El teatro de emergencia de Suzanne Lebeau

Jul 13 • Escenarios, Miradas • 5019 Views • No hay comentarios en El teatro de emergencia de Suzanne Lebeau

POR JUAN HERNÁNDEZ

 

Suzanne Lebeau (Quebec, 1948) ha levantado la voz para desvelar realidades estremecedoras en el mundo contemporáneo. En la obra El ruido de los huesos que crujen (2009) la dramaturga aborda un tema doloroso y violento: el de los niños secuestrados e incorporados a los batallones de guerra.

 

Se trata de niños y niñas que a los seis, ocho y diez años de edad son obligados a servir sexualmente, a matar, a vivir con hambre y miedo. Despojados de la dignidad, los menores viven el horror de la violencia, enfrentados a un mundo lejano a los sueños de la infancia y a la promesa de un futuro halagüeño.

 

Lebeau nos cuenta la historia sin concesiones. Habla en voz alta. Crea un teatro de emergencia desde el cual sacude la conciencia y estremece el alma de quienes la escuchan. En El ruido de los huesos que crujen el lenguaje figura imágenes contrastantes: lo siniestro en la belleza y atisbos de ternura en medio de actos de crueldad extrema.

 

La dramaturga exhibe una realidad trágica, síntoma del estado del alma de la humanidad toda. Rechaza la complacencia, la lástima y el sentimentalismo. Mantiene la sobriedad en el estilo de su escritura y renuncia al escape melodramático, potenciando la eficacia expresiva de su teatro.

 

El ruido de los huesos que crujen cuenta la historia de Elikia, una niña de 13 años, quien huye de un campamento rebelde junto con Joseph, de ocho años de edad. Los niños se adentran en la selva, en la que sobreviven a la espera de arribar a lugar seguro.

 

La obra, llevada a escena por la Compañía Nacional de Teatro, con la dirección de Gervais Gaudreault, y las actuaciones de Luisa Huertas (Angelina), Ana Ligia García/Diana Sedano (Elikia) y David Calderón (Joseph), hace comparecer a los espectadores, quienes se convierten en la figuración de la conciencia interpelada de la humanidad.

 

El montaje establece un diálogo entre dos atmósferas: una realista y la otra evocativa. En la primera, la enfermera Angelina comparece ante una comisión investigadora que no parece conmoverse con la historia de la niña Elikia, secuestrada, violada y reclutada como carne de cañón para la guerra. En la segunda, la directora recurre a las sombras y a una pantalla en la que se proyectan imágenes de la selva y detrás de la cual los actores accionan la memoria.

 

Los personajes han padecido la crueldad extrema, han sido violentados sexualmente, humillados, drogados, golpeados, despojados de su dignidad y sometidos a la voluntad de los hombres con poder, los que poseen las armas. Sin embargo, la autora de esta obra no pierde del todo la esperanza, pues aún encuentra espacios para la ternura, la solidaridad y el amor, expresiones que manifiesta sin caer en clichés que abaraten la solidez de su lenguaje.

 

Se trata de una de esas obras afortunadas que lo tienen todo: un texto contundente, sobrio y arriesgado; una dirección de escena eficaz para potenciar en el instante el desarrollo de un drama humano terrible, y un trabajo actoral verosímil, comprometido con la visión del mundo expresado en la obra.

 

La puesta en escena, dirigida a espectadores de más de 14 años de edad, refleja la coherencia de la dramaturga canadiense en el devenir de su desarrollo como autora de un tipo de teatro que apela a la conciencia de los espectadores para generar una complicidad en relación con el punto de vista del mundo nunca rosa, jamás complaciente y siempre crítico de la dramaturga.

 

El ruido de los huesos que crujen nos ofrece una muestra de un teatro inquietante, cuestionador y, a pesar de la crueldad de lo expuesto, en algún sentido esperanzador sobre el destino de la humanidad.

 

*FOTOGRAFÍA: Escena de la obra El ruido de los huesos que crujen/Adrián Hernández/EL UNIVERSAL.

 

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