“El testimonio es una forma de acción política”: entrevista con Enrique Díaz Álvarez, ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2021

Dic 25 • Conexiones, destacamos, principales • 8818 Views • No hay comentarios en “El testimonio es una forma de acción política”: entrevista con Enrique Díaz Álvarez, ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2021

 

El ensayista Enrique Díaz Álvarez habla en entrevista de La palabra que aparece, Premio Anagrama de Ensayo 2021, una obra que rescata la ambivalencia homérica entre víctimas y victimarios en la valoración de los testimonios de los supervivientes de la violencia

 

POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ 
Toda apuesta intelectual es un trayecto, un viaje o una aventura conceptual en la que el objetivo es el mismo ejercicio de análisis, contraste y depuración. El método, asegura Enrique Díaz Álvarez (Ciudad de México, 1976), es la lectura, principalmente de autores clásicos que se van ganando un lugar dentro de su propia tradición como ensayista, un corpus particular de autores con quienes se debate, a quienes se les interpela y de quienes se retoma una posición ante la vida para entender la propia realidad.

 

En entrevista, el también profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, habla de su libro La palabra que aparece. El testimonio como acto de supervivencia, merecedor del Premio Anagrama de Ensayo 2021. Su tesis frente a la violencia contemporánea es un llamado a recuperar la ambivalencia del posicionamiento homérico, entender y comprender las dos realidades de los involucrados en un conflicto, pero sobre todo revalorar el papel del testimonio de las víctimas.

 

Por sus páginas pasa el trabajo de Elias Canetti en Masa y poder, de quien retoma la idea del superviviente, radicalmente opuesta a la postura que lo entiende como el héroe que regresa a casa repleto de cicatrices e historias épicas para contarle a los nietos y construir así un nuevo poder basado en el olvido de quienes se quedaron en el campo de batalla. El trabajo de Díaz Álvarez va más allá al llamarnos la atención al trabajo, por ejemplo, de John Hersey, quien por primera vez dio voz a los supervivientes de las bombas atómicas en Japón, pero que también supo entender el derecho de las víctimas a guardar silencio.

 

Esta ambivalencia homérica aparece de este modo arropada por Hannah Arendt, Michel Foucault, Primo Levi. Dice el autor: “No enmarco esta vocación de la historia de los derrotados, de los vencidos, los desaparecidos, dañados, perdidos, desde la tradición judeocristiana, que tiene que ver con la compasión y la piedad. Desvelar su historia es una cuestión de imaginación política”.

 

Desde tu lectura de distintos autores tan variados como Homero, Svetlana Aleksiévich, W.G. Sebald, Miguel León-Portilla, ¿cómo defines la naturaleza de la violencia humana?

 

Lo que hago en el ensayo es un tejido de muchos filósofos, escritores, artistas, periodistas narrativos que en algún momento se han interesado por explicar la violencia, nuestra pulsión por la guerra. Arranco con Homero por esa necesidad de comprensión. Hay una tradición muy grande desde pesimistas antropológicos como Hobbes y Maquiavelo, que dictan que estamos predestinados a luchar unos contra otros, incluso Freud con esa pulsión de muerte. No me interesa tanto porque ese tipo de lecturas pesimistas terminan siendo una excusa biológica para justificar la violencia o la guerra. Hay una propuesta que me interesa más, por enigmática, que es la de Elias Canetti, que se basa en esa pulsión por sobrevivir del ser humano. Ese instinto muchas veces deriva en esa imagen que describe en Masa y poder de los sujetos que salen vivos y caminan en medio de los cadáveres de muchos otros que cayeron. Canetti resume ese momento de supervivencia como el gran momento del poder. Eso se ha cultivado mucho desde el relato heroico. Hay una fascinación por narrar la historia de grandes hombres, los más aptos, los más fuertes. Me interesa transitar de ese momento de poder de los más aptos, los conquistadores, esa saga épica alimentada por la literatura y el cine, al momento del testigo superviviente; ya no enfocarnos ni fascinarnos con la historia de esos grandes hombres que terminan inmortalizados con monumentos y nombres de calles, sino transferirla a esos sujetos que vivieron algo extraordinario y nos dan su experiencia. Lo que sobrevive de ellos es su testimonio, su palabra.

 

Mencionas a Canetti como una especie de “telonero” de todo el resto de ideas y argumentos que vas a compartir, contrastar y analizar a lo largo del libro. Me da la impresión que subviertes esa lectura inicial y le das un giro para alimentarlo con la experiencia de los comunes. ¿Qué otras claves utilizas para dar este giro que supere esta superioridad moral del superviviente como héroe, el que regresa con las cicatrices de guerra?

 

Me detengo y parto de la lección de Homero. Para encarar la violencia se necesita tomar la palabra. La gran lección de Homero es esa vocación por narrar la guerra siempre desde las dos perspectivas. Homero era aqueo, pero lo que distingue a la Ilíada es su tremenda imparcialidad, su ambivalencia. Homero nos cuenta la historia siempre desde los dos lados, al grado de que uno simpatiza más con Héctor, con Príamo, los vencidos, los derrotados, los desaparecidos. Homero sabe que no contar su historia sería aniquilarlos por segunda vez. Ese ejercicio tiene un valor ético muy importante. Es decir, hacer que la versión de los derrotados no desaparezca. No lo hace desde el paternalismo, sino porque sabe que la experiencia, las palabras y las acciones troyanas son importantes y merecen ser recordadas. Esa lección de ambivalencia me permite salir de esa vocación por contar y celebrar la historia de los héroes que nos cuentan una historia de bronce.

 

Nos queda claro que tu lectura es un cuestionamiento ético-político. Contrastas esta elección que hace Homero y compañía con otros conceptos relacionados a la existencia del vencido y el derrotado. Me refiero a los conceptos de la compasión y la piedad, que expones como herencia de una tradición cristiana. ¿En qué consiste esta distinción entre esta herencia cristiana y la que retomas de Homero?

 

Justamente no enmarco esta vocación de la historia de los derrotados, de los vencidos, los desaparecidos, dañados, perdidos, desde la tradición judeocristiana, que tiene que ver con la compasión y la piedad. Desvelar su historia es una cuestión de imaginación política. Justamente lo que nos permite la imaginación comienza en la operación de la lectura, que muchas veces es transgresora. Eso nos permite traspasar las fronteras que nos separan y advertir lo común, al grado que te identificas con quien no deberías, con quien te han enseñado a desconfiar, a odiar. Esa operación de leer tiene un impacto ético-político muy importante porque nos revela lo común frente a los discursos de odio que vemos en esta nueva oleada neofascista. Este momento de vivir significativamente la vida de los otros es importante. La tiranía del algoritmo nos lleva a sólo acceder a la historia de aquellos con quienes coincidimos. Cada vez es más difícil entrar en contacto con quien estás en desacuerdo. Si no tenemos esta predisposición para encarar, debatir y aproximarnos a los otros, tenemos la batalla perdida en una época convulsa.

 

En algún momento mencionas que encuentras correspondencias entre el mundo contemporáneo y el mundo de entre guerras de la década de 1930.

 

Encuentro perturbadoras similitudes con lo que se vivió con la República de Weimar y el contexto actual. Veo un auge neofascista, del posicionamiento de la extrema derecha, como lo que vemos en las elecciones de Chile y Argentina. Lo que enmarco es la necesidad que tenemos de recuperar esa tradición homérica. Para tratar de escapar de la tiranía del algoritmo que prevé nuestros gustos y conductas y nos ofrece sólo relacionarnos con los semejantes y crea burbujas peligrosas. Esto hace más difícil sensibilizarnos a situaciones y circunstancias de los otros. Retomo la relevancia de contar la historia a contrapelo de Walter Benjamin, sus tesis sobre la historia, a Huxley, Freud, Einstein, quienes se preguntaban justo cómo evitar la guerra. Se preguntaban por esta condición naturalmente violenta. Uno de los focos que nos echa luz es Virginia Woolf con Tres guineas. Su lucidez para advertir que mucha de esta agresividad, tribalismo, deseo por pasar encima de los otros, está cultivado desde una educación elitista, de segregación masculina que educa para la competencia y que deriva en la agresión o en el asesinato. Por eso ella dice que ellas siempre han estado afuera, que ellas no comparten esa pulsión masculina por hacer la guerra y caminar sobre los restos de los otros. También nos advierte que muchas de las posibilidades que tenemos para combatir la guerra es mirar las imágenes y los testimonios visuales de los civiles ante el terror de las guerras.

Tengo la impresión que los supervivientes de las bombas atómicas que se lanzaron en Japón, así como el piloto que pasó por ese proceso de culpabilización de los que nos habla Hersey, se oponen a una lectura ideológica de lo que es la nación, la guerra, el hombre, el pueblo. ¿Cuál es su posición frente a estos discursos hegemónicos?

 

El ejercicio de Hersey es emblemático. Un año después de que se lanzó la bomba y el relato hegemónico lo celebraba, él viaja a Hiroshima. Desde una estela homérica cuenta la perspectiva de los vencidos. Y se detiene justamente a recuperar el testimonio de seis supervivientes. A partir de narrar las consecuencias humanas de la bomba frente a esa oda a la capacidad de destrucción de la bomba atómica, contrapone el daño y la pérdida de estos supervivientes. Propició que muchos lectores advirtieran lo común frente a esos civiles japoneses. La reticencia del pueblo estadounidense frente a la guerra de Vietnam no se entendería de la misma forma si no hubiera existido este ejercicio de Hersey. A partir de ahí hay muchos testimonios. Poco después, León-Portilla rescató la historia de los supervivientes nahuas; también el proyecto narrativo de Aleksiévich gira en torno a enfrentar esas historias en minúscula y en plural frente a la gran historia en mayúscula, el relato oficial. Ese relato coral nos revela el riesgo y la amenaza que representan las plantas nucleares. Esos testimonios concretos nos revelan los riesgos comunes y empatizar con el civil. Ya no es el enemigo japonés, sino el civil japonés. Hay una empatía que no tiene que ver con el enemigo.

 

Contrapones la lectura hegemónica, en este caso Las cartas de relación de Cortés, con otras lecturas que no sólo lo cuestionan y se contraponen, como Bernal Díaz del Castillo. Refieres que la estructura conceptual y de creencias de los conquistadores estaba alimentada por novelas de caballería. Esto me lleva a pensar en el uso de la literatura como artefacto de difusión de ideologías.

 

En este capítulo, “La conquista en disputa”, parto de la idea de cómo el narrar la guerra, relatar la guerra es el primer botín, y cómo ese relato termina por configurar un relato hegemónico. Por eso es importante ser el primero en narrar la guerra. Cortés lo tiene claro. Muchas veces la conquista se nos narró como una epopeya, como lo vio Alfonso Reyes. Luego Irving Leonard entendió que la historiografía no ha puesto suficiente atención en la importancia que tuvieron las novelas de caballería en Bernal Díaz. En la Historia verdadera puedes ver cómo cita al Amadís de Gaula cuando describe la grandeza de México-Tenochtitlán. Él era muy consciente de que con su relato quería que se le reconociera como un protagonista y que se le reconozca como un héroe a quien Cortés no le dio su lugar. Esta relación es muy importante al momento de revisar cómo se ha ido narrando la conquista y la importancia de los testimonios que recoge León-Portilla, que además son poesía pura. Estos testimonios nos permiten contraponer esta perspectiva omitida, eclipsada, frente al relato épico, heroico con que se nos contó esta historia en la que un puñado de valientes, dirigidos por un genial Hernán Cortés, tumbó a una civilización entera.

 

En algún momento haces convivir la importancia del testimonio del superviviente con la literatura. Hay un posicionamiento en el sentido de la naturaleza de la literatura. Hay una lectura muy aceptada en el sentido de que la literatura sólo debe existir para sí misma. Desde tu lectura percibo que tu lectura tiene una función sanadora, de conocimiento con el otro. ¿Tiene una función la literatura?

 

El primer compromiso de los escritores es con el lenguaje mismo y con su tradición, escribir bien, poner sobre la mesa algo que valga la pena bajo la tradición de su género. Pero esa especie de autonomía no creo que deba estar peleada con la reflexión y los alcances que puede tener su práctica desde una perspectiva ética o política. Por eso más que hablar de arte me gusta entenderla más como práctica artística. Esto enfatiza que es una forma de acción en un contexto de violencia. En esos contextos de violencia e impunidad extrema como lo vivimos en México desde 2006, el testimonio es una forma de acción política. Son muchas mujeres y muchos hombres que sólo cuentan con su palabra. Ese es el último recurso de hacer que su historia cuente. Quien da el testimonio siempre se lo da a alguien más. Hay muchos artistas contemporáneos que se han visto interpelados y han acompañado estos testimonios. Lo vemos en Las tierras arrasadas de Emiliano Monge; Antígona González de Sara Uribe; La libertad del diablo de Everardo González o Teresa Margolles con su exposición ¿De qué otra cosa podríamos hablar? Son autores que se han visto impelidos a abordar al violencia. Nos permiten entender que encarar la violencia implica no sólo hacer frente al problema, sino ponerle rostro y nombre a las víctimas. Estas historias tienen que contar, tienen que afectarnos. Su práctica nos permite acompañar el dolor de las víctimas.

 

Todos estos casos que me has mencionado son ejemplos de lo que mencionas como la imaginación política. ¿Cómo se practica y con qué herramientas se ejerce?

 

Muchas veces sus ejercicios son transgresores. Hay un punto de la violencia en México que para comprender lo que estamos pasando, los desastres de la guerra, ya no sólo están prestando atención a las víctimas sino a los victimarios. Esto me interesa mucho, es un riesgo importante. Acercarse al verdugo o al victimario es un riesgo que se corre desde la imaginación, como en el caso de Las tierras arrasadas, o desde la práctica del documental de Everardo González. Cuando se escuchan los testimonios de los victimarios ahí la cuestión no se trata de empatizar o justificar, sino comprender los alcances de una violencia estructural y como muchos de ellos se autodefinen como los desechables. Ese es el ejercicio de imaginación política que me interesa, que nos obliga desde esta estela homérica a prestar atención a los victimarios, a escuchar ese lado de la historia aunque nos hiera, aunque nos indigne.

 

Cito: “Esta apuesta también reclama reflexionar sobre los límites éticos que plantea tratar y exponer a esta clase de testigos. Me refiero a la petición de verdad, la erosión y distorsión de la memoria; a la información que habita tras el error o el trauma; o el derecho al silencio. También sobre el conocido problema de representar la violencia abyecta o poner imágenes a lo inimaginable. Asimismo, sobre la necesidad de identificar los abusos de la memoria que escamotean y pervierten su alcance ético y político: tanto la revictimización institucionalizada, como el deseo de ser víctima o, incluso, el falso testimonio y la lisa y llana impostura”. Estos son algunos extremos de lo que nos podemos encontrar.

 

Esto nos implica muchos retos. Tiene que haber también una ética de la escucha. Se debe respetar a estos testigos para no revictimizarlos muchas veces. Hay que respetar el derecho al silencio. A final de cuentas esta vocación por desvelar la historia desde los supervivientes nos plantea esos dilemas éticos para no revictimizarlos y evitar falsos testimonios o imposturas, como la de Enric Marco, el supuesto superviviente del Holocausto a quien Javier Cercas le dedicó una novela sobre su impostura. Esta era del testigo nos plantea muchos retos para tratar que esos testimonios que importan cuenten y quitarnos de encima muchos otros que no lo son.

 

Más adelante mencionas el trabajo de Pilar Calveiro sobre la reivindicación del testimonio. ¿Cómo concebir este proyecto frente a la banalización de los medios, e incluso de una herramienta de comunicación tan poderosa actualmente y de reglas tan volátiles como las redes sociales?

 

El caso de Calveiro es muy potente, estamos frente a una víctima de las dictaduras militares en Argentina que tiene la fuerza y capacidad para tomar distancia de su propia experiencia como detenida-desaparecida, para tratar de relacionarla o articularla junto a las voces de otros supervivientes. No es casual que al leerla resuenen también Primo Levi o la biopolítica de Foucault. Calveiro sabe bien que eso que le aconteció va más allá de la tragedia individual, por eso lo enmarca como parte de un fenómeno político y pone en el centro de su análisis el poder que cerca y desaparece los cuerpos. En este sentido, es todo un llamado a prestar atención y estar dispuestos a escuchar el dolor de los otros. Algo que resulta intempestivo en tiempos de Internet y las redes sociales. Hoy estamos sobreexpuestos a un cúmulo de información y fragmentos de vida narcisistas que poco tienen de extraordinarios, el riesgo es que esa inmediatez, acumulación y banalización termine por cegarnos y hacernos indolentes a historias de violencia y violación de derechos humanos que no pueden pasarnos por alto.

 

¿Cuáles son los alcances de un ejercicio crítico del pasado reciente en México en el que se explore esa zona gris de la que habla Primo Levi entre víctimas y victimarios desde los conceptos que rescata en las páginas finales: la dimensión política de la tragedia y la ambivalencia homérica?

 

A lo largo del libro planteo una política del testimonio que gira en torno a la potencia del lenguaje para hacernos mirar de frente al horror y reconocer la vulnerabilidad común. Con ello apelo a la facultad que tenemos no sólo para escuchar, sino para imaginar a detalle el agravio; por afectarnos con el lamento, la indignación y el duelo que habita en un país que tiene cifras ingentes de asesinados y desparecidos. Creo que en México estamos en un punto en que para encarar esta violencia e impunidad extrema ya no sólo basta con aproximarse y detenerse en el testimonio de las víctimas, sino también en el de los victimarios. Por eso retomo la noción de zona gris de Levi y la banalidad del mal de Arendt o me interesa un documental como La libertad del diablo de Everardo González. Quizá seguir la lección de ambivalencia homérica en el México contemporáneo sea precisamente escuchar al sicario de quince años que obedece ciegamente y se asume como desechable, por más que nos incomode o indigne. No para empatizar, justificar ni perdonar, sino para reconocer la complejidad y combatir mejor la violencia subjetiva, simbólica y estructural que nos atenaza.

 

FOTO: El escritor Enrique Díaz Álvarez/ Germán Espinosa/El Universal

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