El problema de la novela
POR JAIME TORRES BODET
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“¿Es acaso porque, de todos los géneros literarios, la novela es el más libre, el más ‘lawless’… es acaso por esto, por miedo a la misma libertad de que dispone, por lo que la novela se ha asido tan cobardemente a la realidad?”, exclama Eduardo, el personaje más intelectualizado de la última novela de André Gide al referirse a los trabajos que ha emprendido y que se confunden, no sin deliberación, con los del autor.
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El problema de la novela está definido en estas líneas con una inteligencia nada común. No es un problema de decadencia como afirma Ortega en La deshumanización del arte, ni es un problema de vertebración lógica como está a punto de indicarlo Eugenio d’Ors en sus glosas de novelistas contemporáneos: Morand, René Benjamín. Es, más sencillamente, un problema de arte, un problema de arte puro.
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El siglo XIX parece haberse complacido en dejarnos el mayor número de tradiciones que contrariar. Sería reconocernos vencidos de antemano el querer persistir en los cauces de las ideas aceptadas por los hombres del ochocientos. Las obras producidas bajo el imperio del positivismo ortodoxo pudieron ser bellas. No les neguemos nuestra admiración, neguémosle nuestra obediencia. Como toda época que logra individualizarse, adquirir una tonicidad característica, el siglo XIX no desapareció sin denigrar el movimiento intelectual que iba a sucederle. Para denigrarlo, encontró un pretexto y una fórmula. Un pretexto; limitación de horizontes. Una fórmula: decadencia.
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Decadente se llama a sí mismo Verlaine en 1875 y de decadente se acusa en América a Darío en 1905. Debió estar animada de singular existencia esta idea cuando, moneda demasiado usada, sigue aún circulando entre nosotros y todavía hoy se quiere comprar con ella el presente artístico del mundo. Decadente continúan llamando los críticos del naturalismo a la poesía imaginista de los Estados Unidos y no encuentran palabra mejor para designar el proceso de la pintura actual en Europa. Spengler aprovecha una hora de desgracia nacional en Alemania para deslizar su libro sobre La decadencia de Occidente y José Ortega y Gasset divide esta receta en dos fracciones y funda, con la segunda mitad una Revista de occidente, en tanto que aprovecha la primera en redactar una serie de notas sobre “la decadencia” de la novela.
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¡Siempre esta necesidad de borrar la obra de hoy con el recuerdo de la de ayer, teñida de excesivo color en la realidad exagerada del romanticismo! Pero los contemporáneos no pueden contentarse con los recuerdos de una juventud que no han vivido y es por esto por lo que habrá que buscar otra solución para ellos, menos panorámica, menos elegante que esta solución capaz de explicarlo todo por la decadencia. Una solución más interesada en investigar que en negar, la única realmente digna de descubrir la porción de verdad estética que los ensayos de contienen.
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Desde luego, situándonos ya en el terreno de la novela, una objeción ocurre hacer a las proposiciones herméticas de Ortega. “Conviene imaginar a la novela —dice—, como una cantera de vientre enorme, pero finito. Los obreros de la hora prima encontraron con facilidad nuevos bloques, nuevas figuras, nuevos temas. Los obreros de hoy se encuentran en cambio con que sólo quedan pequeñas y profundas venas de piedra.”
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Haciendo a un lado las ligaduras en que el estilo de Ortega y Gasset se enreda y no se detiene, queda una afirmación positiva: la novela está fuera del hombre; es un género al que habrá que ir como van las mujeres a buscar agua al pozo. Mientras el manantial brote, el trabajo del artista se reducirá a hundir en la frente su cántaro. La decadencia de la novela es, para Ortega y Gasset, cuestión de cantidad de temas. No hemos de hacer causa común con él en este camino de regreso al naturalismo. Ninguna obra de arte vive del tema que expresa. Afirmar que el mérito de una novela está en razón directa de la novedad de su asunto, es suponer que las palabras “mérito” y “éxito” se enriquecen con un significado común. De acuerdo con esta preeminencia del argumento que es lo episódico sobre el arte que es lo esencial, La dama de las Camelias sería superior a Rojo y negro y La Atlántida de Pierre Benoit, en donde hay un verdadero delirio de acción, haría palidecer las cualidades del Adolfo de Constant, en donde no sucede nada.
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La novela no es un género en decadencia. El Ulises de Joyce, Fermina Márquez de Larbaud y, más recientemente, Los monederos falsos de Gide no son obras de decadencia. Lo único que ha entrado, no ya en decadencia, sino en un franco período de abandono es la novela naturalista, la novela de consumo para los horteras y las señoritas de almacén, la novela a lo Zola: Germinal o a la Blasco Ibáñez: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, y ha caído en desuso porque no era una forma literaria pura y porque, no siéndolo, no pudo competir con el cinematógrafo, más inteligente en recursos industriales, alimento sólido para esa hambre de imaginación sin esfuerzos que caracteriza a los hombres cuando integran un público.
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El mismo personaje de la novela de André Gide que cité en un principio, se refiere al género en estos términos: “¡Una tajada de vida! Decía la escuela naturalista. Su defecto consistió siempre en cortar esta tajada en un solo sentido: en el sentido del tiempo, en longitud. ¿Por qué no en anchura o en profundidad?” Esto es lo que ha pretendido hacer la novela contemporánea, la novela de Proust o de Joyce: desprenderse de la noción de tiempo a la que, en una nota anterior, hacía yo responsable del desastre del teatro como entidad tradicional, y penetrar los fondos más sutiles de la conciencia, mediante una serie de escenas insistentes —de experiencias de memoria— en que el artista aboca el campo de las expresiones inferiores, el mundo de los actos pequeños y encuentra ahí con la misma malicia que Freud torna en defecto, la flor de la intención oculta, en que la acción y el pensamiento se resuelven.
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Por mucho que descienda en esta investigación, la novela no correrá el peligro de convertirse en psicología pura, puesto que, como obra de arte que es, hará coincidir con estos recursos de lo que se ha querido llamar “suprarrealismo”, una síntesis y una armonía de emoción que no se descubren, por ninguna parte, en la ciencia y que son, exclusivamente, el rédito de la belleza.
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¿La novela cambiará de propósitos? Lo esperamos. ¿Por qué todo cambio ha de ser una decadencia? ¿Es, acaso, que la novela había alcanzado tal punto de madurez? ¿No le quedaba, pues, sino morir?
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Lo que es cierto, en el tránsito pintoresco de las estaciones, para una manzana, no debe aplicarse a la obra de arte. Una novela, un drama no son un racimo. La madurez, último período de la vida botánica, no es sino una pausa en la historia de la literatura. Esto querrá decir que el público está cansado de las novelas que lo divierten y empieza a exigir de ellas que lo interesen. Lo que los nuevos autores deben pretender es conseguirlo.
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*FOTO: André Gide, Premio Nobel de Literatura 1947, fue el modelo de narrador para las primeras generaciones de escritores del siglo XX. En la imagen, el autor de Los monederos falsos y Corydon/Especial.