El testigo rebelde

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Sirenas y otros naufragios, libro de poemas de Eduardo Vázquez Martín, quiere ser testimonio del último quinquenio nuestro, de los desaparecidos de México y del Cono Sur, de la guerra de los Balcanes, y de otros pasajes de la reciente historia global, de acuerdo a estos apuntes

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POR CARMEN BOULLOSA

El pez que fuimos

 //////recuerda el mar

///////////Eduardo Vázquez Martín

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En Sirenas y otros naufragios, la recopilación de poemas de Eduardo Vázquez Martín, el lector podrá seguir la voluntad vertical de su obra. Digo vertical porque hay una marca continua, una voz, pero la palabra “vertical” es arbitraria, tomada al vuelo, como los siguientes apuntes, que no alcanzarán a repintar, ni de manera burda, el trazo que ha ido dejando la obra de este poeta.

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Enumero sus temas: Vázquez Martín es poeta de la ciudad de México, de un barrio, la Condesa, nómada poeta, o “callejero de nómada escritura, / yo pido pocas veces la palabra/ y escribo en los paréntesis del día”.

Eduardo Vázquez Martin, Sirenas y otros naufragios, Amagord Ediciones, España, 2017. / Especial

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Así diga que “A mis versos les gusta la mañana”, es más bien poeta de la noche, de la mujer del puerto, de la compañera efímera de placer, y de la compañera permanente de vida, aunque no de ésa él dé por hecho no hay eterna. La suya es la poesía de un testigo, para empezar de su propia vida porque hace el puntual retrato autobiográfico, no omite los nombres de sus compañeras en su afán de dejar constancia. También tiene la voluntad –básica en un poeta– de atrapar el instante. Así en el genial poema de Andrea:

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Qué fragilidad tan poderosa la de la mariposa

que por menos que nada pierde la vida

y no es capaz la muerte ni la nada

de robarle del todo la belleza.

Vázquez Martín captura la atmósfera afectiva, el poema a Cristina:

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Esperamos las olas mayores en Pie de la Cuesta

/Mandamos a volar
 la alerta de tsunami

/desde un hotel de nombre Casa Blanca

Nos fugamos entonces
y nos hemos vuelto a fugar después

En la playa desierta las banderas rojas

Fue un disparate meternos al mar

que ya venía encabritado desde Oriente

y sentir que una ola
 a punto

estuvo de cobrarnos entera la osadía

Así nos conocimos esperando las olas mayores

Este amor salió de ahí de entre las olas

desde el principio ha sido salvar la vida.

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También es poeta de los gatos –a Susana, su felina fiel, a prueba (casi) de todo embate (la excepción es la llegada de la hija del poeta)– , de la indomable tigra, la Circe, de cualquier género de sirena, incluyendo la que, desdiciendo su esencia, es coño explícito, paridora, generadora de vida y placer, y la Coyolxauqui.

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Es poeta del desorden, las anclas, las navegaciones, el deseo, la soledad. No sé si tanto del amor, como lo asegura en su prólogo Eduardo Milán, aunque debe ser verdad –y yo misma me desdigo al citar los poemas de Andrea y para Cristina: sí es poeta del amor, si éste es la frágil belleza que guerrea para salvar la vida, y que se las pasa perdiendo la batalla–.

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Es poeta del puerto (de más de uno del Golfo), de las carreteras, y en las carreteras, de la niebla y de la memoria:

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Niebla en la carretera/

Voy en un automóvil por una carretera estrecha

y bajo la ventana; la nube

se encuentra los objetos que viajan con nosotros.

Parece un dios la niebla: presente e intangible.

Soy un niño que viaja en el asiento trasero

de un Ford Máverik 70

y debo estar en las Cumbres de Maltrata.

Mi padre maneja

y canta mi madre canciones españolas.

Junto a estos pocos trazos

la bufanda compartida con la hermana,

la forma de hacer chispa de dos piedras,

la diminuta imagen del niño en la pupila de la madre

que ahora está, igual que el resto de estas cosas,

en la niebla que entra cuando abro la ventana

del coche en carretera.

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En Vázquez Martín el presente y el pasado son simultáneos. Podría pensarse que ahí radica la mexicanidad ósea de sus versos, pero hay en ellos un no-sé-qué-de Ramón Gaya que apela al exilio español. El presente, sí, está en pasado, pero éste no es de piedra desencajada, sino de lenta luz ancestral, la luz de la tristeza, a lo Gaya.

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Porque posiblemente sobre todo lo enumerado, Eduardo Vázquez Martín es poeta del exilio español, aunque haya nacido en México. Atento a la memoria de la casa perdida del padre, del fusil del abuelo y de la voz de la madre y las abuelas, es un poeta enhebrado con la generación Sinsombrero, pero del lado de los varones (la Generación del 27). Porque es poesía con género la de Eduardo, nace de hombre y parece masculina, es XY – alguien que no sea yo dirá tal vez que esa X es acotación femenil, pero a mis ojos la X de Eduardo es también Y, X paterna, deseo y solidaridad humanista– .

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Sirenas y otros naufragios quiere ser también testimonio del último quinquenio nuestro, de la caída de las Torres Gemelas (la empatía con el inmigrante latinoamericano, tal vez lavatrastes), los desaparecidos de México y del Cono Sur, la guerra de los Balcanes, y otros pasajes de la reciente historia global. Su poesía es testimonio y termómetro de la violencia (aunque sin mercurio: las turbulencias quedan señaladas, pero el verso no se perturba, atendiendo a su cordura clásica e histórica). Sus poemas conforman un termómetro digital que va señalando el cambio de segundo con la sabiduría del viejo. Porque un viejo sabio camina cuidando las sílabas desde sus primeros poemas, sus versos con la hechura que permite la transparencia, una cualidad nominativa, no prosaica.

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La acción política de los poemas de Eduardo (toda la vida ha llevado los guantes de terciopelo de la lucha puestos) se desarrolla en el corazón de “lo” poema: cada uno de nosotros somos irremplazables. El tiempo humano no puede ser dejado a manducar por las mandíbulas del sistema transfronterizo legal en uso. El frontal rebelde que escribe versos no arquea las cejas sólo en el poema a los Starbucks (“Mínima crítica al status quo”), sino a todo lo largo de la colección. Comparto entre estos poemas mi predilecto (me recuerda otro ante un balón de su tocayo el gran boliviano Mitre):

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Fuera del área

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Para Valentina

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Hoy deseo un balón perdido

de esos que saltan de pronto un muro

nos vienen del otro lado del parque

o de la plaza

de banqueta en banqueta

para dejar la jugada en que se hallan

y acercarse al campo en que vivimos

Hoy deseo un balón de esos

que aparecen donde menos lo esperaba

hoy amanecí deseando el aire contenido

en un balón de cuero

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Voy por aquella redonda epifanía

aunque toda la estructura me reclame

no importa que el partido esté perdido

/

Quiero ver si todavía me hace caso la sencillez de la pelota

si me sigue la carrera y me responde

cuando la devuelva al campo en que jugaba

Más tarde volveré a mi paso

más o menos entero

sin reclamar a nadie las lesiones.

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Sin romper con la tradición ultramarina de la generación del 27, la poesía de Eduardo Vázquez Martín vive a fondo el periplo latinoamericanizante y americano, por supuesto que también en su forma –fondo es forma–. Tomadas las distancias pertinentes, leerlo evoca a otro de nuestros grandes: Carlos Santana, el de Autlán, Jalisco (como Antonio Alatorre), hijo de mariachi que trasplantó a la costa del Pacífico la tradición musical paterna, mezclándola con el tambor del Golfo de México al norte del Río Bravo, en la Bahía de San Francisco, y enriqueciéndola con los sones de los de allá, específicamente los de la negritud (el rock, el blues, el jazz), creando una nueva manera de oír. Santana alumbró al mariachi con el rock, al rock con el mariachi, y a las percusiones del Caribe con el jazz. De igual manera, leyendo la poesía de Eduardo Vázquez Martín, los clásicos del 27 resuenan con nuevos ecos.

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Si a Carlos Santana le tocó en suerte el movimiento hippie para servirle de propulsor, y después de atenuante, a Eduardo Vázquez lo bendijo la especial y fina grandeza artística popular mexicana de los ochentas, barroca y también subversiva, aunque de considerable menor proyección internacional –el ejemplo de Eugenia León y Marcial Alejandro alzándose con el premio OTI lo recalca–. Vázquez Martín confiesa ser afecto al Camarón de la Isla, el lector astuto sabrá que también escuchó a Jaime López, a Rita Guerrero, a Briseño y a Betsy Pecanins.

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Cambiadas las décadas, Eduardo Vázquez Martín ya no contó con el pozo de oro de los ochentas, sino con la oscuridad ambiente. Nunca pierde el instinto clásico que cruza distancias temporales y geográficas para marcar el instante. Se salva de todo naufragio, y hace de una sobrevida personal una vida posible, tendida al futuro. Entiendo que Eduardo Vázquez Martín es un poeta con dos frentes –el de observar testigo al mundo, y el ser el protagonista que se observa–. Entiendo también que su voz habla de la experiencia irrepetible (la personal, las iluminaciones radiales e instantáneas de la conciencia), y que ha elegido para esto una forma que, distante de la música, se le acerca, y que, próxima al deseo, lleva lo que no es verbal al verso:

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“Y es que es así la escritura

como ciertos dolores que conoces

que compensan con placer lo que lastiman

como la fiebre hace soñar a los heridos”.

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Hasta aquí mis apuntes. A otros corresponderá pasar el lápiz por el trazo que a lo largo de su obra, constante, ha escrito Eduardo Vázquez Martín, testigo rebelde, y apegado a la tradición, porque es buen poeta.

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Foto: El poeta Eduardo Vázquez Martín. / Archivo EL UNIVERSAL

 

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