El sentido de un final: Frank Kermode
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
En su breve y sustanciosa introducción a El leve ruido del piso de arriba. Textos críticos sobre escritores contemporáneos (Universidad Diego Portales, 2014), Gonzalo Torné compara a Frank Kermode (1919–2010) con otro par de “críticos-atlas”, como él los llama, George Steiner y Harold Bloom, aquellos que al decir del tercero de los enunciados, no sólo son exquisitos, sino imprescindibles pues custodian la tradición y ejercen, a la vez, el escrutinio del presente. En su actitud ante la deconstrucción y los estudios culturales, léase, la teoría, Torné encuentra tres temperamentos. Steiner se escandalizó como patricio, Bloom se sacó de la chistera una “super metáfora” capaz de ahuyentar a los de Jacques Derrida y Paul de Man mientras Kermode tan sólo redujo al absurdo la deconstrucción, parodiando sus propios métodos. Entiendo que reaccionaron recurriendo a la tradición continental, a la invención romántica y a la flema británica.
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Bloom, autodefinido como “judío gnóstico” hizo de El canon occidental (1994) un manifiesto anticristiano cuya religiosidad –dice Torné– lo emparenta, como crítico, a su odiado, por antisemita, T. S. Eliot, mientras que “el nervio de Kermode” no es el de “un comparatista”, lo cual lo aleja de un Steiner, cuyos juicios de valor considera por lo general, o erráticos o moralistas. Y aunque su erudición sea menos extensa que la de este último y su ímpetu más austero que el del elefantiásico (yo agrego) Bloom, tendríamos en Kermode al crítico del siglo XX acaso más parecido, dada su caracterología, a Sainte-Beuve. Como el padre de la crítica, Kermode, más por cortesía que por convicción, admitió las novedades teóricas sin dejarse tocar por ellas (recuérdese que los últimos años de Sainte-Beuve coinciden con el auge del método dizque científico de Hippolyte Taine y nadie recuerda querella alguna).
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No fue Kermode dado a la censura aplastante (pocos entre los grandes críticos tienen necesidad de recurrir a ella) y prefería, profesor bien amado al fin, el reproche sosegado y persuasivo (véase en El leve ruido del piso de arriba su regaño al respetable John Banville o su indiferencia ante los exabruptos de V. S. Naipaul, a quien considera un humorista involuntario). Y autor de una Guía literaria de la biblia (1987), no fue Kermode un hombre especialmente religioso, criado en la baja Iglesia Anglicana, amiga del régimen presbiteriano y confiada en la fe popular. Por ello, en materia de canon prefería aclarar –nos lo recuerda Christopher J. Knight en Uncommon Readers. Denis Donogue, Frank Kermode, George Steiner and the Tradition of the Common Reader (2003) que a diferencia del religioso, el canon literario nunca se cierra y su jerarquía, divina o terrena, no está hecha a voluntad de sus profetas ni tampoco es palabra de Dios.
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Ese cordial escepticismo –que cuando recibió, afable, a Barthes, en Londres, fue tomado por la vieja crítica insular como treta de un mañoso acomodaticio o mala obra de un colaboracionista– hace de Kermode el crítico preferido de los lectores, así como Denis Donogue, lo es, entre los teoréticos. No es que Kermode sea blandengue. Su disidencia no solía ser disonante, como lo prueba la cortesía de su trato con Adorno, en la órbita de la Escuela de Fráncfort o con el irlandés Donogue, cuya cercanía intelectual llegó a sacar chispas. No era amigo Kermode de prescribir lecturas –como F. R. Leavis– pues consideraba a la comunidad de los lectores comunes, en esencia, libre de acudir los domingos a la iglesia o de no hacerlo.
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Este eminente profesor nunca confundió el salón de clases con la lectura que un ciudadano (o en su caso un súbdito) hace en el metro, junto a la fogata de su casa o afilando su atención debido a la cercanía de una televisión encendida. Nunca puso en duda –contra de Man, “alma romántica” que respetaba– la existencia del lector común. En su medida de uno de los más sublimes lectores de Shakespeare, Kermode nunca olvidó que aquello escrito y actuado en Hamlet o Romeo y Julieta fue pensado para la gente antes que para la erudición del porvenir. En El sentido de un final (1983), dada su confianza en el lector común, Kermode advirtió: antes que la historia de un error –las batallas entre los intérpretes de una obra–, la crítica cuenta los placeres del gusto.
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A diferencia de los deconstruccionistas, a quienes Kermode acusó de infectar la crítica literaria de ese horror por el fin de los tiempos, propio del apocalipticismo de Joaquim de Fiore, creía que si la tradición es inestable e inconsistente –admitirlo pondría histéricos a Eliot y a Bloom–, el presente lo es aún más. Los muertos ya olvidaron el temor a la muerte. Los vivos sufren, en cambio, por su boleto en la embarcación póstuma.
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Kermode, como el católico Donogue, rechazó las lecturas religiosas de la literatura. Quien todo lo sabía de lo sublime (hay que leer la Biblia como si fuera Macbeth y no al revés, decía) desconfiaba de la “falsa conciencia”, en el sentido marxiano, que la teoría insuflaba en las letras. Si a través de Wallace Stevens o J.M. Coetzee se alcanza la trascendencia, ello depende de cada lector en cuanto individuo y al crítico sólo toca, lo cual no es poca cosa, distinguir las ficciones de los mitos. En Uncommon Readers, se nos recuerda que Pound, hablando en la radio de Mussolini, demostraba haber perdido cierto sentido de la realidad pero, sobre todo, faltaba a una de las obligaciones del clérigo (en el sentido de Julien Benda, el de un intelectual asociado a una noción de verdad), el escepticismo ante la indefensión del individuo entre el Bien y el Mal.
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El crítico debe ser, según Kermode, como un perro de caza que sigue lo que le indica su nariz. Si pierde el sentido del olfato y en vez de cazar un zorro, trae como presa a una teoría, entonces erró el rumbo. Pero por ello, preocupado por la posibilidad de ese error, nadie como él, en Inglaterra, atendió las discusiones teóricas venidas de Francia después del medio siglo y pese a ello, el ecuménico Kermode decretó que el gran crítico de su siglo había sido William Empson. Pero más que Sartre y Barthes, lo más interesante para Kermode, versado en filosofía analítica, fue Paul Valéry, “científico literario, medio soñador y medio alquimista”, en opinión de Eliot. La distancia interpuesta entre Valéry y los textos, decía Kermode, era más fecunda que mucha de la deconstrucción y el pos estructuralismo. Cuenta una leyenda urbana –no la he podido corroborar– que el anciano Frank Kermode un día embaló su biblioteca y se la entregó, por error, a los basureros, creyéndolos enviados de la compañía de mudanzas. No está mal para un crítico literario cuyo libro más famoso fue, precisamente, El sentido de un final.
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Foto: Para Kermode “aquello escrito y actuado en Hamlet o Romeo y Julieta fue pensado para la gente antes que para la erudición del porvenir”./ Oxford Dictionary of National Biography