El trágico destino de las ruinas de Palmira
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En esta crónica, el reconocido escritor venezolano y autoridad mundial en la historia de las bibliotecas, hace un recorrido por esta zona devastada de Siria, en el Medio Oriente, cuyas ruinas han sido objeto de vandalismo y destrucción por parte del Estado Islámico
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POR FERNANDO BÁEZ
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Autor de Las Maravillas perdidas del mundo (Océano, 2012)
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Lo que sabemos, y lo que decepciona justo ahora, indica que la guerra civil de Siria ha provocado una destrucción cultural que trae a la memoria el desastre cultural ocurrido en Irak durante 2003. Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la observación satelital confirma que hay 24 monumentos culturales totalmente devastados, algunos con siete milenios de antigüedad. El daño varía desde un 75% hasta un 100%. Los informes más rigurosos han determinado que al menos otros 150 monumentos corren riesgo de desaparecer. Hasta este momento, el conflicto en Siria ha tomado dimensiones internacionales: mientras unos 35 mil yihadistas de distintas naciones árabes y occidentales combaten al régimen del presidente Bashar Al Assad, Rusia, Estados Unidos, Irán, Turquía, Francia y Reino Unido asedian los puntos centrales en busca de una solución a esta guerra que ha aniquilado a 470 mil personas, provocado daños económicos, sin contar dos millones de heridos y cinco millones de refugiados que huyen por el mundo entero.
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La destrucción es alarmante. Las ruinas de Palmira, un símbolo venerado por todos los amantes del arte, fue minado y convertido en un campo de batalla que acabó con décadas de restauración y provocó la explosión de varios templos. Lugares como las ciudadelas de Alepo y el Crac de los Caballeros han sufrido disparos lanzados desde aviones del Ejército de Siria; el casco histórico de Damasco fue asolado por carros bomba; los edificios medievales de Aleppo quedaron en ruinas al igual que el zoco de la ciudad y la Gran Mezquita. El saqueo y el vandalismo ha sido total en Apamea y en las mezquitas de Idlib, Al-Tekkiyeh Ariha, Al Umary, Al Herak y Al-Qusaayr. Plácidos lugares como los Monasterios de San Elián y San Jaime fueron víctimas de explosiones numerosas. Templos asirios completos como el de Tell Sheikh Hamad sufrieron graves destrozos y ciudades como Homs quedaron desmanteladas y en cenizas.
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Desde 2013, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) tuvo que llamar la atención de la comunidad internacional sobre lo que sucedía y colocó en su lista roja de Patrimonios Culturales en peligro a Aleppo, la antigua ciudad de Bosra, el casco histórico de Damasco y los 700 asentamientos que forman parte de las llamadas Ciudades Muertas de Siria, un conjunto de villas que conoció la prosperidad gracias al comercio en la era bizantina.
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Activistas independientes de nacionalidad asiria y kurda, con quienes mantengo contacto permanente, aseguran que ya había síntomas de lo que pasaría cuando en 2014 fue demolida la tumba del Profeta Jonás. Desde 2015, miles de yihadistas del autoproclamado Estado Islámico han repetido acciones de destrucción de santuarios, como hicieron los milicianos en Mali que atacaron bibliotecas y monumentos culturales o el Frente rebelde que atacó la aldea aramea de Malula y la fortaleza de Alepo, una extraordinaria ciudad convertida en la versión siria de Dresde en la Segunda Guerra Mundial.
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En febrero de 2016, los yihadistas destruyeron 4 mil libros raros que estaban resguardados en la Biblioteca de Mosul. A la fecha han realizado saqueos con fines de tráfico ilícito de bienes culturales —con lo que financian actividades de sus células de milicianos— y destruido sitios emblemáticos como Hatra; hay registros de vandalismo en los vestigios de Dur Sharrukin (hoy parte de Jorsabad); lo mismo ha sucedido en Nimrud, una zona muy sensible para Occidente por ser el sitio donde aparecieron las tablillas del Poema de Gilgamesh y el Enuma Elish. Esta es la tierra donde rigió el rey Asurbanipal, el primer coleccionista de libros del mundo. Nimrud, conviene destacarlo, es una antología de historias que culminan en el asentamiento cercano de Nínive, hoy en riesgo.
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Nimrud llegó a ocupar 41 kilómetros cuadrados, con un santuario a Ninurta, un espectacular zigurat, una gran ciudadela con muros, y el Palacio Real, así como tumbas de reyes y reinas con tesoros fabulosos que sobrevivieron milagrosamente en los sótanos del Banco Central de Irak en la época de los bombardeos a Bagdad en 2003. El ataque a estatuas de yeso o reales que hemos observado en videos divulgados por miembros del Estado Islámico es una visión sesgada y anacrónica de la azora 21 de El Corán contra la idolatría./ El yihadismo suní de Da´esh, nombre de quienes proceden del cisma de Al Qaeda, es un problema más complicado de lo que parece por su descentralización y el espacio geográfico donde se mueve, entre Raqqa y una franja inestable que se extiende debido al pacto con Boko Haram, principal organización terrorista en África. La base del nuevo extremismo está en La gestión de la barbarie (Idarat al-Tawahhush), obra de Abu Bakr Naji, que circuló en 2004: el deber de infligir la humillación total a un enemigo que los yihadistas consideran que lesiona al pueblo árabe y el Islam. El lema del Estado Islámico es “Permanecer y expandirse” y para cumplir este fin destruyen todo lo que consideren que suponga un obstáculo material, cultural, religioso o económico. Esto implica extorsión, secuestro, violación de los derechos humanos, memoricidio y negación de raíces pre-islámicas. Esta fiereza se ve como una etapa de transición que combate las absurdas bases que permitieron el Acuerdo Sykes-Picot, firmado el 16 de mayo de 1916, y la presencia de Estados Unidos en el control de los recursos energéticos.
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El público de hoy, moderado en su mayoría por la evangelización paradójica de la violencia audiovisual como entretenimiento, aún se escandaliza porque queman gente, incineran libros, arrasan museos y santuarios, persiguen cristianos, atacan símbolos como el semanario Charlie Hebdo en París y planifican atacar España (un objetivo por lo que representa Al Andalus); sin embargo, no veo una exigencia suficiente para contribuir a resolver de forma integral el problema. Más allá del estremecimiento legítimo y la preocupación, hay una idea equivocada de que todo se resolverá mágicamente y la sensación de que quienes originaron los problemas en 2003 van a solucionarlos.
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¿Qué encontré en Palmira durante mi viaje en 2011, el segundo que realizaba? Nada de esas masas de turistas que hoy no aparecen ni por casualidad por temor al secuestro o al terrorismo. El pueblo estaba desolado. Seguí directo a las ruinas, precedidas por una unidad militar exhausta que nos dejó seguir por la razón de que no hay poder alguno que valga en Medio Oriente contra la identidad profunda entre familiares. Esta identidad, que forma un sistema complejo de complicidades, me permitió avanzar con una tranquilidad inesperada. El chofer era primo de un soldado que le confesó que quería estar en casa con su mujer. La guerra que ignoramos se reduce en muchas oportunidades a situaciones de alejamiento doméstico que provocan el desánimo más que cualquier fervor nacional.
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“Dese prisa”, advirtió el chofer. Y remató: “Nos miran. Cuando vean que usted es extranjero, vendrán con todo”.
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No sabía a quién se refería, aunque conocía casos de grandes periodistas retenidos en Siria. Entendí que debía darme prisa o el viaje podría complicarse. Ahora recuerdo que en un viaje a Brasil en 2013 a Recife para debatir sobre el fin de la privacidad en Internet tras las denuncias del extraordinario disidente Edward Snowden, conocí a un periodista que relató cómo fue secuestrado y torturado por milicias que le imputaron el único delito de preparar un reportaje sobre lo que veía. La verdad no les gusta ni a los gobiernos ni a quienes los enfrentan.
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Fui recibido por unos beduinos escépticos y sus hijos que no mostraron ningún interés, afortunadamente, por mi presencia. No fui invitado a un viaje encima de los pobres camellos desnutridos que vi y ni siquiera estuvieron pendientes de orientarme cuando pasé por el Arco del Triunfo —erigido por Septimio Severo en el siglo III— rumbo a la gigantesca galería de columnas que tiene mil 300 metros de largo. Los niños tenían la mirada triste, estaban flacos y no mostraban signos de humor. Habían crecido entre ruinas y su futuro parecía no ser diferente. Siria ya estaba rumbo a la guerra civil que ha acabado con la vida de más de 200 mil personas./ Hay al menos 200 columnas en esta Gran Vía, un camino que corre en dirección noreste-sureste en lo que fue y sigue siendo una ciudad aislada y sin una muralla defensiva. Mantuve la marcha, teniendo siempre presentes los pasajes del conde de Volney de sus viajes por Siria. Miré el Tetrápilo donde alguna vez se alojó la estatua que fue dedicada a la reina Zenobia. Hoy su ausencia absoluta gobierna el conjunto declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1980.
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Lo primero que hice al leer un letrero que decía en árabe e inglés “Templo de Nabu” fue detenerme porque el tema me tocaba muy de cerca en mi memoria. El edificio, más claro o más oscuro de acuerdo a la hora o el sol, estuvo miles de años enterrado bajo las arenas y olvidado hasta que en la década de los 70 del siglo XX un equipo de arqueólogos lo recuperó para mostrar la devoción sorprendente que hubo hacia un dios babilonio impresionante.
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El rey Asurbanipal, lector, escriba, el primer coleccionista célebre de la historia y también un implacable destructor de la cultura elamita, se jactaba de ser “un alumno de Nabu”. En el colofón de una tablilla se definía a sí mismo como aquel “a quien Nabu y Tasmetu proporcionaron finos oídos y aguda perspicacia, lo mejor del arte del escriba, que ninguno de mis antecesores lo consiguió, la sabiduría de Nabu, los signos de la escritura…”. Y afirma a continuación que todos los libros “inventados, los he escrito en tabletas. Las he ordenado en series, las he colacionado, y las he colocado en mi palacio para mi real contemplación y lectura”. No es imposible que esta idea de reunir todos los libros en un sólo lugar se haya convertido en un ideal en lugares como la Biblioteca de Alejandría o en la de Pérgamo y que todavía hoy sea la meta de Internet.
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En Korsabad (hoy sus ruinas son conocidas como Dur Sharrukin), el rey asirio Sargón hizo construir una ciudadela pequeña de mil 750 por mil 685 metros que regían 288 hectáreas, muros de 24 metros y 7 puertas que daban a un templo a Nabu, dispuesto en un eje vertical y distinguido por un doble santuario común, en donde los escribas oraban para pedir corrección y perfección al escribir sus tablillas. La muerte por heridas en combate de Sargón deprimió a su hijo Senaquerib, quien prefirió dejar sin terminar la nueva ciudad y se mudó con todo y libros a Nínive.
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En Borsippa se conocía con el nombre de Ezida al templo dedicado a Nabu, un templo de 85 por 80 metros que se transformó en la sede de un movimiento de sacerdotes y escribas protegidos; su importancia fue tal que, en diversas ciudades, Ezida vino a ser análogo a Nabu. También hay ruinas de lo que fue el colosal “Palacio quemado” de Nimrud, a 30 kilómetros de Bagdad, en las riveras del Tigris, una obra compleja de Sargón II (quien gobernó entre el 721 y el 705 a. C.) y en la que quiso embellecer la capital. También exigió reformas importantes en la formación de los escribas y la calidad de los libros.
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El Templo a Nabu en Palmira era modesto, aunque me mantuve casi media hora dándole vueltas alrededor de las losas y las cientos de piedras dispersas, examinando su arquitectura concentrada en 20 por tres metros. ¿Acaso imaginaron los devotos del sacerdote del Templo su futuro tan oscuro cuando inauguraban el sitio en el siglo primero a.C? ¿Cuál sería la última profecía de este sitio mágico convertido en un ícono del colapso, la desolación y la ruina hacia el año 272? Ya no quedan imágenes de Nabu, ni objetos de reconocimiento, salvo grietas, agujeros y decoraciones en boceto.
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Otro templo misterioso es el de Bel. Da la impresión de ser víctima de un terremoto reciente, aunque esto sólo es una fugaz imagen que se debe al terrible daño del tiempo sobre este edificio que fue construido desde fases tempranas como un témenos sagrado, reconstruido en los siglos II y I a.C. Con una muralla gigante, tres puertas asombrosas, su patio resulta desproporcionado con sus 210 por 205 metros lleno de escombros y columnas de estilo corintio. Por mera ironía, el templo servía inicialmente para sacrificar niños y acabó por ser una pacífica iglesia bizantina donde se oraba por la salud de los infantes hasta que llegó la decadencia.
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Los minutos pasan tan rápido que no queda tiempo para admirar los edificios que veo a lo largo de la Gran Vía, entre cuyos nombres no se me va el que fueron las Termas de Diocleciano. Aquí recuerdo la leyenda de que durante la conquista islámica soldados poco afectos a la literatura de Homero o la filosofía de Zenón de Citio usaron los manuscritos de la bibliotecas de Alejandría para mantener calientes los baños de la ciudad; la coincidencia no es gratuita porque las columnas de granito son originarias de Egipto.
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Más adelante me intereso en el Teatro que encuentro, una delicada obra romana del siglo II que fue diseñada para más de 5 mil espectadores optimistas y que quedó inconclusa. El visitante profano se queda con una sensación de algo incompleto, por tiempo y no por falta de materiales. Pasear por las gradas de la plaza semicircular permite revisar el escenario, en ese momento solitario, el cual reafirma una tristeza que creía no tener dentro de mí.
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La tarde estaba encima, pero no pensé en comer sino que dentro de unas horas nada sería seguro. El calor arreciaba minuto tras minuto junto con una humedad insospechada, provocando sed, sudor y ardor en cualquier partes del cuerpo expuesta al sol y a la intemperie. Cuando miraba el campo de Diocleciano, un hombre fuerte que depredó un palacio de la reina Zenobia en favor de un fuerte para uso del gobernador Sosiano Hierocles, el chofer se aproximó a toda carrera para advertirme:
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“Deberíamos irnos”, dijo el hombre visiblemente fastidiado. “Aquí no existe la noche”, remató.
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No presté ninguna atención a sus palabras y fui al estrecho donde sobresale un conjunto de monumentos conocido como Valle de las Tumbas, no sin la dificultad de una hora a pie que culmina en las orillas del arroyo seco de Wadi el Qubur. Todo esto vale la pena sólo para ver el hipogeo de Elahbel, en buen estado de conservación pese a que fue una obra con cuatro niveles rematados en una cornisa peculiar del año 103 que tenía como propósito albergar más de 300 sarcófagos en un interior lujoso recubierto de mármol. También sorprende la Tumba de Los Tres Hermanos, subterránea, con nichos insertados entre las dos naves del centro funerario y una decoración que alguna vez debió impactar por sus vívidos colores que representaban escenas sincréticas propias del helenismo. La paradoja de la vida cerca de un oasis que se repite en nuestra época: la sepultura como un epitafio inútilmente valorado contra la muerte segura que nos espera a cada uno.
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Ante la evidente desesperación del chofer, que no se ha marchado porque no ha cobrado, insisto en finalizar mi visita en un lento recorrido hacia la montaña donde está Qalaat Ibn Maan, un enorme fuerte árabe del siglo XVI que pudo ser similar al de la secta de los asesinos en Irán. Es un lugar lúgubre, colosal, melancólico, pesado. Pero no fui ahí por ese fuerte, sino para tener otra perspectiva de las ruinas. En efecto, al observar desde arriba noto que Palmira ha cambiado de color, las columnas adoptan un tono ocre suave y parecen un archipiélago en las arenas de un mar perdido.
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En mayo de 2015, el Estado Islámico conquistó el territorio donde se encuentran las ruinas de Palmira y asesinó a varios pobladores y a Khaled al-Asaad, un funcionario que se negó a decirles cuáles eran los tesoros más valiosos del Museo. Desde entonces hubo combates incesantes hasta que las fuerzas rusas tomaron el asentamiento, lo que permitió el retorno de los pobladores de la villa cercana, diezmados y empobrecidos, probablemente con traumas psicológicos debidos a los abusos que sufrieron.
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Como hizo en Osetia tras la conquista de ese territorio, el presidente ruso Vladimir Putin hizo que en mayo de 2016 —cuando la zona había sido “desminada” de dispositivos IED— una orquesta rusa interpretara, bajo la dirección de Valeri Guérguiev obras de Bach en el mismo auditorio de Palmira que había sido utilizado para ajusticiamientos. Entre los asistentes estuvieron el ministro de Cultura, Vladímir Medinski; el director del Ermitage, Mijail Piotrovski, especialista en Islam, y el violonchelista Serguéi Rolduguin, mejor conocido por su papel de testaferro de Putin en los Panamá Papers. Un mensaje directo a los enemigos del Kremlin que intentaron reducir la importancia de la recaptura de las ruinas históricas.
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En diciembre de 2016, las tropas de ISIS volvieron a capturar Palmira. Saquearon piezas arqueológicas, robaron sistemas multimisiles S-125 para derribar aviones comerciales y vandalizaron Tadmur, la aldea próxima. El horror se sumó a la impotencia.
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Siria es un símbolo del daño que provoca la negligencia en los pueblos y el certificado de la escasez de reformas radicales en la ONU, donde se asfixian los reclamos democráticos de las nuevas sociedades globales. Detrás de la violencia cultural actual del Estado Islámico, hay miles de refugiados de la guerra civil que causó la dictadura de Siria, hay miles de jóvenes decepcionados de la xenofobia europea que han sido manipulados hacia el rencor; además hay todo un movimiento de descontento generacional en Medio Oriente que la Primavera Árabe apenas mostró superficialmente. Cuanto menos se invierta en educación, cuanto menos se invierta en investigación rigurosa, mayor será la magnitud del odio y la confusión de la juventud.
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Nunca es tarde cuando ya no queda tiempo, solía decir mi padre. El mundo vive justo ese instante limitado, caótico y triste ante la gran ola de conflictividad que viene en camino en países como Yemen, Libia, Argel, Kenia, Somalia, Nigeria, Mali, Baréin y, por desgracia, la región de Irak y Siria que, al menos esta vez, debería ser una oportunidad para que termine la hipocresía ante el cataclismo interminable de las cunas de la civilización occidental.
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FOTO: La ciudad antigua de Palmira se encuentra en un punto estratégico del territorio sirio. Desde mayo de 2015, el Estado Islámico ha tenido esta área bajo su control y ha ordenado la destrucción de templos y columnas asirios y romanos. Especial.
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