El sueño de la esposa del pescador

Feb 18 • destacamos, Ficciones, principales • 19019 Views • No hay comentarios en El sueño de la esposa del pescador

POR BERNARDO ESQUINCA

Autor de Carne de ataúd (Almadía, 2016)

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Llevo siete años con mi esposa, pero apenas ayer descubrí su sonambulismo. No sé si esta condición es vieja o nueva. Lo cierto es que difícilmente saldré de la duda, pues mi mujer y yo apenas nos dirigimos la palabra. Hace tiempo perdimos la confianza el uno en el otro; duermo en mi estudio, y nos evitamos cuando coincidimos en casa. Este descubrimiento se suma a una serie de comportamientos extraños, que mi esposa ha tenido en las últimas semanas, aunque supongo que ella podría decir lo mismo de mí. Nos somos ya tan ajenos, que incluso un acto sencillo como ver al otro masticar –la rara ocasión en que entro a la cocina y la sorprendo en medio de un bocado– parece algo fuera de lugar. Un día la vi inclinada sobre un plato con pedazos de sandía; al sentir mi presencia, Estela se incorporó y me lanzó una mirada que me recordó a la de los predadores cuando son sorprendidos con su botín. Un hilo de jugo rojo le escurría por la comisura de los labios, lo que contribuyó a darle a la escena un toque siniestro.

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Anoche tuve sed en la madrugada, y salí de mi estudio para servirme un vaso con agua. Al cruzar la sala vi a mi esposa parada frente a las puertas de cristal que dan al balcón. Estaban medio abiertas, y la brisa nocturna movía las cortinas, que ondulaban sobre el rostro de Estela. Ella me daba la espalda, inmóvil. El efecto del movimiento de las cortinas, sumado a la luz del alumbrado público que se filtraba a través de ellas, causaba un efecto curioso, como si mi mujer cruzara una cortina de agua. De inmediato noté que algo inusual ocurría, así que me coloqué a su lado. Ella tenía los ojos abiertos, perdidos en la nada; parecía que observaba algo ajeno al mundo de la vigilia. Como ignoraba mi presencia, le hablé suavemente. No respondió. Permanecí expectante algunos minutos, hasta que de pronto dijo:

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–Eres el Creador.

Después dio media vuelta, y regresó a su cuarto con paso lento. La seguí, y me quedé en el umbral. Desde ahí la vi meterse entre las sábanas.

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El descubrimiento de su sonambulismo me dejó pasmado. Sin embargo, hay algo más que me tiene inquieto, y que está relacionado con la frase que pronunció dormida.

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Estela es atea.

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He decidió llevar esta bitácora para poner en orden mis pensamientos. Quiero entender cómo Estela y yo llegamos a este punto. ¿En qué momento dos personas enamoradas pierden el rumbo y terminan deambulando como fantasmas de su propia relación? Me he preguntado muchas veces por qué no nos hemos separado. Carezco de una explicación. Más que respuestas, me vienen preguntas: ¿cuál es el embrujo que hace que las parejas que ya no tienen nada en común sigan juntas? Tal vez existe un vínculo invisible, un último reducto que, en su desesperación y abatimiento, las parejas que se desmoronan son incapaces de utilizar a su favor. La vida en común tiene muchos misterios, pero quizá el más grande es el de las relaciones que continúan a pesar de haber terminado. Pienso que lo que vemos en muchos matrimonios –mi caso, por supuesto– es igual a la luz de las estrellas muertas: tan sólo el reflejo de algo ya extinto.

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Escribo esta entrada tras descubrir por segunda noche consecutiva a Estela frente al balcón. La misma imagen: las puertas entreabiertas, las cortinas ondulantes. No llegó más allá, y eso me tranquiliza. Vivimos en un primer piso; apenas hay un metro que nos separa de la calle. Pero no es una caída a lo que temo, sino al hecho de que salga a la calle en ese estado. Ayer cerré el balcón con llave, pero ella encontró la manera de abrirlo: supongo que los sonámbulos son capaces de hacer muchas cosas.

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Estuvo largos minutos inmóvil, hasta que repitió la misma frase:

–Eres el Creador.

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Miraba hacia el horizonte. Cuando se dio la media vuelta y regresó a su cuarto, salí al balcón. Pensé que tal vez había algo afuera que despertaba las extrañas ensoñaciones de mi mujer.

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Lo único que vi fueron los oscuros ventanales de los vecinos, como ojos ciegos incapaces de devolver la mirada.

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Queríamos tener un hijo.

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En honor a la verdad, ella mucho más que yo. (Debo ser lo más exacto posible, si es que quiero descifrar estos inusuales acontecimientos.) Intentamos embarazarnos durante dos años sin éxito. Después acudimos al médico. Tras una serie de estudios, el doctor explicó que el del problema era yo. Que debía operarme. Me rehusé, argumentándole a mi mujer que el médico sólo quería sacarnos más dinero. La realidad era que tenía miedo: de la operación, de la paternidad. Así que me aferré al pretexto del doctor abusivo para retrasar el tema lo más posible. Entonces Estela sugirió que consultáramos a otro médico. Acepté. Vinieron más estudios, y el mismo resultado: el quirófano. Por esa época mis ingresos se habían reducido, así que pretexté falta de liquidez. Debíamos ser pacientes y esperar un mejor momento para realizar ese gasto. Entre discusiones pasó otro año. El peor de nuestro matrimonio, que terminó conmigo durmiendo en el estudio, y con Estela hablando dormida.

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Ahora sé lo que tengo que hacer. Nos hemos ignorado tanto que no se me había ocurrido la posibilidad de espiarla. No me refiero a seguirla en el auto, ni a presentarme de improviso en su oficina. Por la mañana, cuando se vaya a trabajar, esculcaré en sus cajones. Revisaré su clóset. Incluso prenderé su ordenador. Me sé su clave: dudo que la haya modificado en años. Necesito encontrar algo que explique su comportamiento.

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Quizá, en el fondo, lo que estoy buscando es un motivo que me haga dejarla para siempre.

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Retomo esta bitácora tras tres días de indagaciones. Días en lo que, por cierto, mi mujer no ha dejado de hacer su ritual del balcón, y de pronunciar la frase que, a estar alturas, me provoca escalofríos. La búsqueda dio resultado. O eso creo. Porque lo que he descubierto en realidad no me lleva a ningún lado. Es algo que no tiene sentido, por más que me empeñe en encontrárselo. Quizá Estela y yo estamos enloqueciendo juntos, en un último y desesperado acto de amor.

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Mi esposa lleva cierto tiempo obsesionada con una imagen. Es una xilografía de principios del siglo XIX, realizada por el artista japonés Katsushika Hokusai. Lo sé porque encontré en un cajón de su escritorio un expediente en torno a dicha obra. También pude ver en su computadora una serie de búsquedas al respecto, que datan de hace meses. De hecho, intentó comprar una reproducción que vendía una galería de Nueva York, pero al parecer la transacción fracasó. Aunque no estoy seguro. ¿Será posible que tenga ese cuadro en algún lugar de la casa? Lo he buscado por todas partes, sin encontrarlo. La sola idea de que esa repugnante obra esté escondida en mi propio hogar me enfurece.

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Y es que la imagen resulta, en efecto, asquerosa. Digna de una mente retorcida, vulgar.

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En El sueño de la esposa del pescador aparece una mujer desnuda, recostada mientras un gigantesco pulpo le practica un cunnilingus. Los ojos negros y desorbitados del animal al abrir su boca son aterradores, pero lo que más perturba del cuadro es la expresión de la mujer. Por más grotesca que parezca la escena, ella siente un intenso placer, como si el coito con el pulpo no pudiera ser igualado por ningún humano, pues la criatura además le acaricia todo el cuerpo con sus tentáculos.

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¿Qué tiene que ver todo esto con el sonambulismo de mi esposa? Esa imagen que Estela parece adorar es la prueba fidedigna de que he vivido junto a una mujer que desconozco. De que por más que creí penetrar en su intimidad, ahora ella se me revela como una criatura de ojos voraces, inhumanos.

Igual que los del pulpo del cuadro.

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Encontrar la imagen se volvió mi obsesión.

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Estaba convencido de que Estela la guardaba en algún rincón de la casa. Volví a revisar su clóset. Abrí las cajas que guarda en la cochera. Incluso revisé su auto. Nada. No me extrañó: si una mujer era capaz de ocultar su auténtica personalidad a su marido, entonces era capaz de esconder cualquier cosa. Estos pensamientos paranoicos germinaron en mi cabeza en los últimos días, y reafirmaron mi decisión de encontrar el cuadro. Si lograba dar con él, pensaba, sería una pequeña victoria en medio de tanto engaño.

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Después reflexioné otra cosa. Estaba siendo demasiado duro con Estela, la mujer que amé durante muchos años. Y permití que una nueva idea creciera en mi cabeza: mi mujer me hablaba en sueños; su manera de comportarse, de levantarse cada noche y pronunciar aquellas palabras sin sentido para alguien que no cree en un Dios, era una súplica dirigida a mí, un intento desde lo más profundo de su conciencia de levantar mi ánimo, y reafirmarme que era capaz de preñarla. Estaba convencido de que el “Creador” al que se refería en su mantra nocturno era yo, cuando sucedió algo que me devolvió a la realidad.

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Encontré el cuadro.

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Estaba en un sitio tan evidente, que por lo mismo escapó a mis sospechas. Era de mañana. Estela acababa de irse al trabajo, y el olor de su perfume aún se podía rastrear en la casa. Me pareció que había cambiado de aroma, y entré en su habitación para buscar el frasco. Suena patético, pero cualquier pequeño detalle podría significar una pista en medio de aquel absurdo. De pronto, algo llamó mi atención. Lo había visto con el rabillo del ojo, un pico negro en algún punto de la cama. Me giré hacia el lecho con un nudo en el estómago. La esquina de un marco sobresalía debajo de la almohada. Me acerqué, y con mano temblorosa extraje la xilografía.

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Allí estaba la imagen abominable, reposando debajo de donde ella colocaba la cabeza todas las noches, susurrándole quién sabe qué cosas al oído, a su mente ya perdida. La revelación de tal acto era pavorosa, inaceptable.

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¿Qué clase de persona deja que un monstruo la arrulle?

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A pesar de los acontecimientos de los últimos días, no estaba preparado para lo que ocurrió durante la madrugada. He dormido poco últimamente. La rutina de estar al pendiente de lo que hace Estela durante la noche, y perseguir sus huellas durante el día, ha dejado poco espacio al sueño. Sin embargo, ayer por la noche me quedé dormido mientras leía en mi estudio. Supongo que el cansancio acumulado terminó por doblegarme. Fue un sueño profundo, que me tuvo noqueado hasta el amanecer. Me desperté cuando el cielo comenzaba a clarear. Me levanté de inmediato, presa del pánico: no había estado despierto para vigilar el sonambulismo de mi mujer. La busqué por toda la casa sin encontrarla. Las puertas del balcón estaban abiertas de par en par, haciéndome temer lo peor. Corrí hacia la puerta, dispuesto a buscarla por las calles. Al abrir, me llevé una sorpresa: allí estaba Estela, con los ojos abiertos, perdida en algún lugar de su sueño. Me abracé a su cuerpo, aliviado, y entonces me di cuenta de algo que había pasado por alto: estaba empapada, como si acabara de salir de una alberca. La aparté para observarla.

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Lo que vi me ha devuelto al insomnio.

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En el cabello y en los hombros, Estela tenía una serie de restos verdes y pegajosos. Tomé un fragmento entre mis dedos.

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Eran algas marinas.

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Esta ciudad no está cerca del mar. Aclaro esto para que se comprenda, de algún modo, lo que voy a relatar a continuación. Acepto que fue un acto desesperado, pero ¿existen otro tipo de salidas para aquellos hombres cuya realidad ha terminado por parecerse a una pesadilla? El único lugar posible en el que Estela podía nadar entre algas marinas era el Acuario. Tras meditarlo largo rato, decidí visitarlo a última hora de la tarde, que es cuando hay menos personas.

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Pagué el boleto y caminé por los pasillos azules como un autómata. Comprendí que estaba mimetizándome con mi esposa. Apenas miraba las enormes vitrinas, como si mis pasos supieran hacia dónde conducirme. Recuerdo que el reflejo del agua creaba la sensación de movimiento en el piso y en las paredes; que las criaturas que veía deslizarse por el rabillo del ojo parecían acercarse a los vidrios para observarme.

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Era como si en verdad caminara por el fondo del océano, a través de un pasadizo que me separaba de un abismo aún más profundo.

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Entonces llegué ante él. Sin duda, me esperaba. En la última vitrina, ocupando una pecera que habitaba en completa soledad, flotando, majestuoso…

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Sus tentáculos se desplegaron en el agua como si quisieran abrazarme.

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El insomnio me domina. Llevo días sin salir del estudio. Mi apetito ha desaparecido, así como las ganas de asearme. Lo admito: tengo miedo de enfrentarme a mi mujer. De mirarla y descubrir en su rostro el gesto soberbio de la victoria. Puedo darme cuenta que su sonambulismo terminó. Desde aquí escucho su ir y venir confiado por la casa, la cadencia de unos pasos que recuperaron el ritmo.

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Me pregunto si eso significa el fin de la pesadilla… O tan sólo el principio.

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Estela no deja espacio a la especulación, y desliza algo por debajo de la puerta. Me incorporo, titubeante. Demoro mis pasos, y finalmente me agacho a recoger el objeto con mano trémula.

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Es una prueba de embarazo.

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FOTO: El sueño de la esposa del pescador, (1814). Xilografía de Katsushika Hokusai.

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