El regalo de Karim: Bowie y Kureishi una fecunda correspondencia creativa

Feb 18 • destacamos, principales, Reflexiones • 3910 Views • No hay comentarios en El regalo de Karim: Bowie y Kureishi una fecunda correspondencia creativa

POR JOSÉ HOMERO

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Ninguna sentencia tan idónea para fungir de lema a un templo sobre David Bowie que ésta de David Buckley, su biógrafo rechazado: “Su influencia fue única en la cultura popular; ha permeado y cambiado más vidas que ninguna otra figura pública.” Ciertamente ninguna otra deidad ha impulsado más vidas, detonado nuevas carreras, que la supernova Bowie, cuya luz mercurial imbuye a intérpretes variopintos pero también a toda suerte de creadores incluyendo a teóricos de la innovación empresarial. La literatura no ha sido la excepción y a las novelas en clave presuntamente inspiradas en su personalidad, hay muchas más evidentes que no dudan en declarar el nombre de su amor: desde These dreams of you de Steve Erickson hasta Héroes de Ray Loriga o El regreso del duque blanco de Neil Gaiman. Sin embargo ninguna posee tan intrínseca correspondencia con el cantante como las dos novelas tributarias de Hanif Kureishi: El buda de los suburbios y El regalo de Gabriel –aunque la obsesión data de una pieza dramática previa: The mother country.

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La deslumbrante presentación de este escritor inglés de ascendencia paquistaní, El buda de los suburbios (The Buddha of suburbia), es una novela de iniciación, como lo serán igualmente otras posteriores, así El álbum negro o El regalo de Gabriel, pero también mucho más: pintura que exhibe la craquelación de la emergencia de la estratificada Inglaterra en una sociedad multirracial; retrato de una nueva generación que subvertía los roles de la tradición no sólo en la música sino también en la sexualidad y la política; sagaz mezcla de cultura popular y alta cultura; crónica de los avatares del pop en el arco de una década; los estertores del ensueño jipi a los gritos de alarma punk y pospunk ante la inminencia del thatcherismo…

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Hijo de padre paquistaní y madre inglesa, Karim, el protagonista, crece en un suburbio del sur de Londres inmerso en la efervescencia pop de los primeros setenta deseando convertirse en alguien a pesar de la confusión y el caos que dominan su vida. Su existencia se trastorna primeramente por el divorcio, toda vez que el serio, inútil y apático burócrata de su padre se transforma en un inverosímil gurú de la periferia y se enamora de una mujer esnob cuyo hijo encarna los deseos no sólo de Karim sino de hombres y mujeres, y poco después por el viaje iniciático hacia el centro de la nebulosa pop: la cercana y a la vez lejanísima Londres. El otro personaje polar es Charlie Kay, joven de belleza andrógina, icono de la rebeldía suburbana, con sus escarceos musicales –lidera una banda de rock denominada Must’n Grumble–, su impecable e infalible gusto por la ropa y su sentido de la oportunidad.

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Charlie se configura combinando rasgos de David Bowie y Billy Idol, músicos ambos salidos de Bromley, el suburbio (Idol, como Bowie, no nació allí pero se mudaron en su adolescencia) donde se crearon Hanif Kureishi y el otro personaje creado por él, Karim Amir, el cual tendría especial relevancia en la eclosión del punk. Sus rasgos copian los de David y también sus efectos: detentan una belleza dolorosa de soportar como nos lo revelara el arrebatado Rainer Maria Rilke –pues bien sabemos que David es un ángel, cuchichea el narrador de Héroes de Ray Loriga:

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Era un chico al que la naturaleza le había insuflado tal belleza –una nariz tan recta, unas mejillas tan hundidas, unos labios como botones de rosa– que la gente sentía miedo de acercarse a él y a menudo estaba solo. Los hombres y los muchachos tenían erecciones sólo por hallarse en la misma habitación que él; otros sentían el mismo efecto por estar en el mismo país”.

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Si bien Charlie disfruta de una mediana fama suburbana y se da el lujo de cultivar la arrogancia y la pedantería, en el fondo está acremente consciente del aroma de mediocridad que exhala. Esta inseguridad en apariencia incompatible con el triunfador Bowie, en realidad adapta fielmente la ordalía que padeció antes de convertirse en la estrella más brillante de la galaxia. Aunque dotado de atractivo físico, carisma, astucia e instinto para la autopromoción, el joven David Jones parecía corto de talento frente a sus compañeros de generación, cuando no un carabonita ambicioso e intrigante. Saxofonista en una época donde quienes concentraban las miradas eran los cantantes y en segundo término los guitarristas, no parecía encontrar ni su voz ni su estilo. A los diecinueve años había pasado por cinco grupos, grabado cuatro sencillos, cambiado en tres ocasiones de representante sin repercusión, mientras sus compinches del colegio y del desmadre ascendían meteóricamente: Marc Bolan, Steve Marriot, Peter Frampton. David no la tuvo fácil y su historia, más allá del talento que finalmente emergió, es la constatación de que la autoestima, la convicción y la autoprofecía resultan determinantes en la construcción del éxito. He aquí una de las lecciones imperecederas de Bowie: sobreponerse al fracaso y reinventarse para ascender como luminaria.

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Más allá del parecido, de la destreza para transformarse, de los ecos biográficos o la coincidencia de que Karim provenga del mismo suburbio en que creció Bowie y que asista a la misma escuela, el Instituto Tecnológico de Bromley, donde la fotografía generacional del joven David es adorada con arrobo pueblerino, la afinidad más secreta de la novela de Kureishi con la vida de Bowie está en su credo: la panacea de la cultura, el papel del arte en el descubrimiento de las posibilidades de cada individuo, el talento como redentor de la mediocridad. Frente a las expectativas asignadas, frente a los prejuicios dictados por la norma, el arte y su disrupción fulgen como una utopía. Bowie por supuesto no es Charlie, o no sólo él, también es Karim, quien si bien comparte peripecias de su padre literario, Kureishi, tiene igualmente mucho de aquél al terminar saliendo de los suburbios para asentarse en la ciudad encontrando un asidero en el arte.

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La relación entre ambos creadores acaso no habría pasado de esa permutación literaria de no ser porque tras su apoteósica recepción, la BBC decidió adaptarla en una mini serie. Tras entrevistar a Bowie para Interview, aquella icónica e influyente revista neoyorquina de Andy Warhol, Kureishi le solicitó anuencia para utilizar un par de canciones dentro de la banda sonora y entusiasmado por la cálida aprobación, lo invitó a componer el tema. Bowie pidió copias de los capítulos y dos meses después, Roger Michell, el director, gran amigo de Kureishi –colaborarían nuevamente en la aclamada Venus–, escucharían en un estudio suizo las pistas. Lo que ignoraba era que esa petición que en apariencia sólo cerraba el ciclo de admiración mutua devendría decisiva dentro de su propia carrera.

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En realidad Bowie se enfrentó a El buda… de dos maneras: en principio componiendo música incidental, pequeñas piezas de un minuto o menos con efectos sonoros creados con guitarras, sintetizadores, trompeta, percusiones y cítara. Esta especie de células minimalistas, a los que llamó motivos, fueron las que recibieron el escritor y el director. Sin embargo, apenas un mes después, retomaría su composición, esta vez con su músico entonces de cabecera, el virtuoso de ascendencia turca, Erdal Kizilcay, reelaborando dichas viñetas hasta desarrollarlas en melodías y piezas más extensas.

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La revelación de la novela

El buda de los suburbios pese a su origen de encomienda terminó siendo uno de los álbumes más personales, introspectivas y redentoras, la primera en casi dos décadas de exploraciones y tentativas sin rumbo, desde el extraviado Never let me down (1987) hasta el mediocre y complaciente Black tie White noise (1993). Si Bowie fue el modelo para Kureishi, la novela de éste a su vez inspiraría a Bowie para reencontrarse consigo mismo de sí tras los devaneos de esa etapa errática.

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Poetas románticos debieron recurrir a la máscara, al relato en tercera persona, para expresar su verdad –Oscar Wilde algo supo al respecto–. El propio Bowie no fue ajeno a esa técnica y sólo hasta que recibió lecciones de técnica corporal y rudimentos de drama consiguió su originalidad creando una galería de personajes, parlamentos y dramas embozados. En el momento de mayor extravío, ciclo oscuro en la elipse de la gran estrella, Bowie encontró en la novela de Kureishi, una máscara de su propia vida, el estímulo necesario para renacer. Es por ello un disco clave, no sólo para comprender la renovación de Bowie en los noventa, dejando atrás un cenagoso periodo, sino también para atisbar cómo Bowie se miraba a sí mismo y su trayectoria. Si todo arte es en cierto modo autobiográfico, según apunta en las notas introductorias del disco, El buda… le sirve como un espejo. Al respecto, Chris O’ Leary ha dictaminado que se trata de una “secreta y abstracta autobiografía, la única que Bowie acaso concedió escribir”.

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Sensual, melancólica, evocativa, confesional detrás de la cebolla de las capas de sonido, honesta en su barroquismo, con sus constantes citas autorreferenciales y el recorrido por los diversos ritmos que conforman la trayectoria de Bowie –en este sentido es una auténtica autobiografía musical–, El buda de los suburbios es una recapitulación de su historia pero también revisión de las tendencias contemporáneas; suena aldeano e interestelar, con sus ecos de espiritualismo pop y sus pastiches del futuro pasado de Vangelis en Blade Runner mientras parece empecinado en aprender los trucos de los nuevos artífices del baile: de Prince a Michael Jackson, de Sade a Pulp.

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Recorrido por todas las estaciones de este itinerario, hay ecos y guiños en el sonido –la guitarra estilo Space Oddity, las menciones específicas: “All mad men”, “Aladdin Sane”, “Sister midnight”–; en la reasunción del papel de Bowie como saxofonista –la canción homónima ofrece uno de los mejores solos de saxofón de Bowie; y en “South Horizons”, por ejemplo, los trenos metálicos de la trompeta grabada por Kizilcay, sugieren una especie de riff en contrapunto con la improvisación pianística de Mike Garson, otro antiguo socio, y los fragmentos de jazz en los que se entreveran fraseos del mismo Bowie–; la recuperación de los elementos del ambiente como en su trilogía berlinesa; la apropiación de recursos de la vanguardia neoyorquina, la exploración de las técnicas de grabación y de los nuevos ritmos bailables –plenamente asimilados en dos de las mejores composiciones del álbum: “Strangers when we meet” y “Dead against it– , este álbum inaugura la madurez de David Bowie, etapa en la que el pasado se incorpora al presente mientras enfrenta al futuro ya sin la ansiedad de sus obras previas, tan necesitadas de mostrar a los críticos que seguía siendo un grande. No pocos devotos lo consideran uno de los grandes álbumes –acaso el mejor de las últimas décadas– y el propio Bowie lo incluyó entre sus discos favoritos.

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A través de la sublimación de Kureishi, Bowie se reencontró a sí mismo. Siguiendo este juego de espejos a su vez con el disco, a un tiempo apostilla y confesión, Bowie se revela a través del disfraz. Los versos que relatan la historia de Karim confiesan también las propias ambiciones e inseguridades del adolescente Jones. Del mismo modo que la música surge acumulando capas, secuencias tocadas al revés y reminiscencias estilísticas, en la lírica todo es cifra y compulsión intertextual. En el culmen de esta construcción en abismo, de esta representación donde los disfraces permiten asentar la paradoja del comediante, Bowie le otorga al escritor igualmente un papel: será Ian Fish, heredero del Reino Unido (en inglés: “Ian Fish UK heir”), un anagrama para esconder al modo de los trovadores provenzales el nombre de su mentor: Hanif Kureishi; y también una clave del hondo significado de la novela: el mestizo como heredero de la tierra británica. Así se cumple una vinculación que satisface ese anhelo romántico de la simpatía, la colaboración entre artistas gemelos, cuyas obras mutuamente se enlazan y propulsan.

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FOTO: En la novela de Hanif Kureishi, los personajes principales son habitantes de Bromley, suburbio londinense en el que crecieron David Bowie y Billy Idol. En la imagen, una de las fotografías que formaron parte de la exposición Duffy/Bowie Five Sessions, en el Museo de la Ciudad de México/Cortesía Museo de la Ciudad de México.

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