El río grande
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El asesinato de una chica árabe en una embarcación en un río de Sudamérica conmociona a otra viajera brasileña que huye de la violencia en su país. Ese asesinato es también una amenaza silenciosa para ella y el resto de las viajeras
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POR MARINA PORCELLI
Beside the rivering waters of,
hitler and dithering waters of. Night!
Anna Livia Plurabelle
Esto es peor, pensó Elvira y salió a cubierta. Todavía faltaba un poco para atracar y ahora, bajo la luz del amanecer (ese momento en que las cosas pierden por fin su peso y parecen lejanas y se neutralizan), el río era una mancha barrosa, era de miel espesa, era el gran río color de león. Elvira había despertado por el movimiento en el pasillo (primero el roce sordo, después las conversaciones asustadas) de lo que en seguida fue rumor en proa: tres hombres habían matado a una chica árabe. Elvira despertó de golpe y, sobre todo, despertó como si viniera de un sueño de años. Nadie sabía, en realidad, cómo se llamaba la chica, y en el barco (Dios no atiende razones) le decían Bernarda o Bernabé. Entonces Elvira pensó esto es peor, y salió a cubierta. Armó un cigarrillo para demorar el hambre y se llevó instintivamente la mano al estómago. Hubo ruido y giró la cabeza con brusquedad. Ruido de cuerpo que cae al agua, a esa agua maldecida desde que dejaron Brasil, desde que, por hambre, acecharon pájaros hasta matarlos a palos y otros persiguieron ratas. Y había sido la dureza de acompañar a Osorio, de estar y de servir y de no amar (¿amar a un marido que no te habla, que no te escucha?), por eso no era tanto esa muerte ahora, como la soledad y el lugar extraño, como la mirada de los hombres del barco que se perdía en esta tierra interminable. Como la suerte mala. Esto es peor que Brasil, pensó Elvira. Habían matado a una chica árabe y ahora el cuerpo caía al agua. Elvira distinguió (o creyó distinguir, en realidad, ya que no se animaba a moverse, sólo se quedó ahí, fumando quieta, hasta que el agua se tragó la caída), distinguió o inventó para sí las muñecas atadas, la espalda en pliegue y un mechón oscuro de la cabellera muerta. Elvira se giró otra vez. Hizo un gesto con la cabeza al que enrollaba las sogas y se alejó lo más que pudo del muchacho sentado en el rincón. El muchacho, en el rincón, sonreía. Estúpidamente sonreía. Se rascaba con nerviosismo una herida sobre las cejas y no dejaba de sonreír cuando un poco de sangre le caía sobre los labios. Después, el chico bajó la cabeza y pidió disculpas a Dios. El mal augurio estaba por todas partes, la impresión de lo ominoso instalada como un gesto torpe desde que el Magnífico, allá en Brasil, mandó a matar a cuchilladas a Osorio (y Elvira se había cansado de decirle a su esposo que tuviera cuidado, que anduviera con sigilo, pero él, qué, si nunca escuchaba), matarlo a cuchilladas, había dicho Mendoza, “hasta que el alma se le saliera de las carnes”. O quizá, el mal augurio había que remontarlo más allá de Brasil, más allá de ese asesinato, incluso, cuando el Magnífico se contagió la sífilis de una puta llamada Esmeralda, en un burdel de Nápoles. Pero en la costa, en Brasil, no dejaron que Elvira se acercara al cadáver. Ella preguntó varias veces qué decía el cartel que le colgaron del cuello a su marido, y nadie quiso contestar, hasta que el alemán se apiadó de ella (o, lo que es lo mismo, se cansó de ella, por sus gritos y por su llanto) y susurró muy despacio, como temiendo que el aire escuchara: amotinador y traidor. Y Elvira entendió que el Magnífico (él tan Magnífico) había empezado a delirar. Y esa alucinación, ahora, los había traído hasta acá (¿y no alucinaba Osorio también? ¿no se lo había dicho ella mil veces? Pero qué sentido, con un hombre que no sabía hablarle, ni escucharla). Por eso navegaron al sur, y por estas aguas. Elvira quiso quedarse en Brasil, pero María la subió igual que se arrastra un fantasma, y en todo ese tiempo, hasta ahora, Elvira estuvo dormitando, yendo de un lado para otro, hecha una sombra, una apestada. Hasta ahora que abrió los ojos de golpe y supo de la chica asesinada anoche (esto que no era delirio ni alucinación, era corriente y era peor, pensó Elvira), supo que nadie hablaría del asesinato, supo que el aire negro disimula el cuerpo que cae, como un golpe más del río barroso. La chica árabe tenía quince años, y no hablaba esta lengua. Contaron (eso escuchó Elvira en cubierta) que le habían ordenado no moverse, que tenía que estarse inerme toda la noche, mientras los tres jugaban baraja en una mesa circular. Después, hubo una confusión. Culpa de la chica y de los dijes de plata, contaron. Esos dijes de plata de los que se murmuraba ya desde Brasil, cuando en la costa de Río alguien confirmó que Gaboto los había encontrado más al sur (un dije en forma de estrella de nueve puntas, otro, en forma de rueda) y que, así contaron, bastaba remontar este río alucinado para dar con aquello. Topárselo, como quien se lleva una cosa por delante. Y no sólo el macizo de plata, había escuchado Elvira, antes de que mataran a Osorio, también el árbol al final de estas aguas: el arrayán. El árbol de ramas abiertas, que todo lo cura. Que cura la sífilis del Magnífico, que ya no salía de su camarote, de la habitación forrada de tafetanes y rasos y volados blancos, con cortinas espesas cercando la luz, y rodeado de libros (un volumen de Virgilio, decían, otro de Erasmo). Pero Elvira no sabía leer. Ella servía a Osorio y sabía disparar. Y era como si los del barco moldearan amargura, como si las cosas que pasaban y no se decían o no se terminaban de explicar estuvieran condenadas a repetirse. Por eso, con hambre, Elvira esperaba. A que el barco lento se detuviera en este río medido en lunas, en amaneceres grandes y noches grandes, esta agua que daba sueño de tan continua, con islotes en la hidromiel (ya más amarilla, cada vez más brillante ante el sol que se imponía) y la tierra al fondo, el corazón verde inmensamente real. La culpa, todos iban a decirlo cuando amaneciera, era de la chica árabe. A la que le ordenaron que se quedara quieta mientras ellos apostaban, pero ella se apoyó sobre una viga y sonrió. Bernarda o Bernabé no tenía los ojos verdes como las putas de Italia, pero sí unas caderas gruesas bajo el vestido. Un hombre se puso de pie, esto dijeron, se acercó a ella y estiró el brazo para alzarle la cara. Y ella se movió. Hizo un gesto, como quien espanta un insecto, y otro hombre al verla, con torpeza, se puso de pie. Los tres entraron a la habitación, uno quedó afuera. Esperaba. Esperó y se acabó la noche y escuchó ruidos que se sofocaron, y ella fue muerta sobre el catre, así dijeron. Pero la mataron, pensó Elvira. Ellos. Después, una hora después, vino la agitación en los pasillos y todavía en la oscuridad, tiraron a la chica al agua. En cubierta, con sobresalto, Elvira escuchó el golpe del cuerpo que cae. No era igual que cuando mataron a Osorio: era peor. Esto es peor. Nadie sabía el nombre de la chica, y no habría preguntas ni reclamos. Era asesinato y la amenaza silenciosa de asesinato para las que quedaban, y nada más que esta agua maldecida, y todos prontos a desembarcar. Ahora, despacio, Elvira dio una pitada al cigarrillo y lanzó el humo. Se tocó el estómago. El hombre de allá seguía enrollando eternamente las sogas, el muchacho, atento a sus costras y pidiendo disculpas a Dios. Elvira alzó los ojos al centro del río, esto es peor. Se quedó mirando una mancha negra en el agua, que permanecía cerrada y sin deshacer.
ILUSTRACIÓN: Iván Vega
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