El siglo de Yves Bonnefoy

Ago 19 • destacamos, principales, Reflexiones • 1444 Views • No hay comentarios en El siglo de Yves Bonnefoy

 

En el centenario de su nacimiento, una semblanza del francés, autor de una obra mayor que indaga en los límites del lenguaje y en la misión del poeta

 

POR JOSÉ HOMERO
La vida de Yves Bonnefoy comenzó en el mes de la apoteosis de la luz y en un día asociado al fuego primordial, un 24 de junio, y concluyó un 1 de julio. Entre estos puntos que marcan el periplo vital del poeta sólo media una semana. Así, celebraremos los 100 años de su natalicio y conmemoraremos los siete de su muerte. ¿No hay, en esta coincidencia, una alusión a ese destino, presente cósmico donde se concatenan las causas, cuya noción articula su poética?

 

Poeta mayor, con la celebración de su centenario diríase posible proponer ya un siglo bonnefoiano, recuperando aquella fórmula de Foucault que avizoró el advenimiento de un siglo deleziano. Bonnefoy forma parte de un selecto linaje: la de los poetas pensadores cuyas poéticas cuestionan la esencia del lenguaje y a través de esa crítica aventuran una transformación de nuestra percepción de la realidad. Una tradición que arraiga en el romanticismo alemán —Novalis, Hölderlin—, y encuentra su cristalización en poetas como Baudelaire, pero, sobre todo, en Rimbaud, sin soslayar la contribución de otros, como Edgar Allan Poe, Gérard de Nerval, T. S. Eliot, Paul Celan o algunos surrealistas —André Breton, Pierre Jean Jouve—, a esa empresa titánica de recusar el camino secular del lenguaje para retornar las sendas perdidas que nos dirijan hacia el manantial originario, permitiéndonos reformular nuestro acercamiento al mundo. La tarea de Bonnefoy se revela similar a la derrución que Martin Heidegger emprendió con la filosofía. Ambos proponen deslindar al lenguaje de la conceptualización, de la identificación de palabra con abstracción, para retomar el principio de nuestro pensar: cómo acceder a la inmediatez para suscitar la aparición, la manifestación de la presencia óntica.

 

Discípulo de Jean Wahl, las clases de este filósofo —reunidas en un breviario que en español conocemos como Introducción a la metafísica— lo introdujeron a la filosofía como cuestionamiento. Y lo instruyeron en la escuela de la sospecha, en la desconfianza en la metafísica, la primacía del concepto y la reducción de la riqueza de lo real a una idea; al tiempo que le indicaban la dimensión historicista presente en la lengua en detrimento de la inmovilidad intrínseca a la abstracción. Dos de las obras más importantes de Bonnefoy nacieron de esta impronta, el “Anti- Platón” y Del movimiento y la inmovilidad de Douve, en las cuales opone el movimiento y la no identidad a la idea de fijeza e identidad inherente a la concepción idealista del arte. No menos determinante será otra noción de Wahl, la filosofía como búsqueda de lo inmediato. En Bonnefoy, se convertiría en la necesidad de que la poesía recupere la inmediatez presente en la condición designativa de las palabras. Únicamente así los vocablos se desbastarán de su revestimiento general e individuado, para posibilitar la presencia de las cosas y permitir la vivencia de la unidad, la armonía.

 

Para Bonnefoy, la identificación de la palabra con el concepto, de la cosa con la idea, es un obstáculo para acceder a la verdad, que en su caso, siguiendo la terminología filosófica, sólo puede entenderse como alétheia, como desocultamiento, como aparición. Por ello, en su errancia vital, que es también estética, irá de la desconfianza en el lenguaje por su generalización distintiva al descubrimiento de la nada y la muerte, articuladas en una suerte de teología negativa, que arraiga en el aquí, en la tierra, necesaria para la transformación y la redención de la poesía. El acto creador será despojar a la conceptualización de su carga anquilosada.

 

Escéptico e inquisitivo, Bonnefoy entendió que abstracción e imaginación no se oponen; tal antinomia es equívoca ya que la verdadera oposición sucede entre movilidad e inmovilidad, entre fijeza y cambio, entre prejuicios y experiencias. Si al fijar el sentido, el lenguaje excluye la singularidad de las cosas, sometiéndolas a formulaciones abstractas, y reduciendo la vastedad de lo real a una generalización, de igual modo opera la imaginación, la estética, con la creación al encausarla hacia el culto de un saber-hacer formal, la entronización de la belleza como derrotero y la conversión del arte en norma y en imagen. Tal conciencia motivará una crisis que llevará al poeta a abandonar el credo surrealista, al reconocer que la misión por transformar la vida y acercarnos al mundo, heredada de Rimbaud, el lema cifrado en el estandarte del movimiento, se había convertido en los años 40 en una tarea hueca que dejaba entrar a esa “literatura” condenada por Rimbaud y Verlaine (recordemos el remate de su “Arte poética”), por la ventana del baño. Igualmente, Bonnefoy —lúcido crítico de pintura, no lo olvidemos—, comprendió que mucho del arte más admirado y enaltecido, como el que surgió en las ciudades italianas santuarios del peregrinaje estético —Roma, Florencia, Siena, Venecia—, pergeña una suerte de engaño metafísico. Razonó Bonnefoy que detrás de la forma acecha lo ilusorio, que esta empresa, celebrada por una mal lectura romántica, multiplica los simulacros, las imágenes; trampa gnóstica que impide al hombre el acceso a la verdadera vida. Por ello, uno de sus versos más célebres, convertido en apotegma, enseñará que “la imperfección es la cima” y que hay que martillar la idea de belleza, la inmarcesibilidad.

 

Las uvas de Zeuxis plantea lúcidamente este problema. La empresa de Zeuxis, pintor legendario del siglo V a. de C., es una alegoría de la impotencia de la poesía, y por ende del lenguaje, por aprehender el esplendor de la materia. Mito del fracaso del poeta por nombrar el acontecimiento, por trasmitir la experiencia, ese atisbo de la realidad, las uvas recién pintadas, desaparecen tan pronto se les plasma. Y en su lugar queda la oquedad, el vacío, el testimonio de la imposibilidad de toda representación sin menoscabo del estilo ni la disciplina con que se emprenda.

 

Difícil sería, más allá de esta somera semblanza, circunscribir la vasta y compleja labor de Bonnefoy a un puñado de páginas porque, además de la complejidad, sus propias posturas, en congruencia con sus postulados su pensamiento fue variando, en tanto esa vocación, ese empeño por retomar la lanza donde la dejara Rimbaud y permitir que el poema se convirtiera en la llave de acceso a la verdadera vida, fue auténtica y no una postura inmutable, una de esas poses con que tantos creadores se anquilosan.

 

Añadiré que a la vocación ontológica, verdadera prolongación del examen de la metafísica que realizaron sus maestros Wahl y Heidegger, unió una vocación moral. Para Bonnefoy, la trascendencia de la revolución poética de Rimbaud atraviesa por esa dimensión o deber moral de encontrar una vía hacia la realidad. Precisamente, su reflexión sobre Baudelaire y Rimbaud postula que los unía una ambigüedad esencial: “La confrontación entre la esperanza y la necesidad de verdad”. Ambigüedad, la llama el poeta, habría que reconocer, sin embargo, en esa aparente pareja mal avenida, una relación inherente: sólo quien percibe los engaños, la falsedad en la palabra, será capaz de redimirla, de trascenderla. Y esa es la promesa del amanecer, la esperanza en un territorio posible donde el ser, finalmente, se manifestará.

 

Infancia es destino

 

Por ello, es digno de encomiar que Sexto Piso publicara las dos últimas obras de Bonnefoy, La bufanda roja (2018) y Juntos todavía (2019), en excelente traducción de Ernesto Kavi, que constituyen, más que un testamento poético, como recita el lugar común disfrazado de crítica literaria, una auténtica recapitulación, el cierre de un ciclo, la constatación de un destino. Para un poeta en quien la vuelta al origen resulta axial, se trata de un recorrido hacia un pasado donde encontrará su presente y también su porvenir.

 

El lugar común sitúa La bufanda roja como un relato autobiográfico, acaso para inducir a su lectura, temeroso de que el eventual lector huya despavorido si se le anuncia que tal ensayo es una recapitulación, un análisis mediante la exégesis de un par de escritos. Y anoto un par porque si el texto homónimo explora el sentido del poema inconcluso, “La bufanda roja”, el tomo se complementa con la presentación de un relato, “Dos escenas, y su exégesis”. Convertido en otro, en un lector, presencia especular pero contraria a las del autor, Bonnefoy descubre una clave para penetrar en un texto diferente pero tan complejo y elusivo como el literario: su propia vida. Así, si en principio La bufanda roja es una exploración de los motivos y los significados que se agitan detrás de ese relato inconcluso —es significativo como el autor se rehúsa a llamarlo poema—, pronto se convertirá en un análisis de la relación del poeta con sus padres y, finalmente, en una indagación más profunda que ahonda en las nociones de su poética. Significativamente, sólo la publicación de ese opúsculo, Dos escenas, le revelaría a Bonnefoy la clave para comprender la significancia de ese texto comenzado en 1964 y que durante varios años intentó retomar, incluido el año 2008 en que publica el libro de las escenas. Comprende entonces que ambos relatos, con su atmósfera fuertemente imbuida de onirismo —que evoca las apariciones de ese Chirico tan querido por él—, son complementarios. El relato se le revelará permitiéndole escrutar sus intenciones más hondas:

 

No se trataba ya de continuar el relato que había quedado en suspenso, sino de escuchar lo que decía de mí, en sus páginas ya escritas. (BR, 30)

 

Anamnesis llama el poeta a su ejercicio. Y este posee dos facetas, que en su perspectiva se revelan una. En el poema reconoce tres alusiones —vínculos inter e intratextuales—: Dánae y la lluvia de oro, la muchacha de los jacintos de T. S. Eliot y la historia del caballero Balin, el Salvaje, contado en La muerte de Arturo de Thomas Malory. Siguiendo estos hilos de Ariadna conjetura que los enigmas del tejido poético entrañan una reflexión sobre la poesía y la rememoración de sus remordimientos e inquietudes, y de este modo comprende que esta aparente dicotomía en realidad encubre una sola preocupación o problemática: la indagación sobre los límites del lenguaje y la misión del poeta. Asimilando esa clave, este ensayo se despliega como una hermeneusis de los motivos de un texto; perfila los conflictos personales del autor, y permite, finalmente, la confrontación con la propia poética. Mediante una vía indirecta —esos caminos tan bien aludidos en El territorio interior—, la reflexión de por qué no concluyó el poema de la bufanda, iniciado tantos años atrás y cuya resolución siempre se le dificultó —“larga cadena de intentos y de abandonos”, dirá—, el poeta deshila los lazos con sus padres, y siguiendo esta senda desemboca en el patio central de su relación con el lenguaje y su percepción del arte y la poesía. Simbólico movimiento, rito de paso: a través de la escritura, el autor entra en el solar personal; e inesperadamente se enfrenta al problema fundamental: cómo sería posible convocar el ser mediante la palabra. Es por ello que hablo de una recapitulación más que de un relato, de un análisis más que de una evocación, si bien todo se filtra a través de la memoria. “Sólo hay realidad humana a través de la memoria, siempre y cuando esta se separe de los fantasmas que la deforman” (BR, 31).

 

La bufanda roja no sólo explora, casi confesionalmente, los conflictos entre el hijo y sus padres, sino a través de su compleja relación con el padre, representante en su lectura tanto el conocimiento analítico como el silencio, desentraña el origen de su destino poético. En esa suerte de interpretación de la escena primigenia planteada por Freud en su teoría, como en una esfera borgiana, Bonnefoy encontrará los trazos de su destino. Y de esta manera, un ensayo que partía de un motivo personal deviene una exposición de la empresa ontológica del poeta. Es tanto la exégesis de una vida como el prontuario de una filosofía. Por metonimia —y Bonnefoy se ha ocupado de demostrarnos que esta figura es más importante que la metáfora en la poesía—, la bufanda no sólo indica el vínculo entre el padre y el hijo, sino también la manifestación del ser en el mundo. Todo reside en esa condición textual, en el tejido de la prenda, en los hilos escriturales que permiten sortear el laberinto de los enigmas y arribar a la tierra natal del texto primigenio: el verbo, la palabra fundadora que proponen diversas religiones. De ahí, entonces, que la verdadera misión del poeta sea recuperar el espíritu de la infancia y devolver a la poesía su potencial vinculante, la convicción de que únicamente “el tiempo vivido puede devolverle su vida a la palabra”. Con su especularidad, con la relación simbiótica que entablan “La bufanda roja” —el poema— y “Dos escenas” —el relato—, Bonnefoy advirtió que para iluminar y comprender el mensaje de aquel texto largamente retomado y nunca concluido, “era necesario que transcurriera el tiempo”. Y ese tiempo, lo advertimos nosotros, fue la conversión de su tarea en un destino —la relación entre correspondencias no causales, “un sistema de ecos, estribillos y resonancias” diría Deleuze: escuchar la voz del origen.

 

Yves Bonnefoy, La bufanda roja, traducción de Ernesto Kavi, Ciudad de México, 2018, 180 pp.

 

 

 

FOTO: El poeta francés Yves Bonnefoy durante una entrevista en Guadalajara, México, el 30 de noviembre de 2013. Crédito de imagen: Ulises Ruiz Basurto /EFE

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