El soplo divino: crear un personaje
POR LEONARDO PADURA
Escribir una novela policial puede ser un ejercicio estético mucho más responsable y complejo de lo que se suele pensar, tratándose de una narrativa muchas veces calificada –con razón– de literatura de evasión y entretenimiento. En el acto de la escritura de una novela de este género un autor puede tener en cuenta diversas variables o rutas artísticas, de las cuales tiene la posibilidad de escoger o transitar las que prefiera y, sobre todo, las que, según sus capacidades, pueda, y según sus propósitos, quiera. Me explico: es factible, por ejemplo, escribir una novela policial sólo para contar cómo se descubre la misteriosa identidad del autor de un crimen. Pero también es viable escribirla para, además, proponerse una indagación más profunda en las circunstancias (contexto, sociedad, época) en que ocurrió ese crimen. Incluso cabe entre las probabilidades querer redactar esa novela con un lenguaje, una estructura y unos personajes apenas funcionales y comunicativos, aunque también existe la opción de tratar de escribirla con una voluntad de estilo, cuidando que la estructura sea algo más que un expediente investigativo cerrado con la solución de un enigma y proponiéndose la creación de personajes con entidad sicológica y peso específico como referentes de realidades sociales e históricas. En fin, que es tan admisible escribir una novela policial para divertir, complacer, jugar a los enigmas, como (si uno puede y quiere), para preocupar, indagar, revelar, tomarse en serio las cosas de la sociedad y de la literatura… olvidándose incluso de los enigmas.
Habida cuenta del desastroso momento que vivía la novela policial cubana –devenida, en la casi totalidad de los casos, una novelística de complacencia política, esencialmente oficialista, cultivada más por amateurs que por profesionales y, por tanto, con raros asomos de voluntad literaria– mi referente artístico y conceptual no podían ser mis colegas cubanos: por el contrario, si acaso me servirían para no caer en los abismos en que ellos yacían y se agotaban. Pero existía esa otra posible novela policial, de carácter social y calidad literaria, incluso la había escrita en lengua española y por personas que vivían en mi tiempo, aunque no en mi tierra (con la excepción, por entonces, de algunos experimentos de Daniel Chavarría). Y ese tipo de narrativa policial fue mi referente y mi primera meta.
Apenas esbozadas algunas pautas de la anécdota que desarrollaría en la novela [Pasado perfecto] –la desaparición de un alto funcionario cubano, un tipo al parecer impoluto que en realidad era un corrupto, un cínico y un oportunista– me topé con una necesidad creativa de cuya solución dependía todo el proyecto lleno de ambiciones literarias en que pensaba enfrascarme: el personaje que cargaría el peso de la historia y la entregaría a los lectores.
Antes de comenzar a trabajar una novela hay muchos escritores que “sienten” la voz narrativa que utilizarán –son varias las posibilidades y diversos los resultados– y autores que incluso han encontrado “el tono” en que se montará la narración. Para mí fue una decisión complicada llegar a la opción de voz narrativa que finalmente escogí: una tercera persona cuya omnisciencia funcionara sólo para el personaje protagónico, el cual, por tanto, debía ser protagonista activo y también testigo y juez de las actitudes del resto del elenco. Además, la cercanía con el personaje protagónico que me permitía esa fórmula –casi una primera persona enmascarada– me daba la ocasión de convertir a esa figura en un puente entre (de un lado) mis conceptos, gustos, fobias respecto a los más diversos elementos del arco social y espiritual y (del otro lado) la propia sociedad, tiempo y circunstancia en que el personaje actuaba. De alguna manera mi protagonista podía ser mi intérprete de la realidad presentada –por supuesto, la realidad cubana de mi momento, mi realidad. Incluso, su omnisciencia limitada me salvaba de cometer el error de otros novelistas policiacos (error que hace ya muchos años advirtió y criticó Raymond Chandler), cuyos narradores en primera persona conocen todos los pormenores de la historia… pero nos ocultan (o se ven obligados a ocultarnos, en función del suspense) el que suele ser el más interesante, es decir, la identidad del asesino, al que casi siempre conocemos y hemos oído hablar varias veces en la novela y a quien ese personaje (policía, detective, etc.) descubre muchas páginas antes que nosotros.
Aquel personaje con el cual me proponía trabajar y que ya venía cargado de tan alta responsabilidad conceptual y estilística, necesitaba entonces mucha carne y mucha alma para ser algo más que el conductor de la historia y, con ella, el intérprete adecuado de las realidades propias de un contexto tan singular como el cubano. Para crear su necesaria humanidad, una de las más fáciles y lógicas decisiones que tomé entonces fue hacer de mi protagonista un hombre de mi generación, nacido en un barrio como el mío, que había estudiado en las mismas escuelas que yo y, por tanto, con experiencias vitales muy semejantes a las mías, en una época en la que en Cuba éramos mucho más iguales (aunque siempre existieron los “menos” iguales).
Aquel “hombre”, sin embargo, debía tener una característica que, en lo personal, me es totalmente ajena, diría incluso que repelente: tenía que ser policía. La verosimilitud, que según Chandler es la esencia de la novela policial y de cualquier relato realista, implicaba aquella pertenencia laboral de mi personaje, pues en Cuba resultaba de todo punto de vista imposible –e increíble– colocar a un investigador por cuenta propia en la pesquisa de un asesinato. De tal modo, la cercanía que me permitían el recurso de la voz narrativa y el componente biográfico de la comunidad generacional se veían distanciados con una manera de actuar, de pensar, de proyectarse que personalmente desconozco y rechazo.
Creo que fue justo en el intento de resolver esa disyuntiva esencial en mi relación con el personaje cuando Mario Conde dio su primera respiración como criatura viva: lo construiría como una especie de antipolicía, de policía literario, verosímil sólo dentro de los márgenes de la ficción narrativa, impensable en la realidad policial “real” cubana. Ése era un juego que me permitía mi condición de novelista y decidí explotarlo.
Cuando escribí los primeros párrafos de Pasado perfecto, ese instante genésico en que Conde recibe la llamada de su jefe y despierta de una brutal borrachera que se propone reventarle la cabeza, las claves de aquella fabricación literaria abrieron los cerrojos. Comencé entonces su real construcción pues, además de aficionado al alcohol, sería un hombre amante de la literatura (escritor pospuesto, más que frustrado), con gustos estéticos bastante precisos; aunque con rasgos de ermitaño, formaría parte de una tribu de amigos en la que su figura hallaría complemento humano y le permitiría expresar una de sus religiones: el culto a la amistad y a la fidelidad; sería además nostálgico, inteligente, irónico, tierno, enamoradizo, sin asideros ni ambiciones materiales. Incluso, había sido cornudo. Y, en última instancia, era un policía de investigación, no de represión y, por encima de todo, un hombre honrado, una persona “decente”, como suele decirse en Cuba, con una ética flexible pero inamovible en los conceptos esenciales.
Este antipolicía apareció en Pasado perfecto sin imaginar –tampoco yo– que se convertiría en el protagonista de una serie que ya anda por las ocho novelas. Pero desde el primer suspiro siempre tuvo en sus genes aquella contradicción que yo traté de limar por vías de la licencia artística: porque en realidad, Mario Conde nunca fue un policía de alma. Fue un policía de oficio, y a duras penas.
*FOTO: Padura es autor de la tetralogía Cuatro estaciones, novelas policiacas ambientadas en La Habana. Otras historias prtotagonizadas por Mario Conde son Adiós Hemingway, La cola de la serpiente y Herejes/ EFE.
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