El regreso de Manuel Acuña

Ago 13 • destacamos, principales, Reflexiones • 5671 Views • No hay comentarios en El regreso de Manuel Acuña

Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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El suicidio del poeta Manuel Acuña, de veinticuatro años, el sábado 6 de diciembre de 1873 en la habitación número 13 de la Escuela Nacional de Medicina, fue, antes que la agonía romántica imperante en otras literaturas, apenas un suspiro cuyo efecto, contra todo pronóstico, se ha prolongado a través del tiempo mexicano. Cosa extraña, en fechas tan recientes como 2007 y 2009 aparecieron dos novelas, nada malas, sobre el caso Acuña, una, del español Pepe Monteserín (La lavandera) y otra del periodista mexicano César Güemes (Cinco balas para Manuel Acuña). Ambas, desde luego, sacan provecho de la interminable aureola del joven poeta suicida o muerto joven de consunción o en un duelo, nacida con Chatterton y continuado con Keats, Von Kleist, Larra, Pushkin o Lermontov, entre otros románticos, pero dudan sobre si fueron realmente las penas de amor las que lo mataron u otra cosa, de la cual se puede parlotear sin concluir nada, dado el arcano representado por todo suicidio.

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Nada, salvo el espíritu de su tiempo (lo cual no es poca cosa) prefiguraba el suicidio a Manuel Acuña, llegado a la Ciudad de México a estudiar medicina, una profesión liberal entonces empática con el ejercicio de la literatura, desde Saltillo, Coahuila, donde había nacido el 27 de agosto de 1849. A fines de 1864 el señalado joven Acuña Narro, llega a la capital del fallido imperio de Maximiliano para transformarse pocos años después, en un hijo de la victoria republicana de 1867, con su alarde no sólo liberal, sino positivista. Aunque todavía le toca ingresar al Colegio de San Ildefonso, regido por jesuitas durante el interregno imperial, Acuña saldrá de esas aulas que gracias al educador Gabino Barreda (1818–1881) están a un tris de transformarse en la Escuela Nacional Preparatoria, granero de los cuadros del inminente Porfiriato.

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Poniéndose a las órdenes de Altamirano y su Renacimiento, Acuña empieza a declamar versos románticos, nacionalistas y patrióticos, pero con una temprana oda al escepticismo en 1868, a los vencedores de Maximiliano les queda claro, incómodos, que la paz ganada por ellos para los más jóvenes les permitirá a éstos, por primera vez en el siglo, descreer tanto de la derrotada ortodoxia conservadora como de los heterodoxos liberales victoriosos, alejándose de los hermanos enemigos de la guerra perpetua. No sólo eso. En ese año Acuña y sus jóvenes amigos forman sus propias asociaciones culturales, como la Sociedad Netzahualcóyotl, que se reúne nada casualmente en el ex convento de San Jerónimo, en el cual vivió y murió Sor Juana Inés de la Cruz. La batalla antigongorista ya no es cosa de interés para los jóvenes y aunque la muy pasajera generación de Acuña no sea aun modernista, representa al extravío romántico que los discípulos de Darío llevaron a su extremo.

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La frase de Antonio Castro Leal sobre la “discreción” con la que pasó nuestro romanticismo por el siglo sigue vigente. Ese sigilo tornó climático el suicidio de Acuña y las muertes precoces de sus camaradas como Agustín N. Cuenca (1850–1884) y Manuel Flores (1837–1885). El primero se hizo cargo de una de las amantes de Acuña, Laura Méndez de Cuenca (1853–1928), otra de las candidatas a ser la primera escritora moderna de México, a quien dio su apellido, haciéndose cargo de la madre y de su hijo natural, fallecido a los tres meses de nacido. Y Flores, quien murió ciego como consecuencia de la sífilis, fue quien conquistó a la apetecida musa, Rosario de la Peña y Llerena (1847–1924), muriendo en sus brazos, hecho más que suficiente para que ella aquella dama que hizo también enloquecer al recio Nigromante, hiciera votos de clausura poética y muriera soltera, siendo como fue la mujer a la cual Acuña le escribió su celebérrimo “Nocturno”, lo cual la convirtió, a ojos de la opinión, en una arpía.

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Para entender la alta sociedad cuyas puertas se le abrieron al ameritado Acuña, la prima de Rosario se había casado nada menos que con el general Achille Bazaine, jefe de las tropas francesas al servicio temporal de Maximiliano, cuya legítima esposa murió suicida, según las malas lenguas o de pleuresía, según las buenas, en La Habana, camino del Valle de Anáhuac, a donde acaso le pareció horrendo reunirse con el general, dejándolo oportunamente viudo. El 28 de mayo de 1865, teniendo a los emperadores como testigos, Bazaine pidió la mano de María Josefa Pedraza de la Peña, en lo que fue el gran acontecimiento social que la efímera corte le ofreció a sus súbditos.

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Las atrevidas poesías de Acuña llamaron la atención de los lectores despabilados por el Imperio y su caída, como con “La ramera”, la proverbial denuncia, por Acuña, de la sociedad filistea que usa y tira a la prostituta, a la María Magdalena que ese “hombre superior” como lo llamaría Renan en su Vida de Jesús (1863), perdonó. El asunto le sirvió como tema para El Pasado, su única obra de teatro y gran éxito que hizo salir al poeta del teatro en los hombros de sus sicofantes, sobre, precisamente, la “mujer caída”. Aquello que había escandalizado treinta años atrás a los selectos catecúmenos de la Academia de Letrán cuando el Nigromante afirmó la inexistencia de Dios, con Acuña llegaba, al fin, a la plaza pública. El joven provocador no sólo era un estudiante de medicina acostumbrado a las novatadas siniestras, haciéndose de un cráneo bien pulido para que sus amigos lo llenaran de frases poéticas o epigramas, sino le dedicó un poema a Dios, a quien llama, tras buscarlo sin resultados en su propia conciencia, “supremo y oscuro mito” e “hijo del miedo del hombre”, lo cual provocó que Altamirano saliera en su defensa, desde El Renacimiento, contra La Sociedad Católica, presentando a Acuña, “como un joven nacido en una época de indagación, de duda, de desencanto, hijo legítimo del siglo XIX, racionalista, osado y deseoso de penetrar en el camino de lo desconocido y de franquear los senderos tenebrosos del análisis psicológico, sin llevar en la antorcha de la tradición; es un poeta pensador, como Goethe y Byron…”

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FOTO: Si bien es recordado por la pasión que expresó por Rosario de la Peña, Manuel Acuña sostenía una relación menos idealizada con la poeta Laura Méndez de Cuenca./ESPECIAL

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