El regreso
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Un hombre se presenta en una casa de empeños para negociar su deuda. Afuera lo espera un ataúd con los restos de su pasado inmediato
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POR OMAR DE FELIPE
Quizás la única advertencia de mi nueva condición fue esa profunda lasitud que dominaba mis brazos y piernas; se balanceaban, pesados, como siguiendo el impulso de un movimiento siempre pasado e incierto. Lo advertí, y de cualquier manera continué caminando. No tenía otra opción, era el último día para liquidar el préstamo. Me arrastré hasta el baño y traté de mirarme en el espejo. Traté, porque últimamente ni eso se me antoja, porque estoy cansado de verme cansado en el espejo, de no buscar excusas, de no intentar salvarme. Por supuesto, no lo hice, no me miré porque tampoco alcancé a encender la lámpara. Bajo la regadera, abrí la llave y dejé correr el agua. Era de mañana, y un destello de luz crepuscular atravesaba el grueso cristal. Las gotitas de agua reventaban contra mi piel, sin tocarla y, a su vez, también chocaban contra la cortina del sol; se encendían al contacto. Era como si decenas de luciérnagas brotaran y desaparecieran súbitamente frente a mí. No, me dije. Uno no puede morirse, así, de repente.
Estaba esperando el camión, ¿sabes? Conté el dinero en mi cartera y encontré lo justo para regresar. Veinte pesos, para dos camiones. Era la hora de siempre, seis de la tarde. Tengo que caminar unas cinco cuadras hasta la primera parada, en La Paz. Y es subir y estar de pie (porque a esa hora nunca se consigue asiento) y permitir que el vulgar vaivén me arrulle, cegarse ante la pasarela de coches, carteles, ambulancias, las caras exprimidas de cualquier gesto, la auténtica pasividad, el inconfundible regreso, todo por una hora. Bajo hasta San Juan y camino otros quince minutos hasta llegar a Montes. Y esperar, de nuevo.
Salí de mi dormitorio escurriendo, vestido con una trusa únicamente. Cuando entré a la sala María aún estaba ahí, en su ataúd. Eso pensé, como un imbécil. Me sequé con una toalla que colgaba sobre una silla de plástico, junto a las veladoras. El rumor del foco viejo sobre ella sustituyó el silencio que cargaba desde el dormitorio. Me incliné, somnoliento, para tomar una de las colillas del piso. Tuve que apoyarme del muro, resquebrajado por la humedad, para levantarme. Al lado, más allá de las paredes de la tablaroca, por arriba, por abajo, la ciudad aullaba con sus anuncios y cláxones. En un mismo impulso, llevé el cigarro a mi boca y mi cara hasta una veladora, sobre la mesa de plástico, para encenderlo. Uno no puede morir, así, de repente me dije mientras recogía y terminaba otro cigarro, y otro, y uno más, hasta darme cuenta de que no necesitaba prenderlos porque aún estaban encendidos. Su costumbre era tirarlos sin fumarlos por completo, pensé. Llegaba a las ocho de la noche, cada día, sorbiendo tranquila su cigarro de turno. Los escupía por la sala, sin acabarlos, y se sentaba a contarme su día, valiente, sin vacilación. Revisé mi cartera, salí del departamento y reacomodé el moño negro en la puerta, hondo, limpio. Así fue su muerte, limpia; su sufrimiento, libre de cualquier dolor.
Pero dejé pasar dos, tres camiones. Y me detuve. Y me puse a contar de nuevo las monedas, una y otra vez, a repasar la mugre en sus contornos, el agrio olor de sus muescas. No hice cuentas, no por falta de algún tipo de maldad pasiva, de eso estoy segura. Sé que es absurdo hacer cuentas, tratar de calcular cuánto valen dos horas de viaje en camión, en la ciudad, en mi vida. El sol prendía fuego a las ventanas y el aire escapa súbitamente de mí. Los coches se balanceaban, lentos, pendulares, como una marea metálica, a mi alrededor. Las personas me pasaban, intempestivas, furiosamente resueltas, como avergonzadas de no encontrar una compensación a… todo esto. Podría seguir, pero esto se puede resumir de la siguiente manera: de pronto, se me hizo insoportable cargar esas monedas. Había tantas tiendas, puestos dónde gastarlas. Pero no lo hice.
Para cuando llegué al banco, mis piernas empezaron a endurecerse. En aquel momento se me ocurrió dudar, preguntarme, injustificado, por qué me esforzaba tanto en pagar el préstamo. Pero inercialmente ya estaba ocupado con mis piernas al llegar a los escalones del banco; flexionarlas iba más allá de la voluntad. Tenía que contraer y elevar la rodilla con una mano y empujar y desdoblarla desde la parte posterior con la otra mano, como si fuera un muñeco de ventrílocuo reanimándose a sí mismo. Realicé cada paso hasta completar una secuencia, una a la vez, con la vista hacia abajo, enfocado en mis piernas. El guardia de la entrada me dedicó una mirada de incredulidad que ignoré al cruzar las puertas. Con las piernas molidas y la respiración entrecortada, me arrastré hasta encontrar un cubículo desocupado y me dejé caer en una silla. El agente me observó, curioso, y esperó a que reaccionara ante su escrutinio. Se pasó cuatro dedos por el cabello y acomodó, lento, complaciente, unos papeles que, al estar juntos, nunca podrían estar en orden. Me tocó en un solo punto mi mano con la suya, como asegurándose de que estuviese vivo o despierto. Se aclaró la garganta y se adelantó a mi creciente estupor:
–Buenas tardes. ¿En qué le puedo ayudar?
Tuve que repetir en mi interior la frase preparada, inseguro de que saldría de mi boca:
–Vengo a l i q u i d a r el pré s t a m o –alcancé a decir.
El agente se apoyó con ambos codos sobre el escritorio y reposó sus manos frente a mí
–Caray, señor. Me temo que eso no será posible. Me refiero a que, dadas sus condiciones, no estoy seguro de cómo debamos proceder. Claro, eso no quiere decir que su deuda está perdonada, así como si nada…
El estupor se convirtió en impaciencia. Con la cabeza ladeada, alcé tanto como pude las cejas, inquiriendo, esperando que aquel hombre sencillamente se callara.
–Verá, señor. Usted está muerto.
Lo escuché a través del aire y del espacio que no pudo cubrir el aire. Escuché el “usted está muerto” con los dientes apretados y una risa agria en mi interior. Claro, me dije a mí mismo. Traté de resoplar, de enojarme con todo ese absurdo, pero no tenía aire qué sacar.
No lo hice. Pensé en tantas formas en qué gastar esas putas monedas, y no pensé precisamente en lo otro. En no hacerlo.
–¿E n t o n c e s? –escuché a mi voz preguntar, lejana, opacada por las pisadas a mi alrededor.
El agente asintió por unos segundos antes de recargarse de nuevo sobre su espalda:
–Permítame ser honesto. En su caso, tendríamos que proceder a una demanda por incumplimiento de pago, eventualmente. Omitiré las tristes consecuencias finales de ese plan de acción, pero lo que sí tiene que saber es que, al fin y al cabo, esta es una situación inútil para el banco, porque ese dinero pasaría por tantas manos, oficinas y cuellos de botella que nunca llegaría a nosotros –en un tono de secretismo fraternal, se acercó a mí–. Le digo esto porque creo que podríamos aprovechar algunos hoyos legales para apoyar su situación. Dígame, ¿tiene forma de comprobar los gastos del préstamo?
Respiré profundamente y pensé en María.
–Sí. Lo usé p a r a pagar el a t a ú d de mi esposa.
María llegó a las once de la noche. En cuanto me vio, bajó levemente la mirada. Sus ojos iluminaban las ascuas en su cigarro (y no al revés). Una mansa furia retumbaba en su puño temblando, desfiguraba su rostro; dio seis, siete pasos, abrió la mano y dejó caer los veinte pesos frente a mí. No esperó piedad ni comprensión. No le hubieran bastado. Se dirigió al sofá, se sentó, liberó una densa nube de humo por la nariz, escupió el cigarro y se quedó muerta, viendo al piso.
–Lamento escuchar eso –dijo mientras empezaba a anotar en una libreta–. Los pormenores del proceso déjelos a nosotros. Pero le tengo que advertir que esta operación no será sencilla, y por la reestructuración necesaria de la deuda, esta misma… aumentará.
Las ventanas del banco llenaban aquel espacio de una luz oscura, trémula. Por afuera se adivinaban los contornos de criptas y cruces en piedra. Pude haberlo comprobado yo mismo (“el entierro puede ser en este hermoso camposanto, cortesía de nosotros, por supuesto”, escuché), pero para ese momento estaba harto del cielo, de encontrarlo eterno, lejano. Me fastidiaba ver esos trazos de nubes blancas, como pinceladas de infantes, sin forma ni objeto, sin que a uno le fuese posible imaginar algo con ello.
–Por lo mientras, le recomiendo que empiece a ahorrar o trabajar más, o ambas cosas. Hasta puede recoger dinero que se encuentre en la calle, no hay nada de innoble o vergonzoso en ello. Porque lo que tiene ahorita, le aseguro, no le alcanzará para cubrirlo todo.
Claro, me volví a decir. Tiene todo el sentido del mundo. Salí y revisé la hora: seis de la tarde. La hora de siempre. Y luego, nada.
Mientras trataba de abrir la puerta del departamento ya de noche, observé fijamente el moño negro. Si lo cortábamos adecuadamente podría salir uno más, para mí. Cerré la puerta y exhalé. Con un andar más pesado, sin encender la luz, ayudado por los cigarros sin apagar, comencé a recoger las monedas que María había tirado. Ella sorbió aire a través del cigarro: las cenizas iluminaron sus ojos. Estaba sentada sobre su caja, balanceando torpemente las piernas. Tosió y su cigarrillo cayó bajo sus pies ensangrentados. No. No era tos sino risa. Entendí que se burlaba de mí. Deseé compartir su burla, creo que hubiese sido algo así como poético. Ojalá se pudiera reducir la muerte a eso, a un poema, a unas cuantas líneas. María dejó de mecer sus piernas y preguntó, desafiante:
–Y ahora… ¿qué?
FOTO: Tomada de Sergio Souza/ Prexels
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