como el recurrente profeta de la violencia.

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Par de sabios locos, Voegelin odiaba a Locke y Strauss lo daba todo por Lucrecio. Eran gente capaz de dejar de escribirse veinte años por una diferencia en la interpretación de un párrafo del Timeo. Su común tema predilecto fue, sin duda, platónico: la disección filosófica de la tiranía, el diagnosticado cáncer de la historia. Asumían, tristeando, que a casi todos los hombres, al reunirse en una ciudad y siendo sofistas por costumbre, les tiene sin cuidado la verdad.

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FOTO La principal refutación de Eric Voegelin contra la Alemania nazi se centró en la segregación racial, la que consideraba una idea contraria a la sustancia divinamente creada para unir a la humanidad. / Cortesía especial

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