El “Ulises” bonaerense: entrevista con Marcelo Zabaloy

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En entrevista, el traductor argentino Marcelo Zabaloy comparte su experiencia al traducir esta novela que significó su primer acercamiento no sólo a la traducción de literatura en lengua inglesa al español, sino a una obra de esta magnitud

 

POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
El camino autodidacta es una decisión que en el caso de los traductores, no es muy distante de quienes han elegido la formación más académica. Enfrentarse a un mundo de palabras que representan objetos embodegados en los sótanos del lenguaje es una tarea que implica minucia, mucha minucia y dedicación, pero también un gozo único de ver reflejada su propia versión de una obra clásica, como el Ulises de James Joyce.

 

Este es el caso del argentino Marcelo Zabaloy (Bahía Blanca, Argentina, 1957), quien a los 59 años concluyó con la traducción del Ulises luego de una vida dedicada a la reparación de computadoras, al tendido de redes de datos y a la lectura de literatura inglesa en su idioma original.

 

En esta entrevista, Zabaloy cuenta cómo toda esta odisea comenzó con la intención de hacerle un detalle a su esposa, a quien quería leer en español un fragmento en el que Leopold Bloom compara a la luna con una mujer. De ahí siguió otra página y otra más hasta que, al final de cuatro años, había traducido toda la novela. Luego siguió la búsqueda de una editorial. Más de una veintena de editores pensaron que les estaba tomando el pelo hasta que Edgardo Russo, editor de El Cuenco de plata, encontró oro molido en su trabajo.

 

¿Cómo inició este proyecto? ¿Por qué ésta y no otra obra de las letras inglesas?

 

Hace unos años compré el libro 44 Irish Short Stories en alguna librería de Buenos Aires. Todos son preciosos. Hay uno de un tipo que está pitando un partido de futbol gaélico. El tipo es el capitán y presidente del club. Pide prestado dinero a los jugadores para hacerlos jugar, pero apuesta este dinero y lo pierde. Es un borracho perdido. Este cuento no es de Joyce. Pero me entusiasmé tanto que llegué a “Counterparts” y “Araby”, que son de Joyce. Recordé que el primero lo había leído de chico, a los seis años. A inicios de los 60, era poco habitual que a los chicos los pusieran a aprender inglés. Sin embargo, mis viejos me mandaron. Fue una de las pocas cosas de la escuela que aprendí con cariño. Las maestras eran buenas y agradables, y además éramos pocos. A los doce o trece años ya entendíamos la literatura en inglés. Uno de los cuentos que leí en esta escuela privada, dirigida por dos maestras deliciosas que lo que menos buscaban era ganar dinero, fue “Counterparts”. Leíamos a Dickens y la poesía de Shakespeare. Todos esos temas los había conocido de chico. Siempre seguí leyendo novelas en inglés para no perder el idioma. No sabía bien quién era Joyce, sólo sabía que me gustaba, como me gustaban muchos otros. De todos los demás, de los eruditos, de la academia, de las discusiones sobre si la edición de Gabler es la que vale o lo que ha escrito sobre él Dennis Rose, de todo eso me enteré cuando ya había traducido el Ulises.

 

Para mí no fue un desafío saber si podía con este monstruo. Para mí es un escritor más, no tengo ninguna sacralización por ese hombre. Después me enteré que en lo que estaba metido era algo difícil. No igualaba nada de lo que había leído antes, ni siquiera el Retrato de un artista adolescente. Había leído Dubliners completo, pero a lo largo de años, entre tantas otras lecturas.

 

¿Consideras que ya eras bilingüe desde muy joven?

 

Como quien estudia una lengua en una universidad. Si yo hubiera estudiado la lengua en una universidad me hubieran hecho hacer las mismas cosas que ya hacía, es decir leer lo que se le antojara, sin ningún orden, como le pasa a muchos lectores. Un autor te lleva a otro. Después, cuando leí lo que Borges decía de Joyce me incentivó más. Para Borges era fantástico, pero ilegible; difícil, pero bellísimo; el gran fracaso más grande de la literatura mundial (como dijo de Finnegans Wake), pero una obra de arte. Borges podía decir cualquier cosa y todo era validado. Me decidí, en 2004, leer el Ulises, y me decidí a leerlo y me fui a la biblioteca de la Asociación Cultural Inglesa de aquí en Bahía Blanca, donde vivo, y me puse a hojearlo. Mi idea era leerlo en inglés. Entonces leí las primeras páginas. El inicio me pareció cautivante: la torre, Buck Mulligan y el diálogo que sostenía con Stephen Dedalus, al que ya conocía por el Retrato de un artista adolescente. Así empecé.

 

¿En qué momento decidiste pasar de ser un lector más en inglés a traducirlo?

 

(Antes de responder, acerca un barco en miniatura de la colección que tiene en su estudio. Lo coloca frente a la pantalla en nuestra charla por Zoom).

 

Nunca en mi vida había hecho un barco en miniatura. En un tiempo que visité a uno de mis hijos que vive en el País Vasco, pasé por una juguetería y vi un barquito de madera balsa. Me compré la caja y me vine a la casa. Fue tan placentero el proceso de armarlo: la precisión del corte, la minuciosidad para pegar las partes, el placer de avanzar lentamente algo que uno hace que después se hace una adicción como el cigarrillo, como la mariguana, el alcohol. Da pena dejarlo. El mismo proceso sucedió con la traducción. Traducir el párrafo en el que se compara a la mujer con la luna me llevó toda la tarde. Se lo leí a mi esposa y al final no me convenció del todo esa primera versión. Ya sabes que balbuceas, te equivocas. Le dije que lo traduciría una vez más. Podía ir a comprar un Ulises, pero la gracia era traducirlo. También escribo desde muy chico. Entonces esa especie de taller literario me produjo el mismo gusto de la adicción de los barquitos. Las mismas tres horas que pasé escribiendo ese párrafo me indujeron a seguir. Y de ahí seguí. Terminé esa hoja y la otra y la otra. Y sin darme cuenta había terminado el capítulo 17, que empecé casi por la mitad. ¿Qué hacer? Así lo seguí. Después me di cuenta que no lo iba a dejar. Para el monólogo de Molly Bloom me compré un CD grabado por una mujer que se llama Riordan, como Miss Riordan, la mujer que le alquila la casa a Bloom y a Molly. Entonces esta cantante, una mujer irlandesa, grabó un CD con el monólogo de Molly Bloom. ¿Qué hice? Al no tener punto ni coma es muy difícil para el traductor poner en contexto una oración. Son ocho párrafos que no tienen ni puntos ni mayúsculas. Para pasarlo a lengua propia hay que entender cómo viene ese monólogo. Entonces escuché el CD y en el libro iba poniendo las comas que escuchaba, en dónde había un punto, en dónde Molly suspiraba, en dónde aceleraba el relato. Eso hice. Y todo ese juego audiovisual de lectura y escritura es formidable. Y da razón al tiempo. Los cuatro años que pasé traduciendo el Ulises y los siete que pasé traduciendo el Finnegans Wake no me costaron. Cuando terminé el monólogo de Molly me fui al primer capítulo. Empecé en Ítaca por la mitad, seguí con Penélope, fui a Telémaco y terminé en Ítaca. El recorrido es el mismo de Ulises. Empecé por la mitad del 17, seguí por el 18, seguí con el uno y seguí hasta la mitad del 17, donde había empezado. Hasta que el libro fue publicado por El cuenco de plata, hice el ejercicio de leer en voz alta a Edgardo Russo (su editor). Le leía hojas y hojas. Edgardo me pedía leer nuevamente fragmentos. Y hasta el último momento fue disfrutable. Nunca supe que iba a terminarlo en el episodio seis, en el que entierran a Paddy Dignam, amigo de Bloom. En ese episodio estaba yo en Monte Hermoso, una playa que está aquí a 100 kilómetros de Bahía Blanca, que es como cualquier playa en invierno. Estaba en un departamento con mi madre. No había nadie más en el edificio y ahí me agarró un infarto. Estaba traduciendo el episodio seis justo donde Leopold Bloom se dice a sí mismo: ¿“Cómo será morirse? ¿Qué pensará uno al momento de morirse?” Por supuesto que yo quería vivir por muchas otras razones, pero una de las cosas que pensaba es que sería una lástima no terminar de hacer esto. Como todo lo muestra, sobreviví a eso y a dos infartos más. Sabía que haría lo imposible para hacerlo publicar.

 

Cuando terminé me tomó un periodo depresivo que no me duró mucho. Mi esposa, que siempre ha dicho palabras clave, me dijo: “¿Por qué no mandas cartas a las editoriales?”, y ese proceso es desgastante. Lo pone a uno como un mendigo. Envié 10 o 20 mails con una muestra, el capítulo Circe, que son 180 páginas en la versión de El cuenco de plata. No conocía a nadie, no tenía contacto y no quería ponerme a mendigar atención. La envié a esta editorial y pasaron tres meses. Al tiempo me llamó Edgardo Russo. Me dijo que habían recibido una muestra de la traducción pero que pensaron que les estaban tomando el pelo, que alguien había hecho un copy-paste y arreglado algunas cositas. Comentó que en tres años se vencían los derechos de Joyce. Me pidió un episodio más y le envié el libro completo. Al otro día me llamaron para invitarme a Buenos Aires para firmar un contrato. Y así fue.

 

Me llama mucho la atención la comparación que haces del trabajo que haces de la traducción con la construcción de barcos en miniatura. Nos habla de un trabajo de minucias.

 

Es una belleza. Claro, lo hice yo. ¿Qué voy a decir? Pero además de la belleza del barco, está el tiempo que pasé con esto.

 

¿Cómo encuentras el paralelismo y las naturalezas propias de la creación literaria propia y el trabajo de traducción?

 

Son dos creaciones. Cuando estás traduciendo algo es imprescindible ponerse en la cabeza, el brazo, el puño, el lapicero y seguir hasta los gestos, los trazos del escritor. Cuando Joyce hace que Bloom describe las semejanzas entre la mujer y la luna, habla de su sorprendente propincuidad. Procuinquity existe en inglés. Nunca la había escuchado. Y en castellano existe, y es la proximidad. Esta es una de las palabras que me había observado Edgardo. Me decía que la palabra propincuidad no la usamos en español. Pero en inglés tampoco se usa. ¿Por qué Joyce la usó? Porque quería usarla, y por qué no usarla en el castellano. En ese sentido, jamás la hubiera usado en un relato mío, a menos que quisiera hacerme el gracioso. Son dos cosas distintas. Yo, cuando escribo, no trato de imitar a Joyce, que es dificilísimo. Si uno se pone a traducir a César Aira al inglés va a querer hacer las cosas que hace Aira. Y si uno se pone a reseñar sus “novelistas”, como él las llama, hará lo que hace Aira. No se puede evitar desprenderse de la influencia de lo que se ha leído. Cuando me dicen joyceano, eso me irrita. Esa visión de la gente como club de fans o seguidores a muerte, esas cosas se me resbalan. No tengo una dependencia entre lo que escribo y lo que traduzco.

 

¿Qué diferencia hay entre tu formación autodidacta y la académica?

 

No diría ni sugiero que una cosa es mejor que la otra. Estudié lo mismo y bastante más de lo que podía estudiar en una universidad. Pero no por berrinche. Me casé a los 21 y a los 28 tenía seis hijos. Tenía que trabajar para el sustento de mi familia. No podía soñar con un trabajo formal en un diario porque no había terminado la universidad. Fui dos años a la Universidad Católica Argentina en plena etapa de la dictadura. Puedes imaginarte, a dos cuadras de la casa de gobierno. Cursaba derecho con los hijos de Videla y los hijos de Martínez de Hoz, personajes truculentos de la historia argentina. Después me casé, me fui. No estudié traducción. Jamás pensé en ser un traductor profesional. La gente que sí estudió tiene un molde. Esa formación académica, ese gusto por hablar difícil y por presentar papers y participar en concursos y ganar becas y vivir a costa de escribir toda la vida sobre un tema me disgusta. Es legítimo, es legal, es genuino, se puede hacer y no se ofende nadie. Pero a mí no me gusta. También están los catedráticos, la gente que estudió en el “Massachusett Center of Culture and Fine Arts” y la magolla. Esos tipos pueden llegar a ser buenos críticos, sobre todo son buenos para destrozar lo que hacen los demás. Tengo cierto sentimiento encontrado. No tengo nada en contra, pero que me dejen en paz. No comparto nada de la vida catedrática porque no he tenido participación. Y no lo digo por resentimiento. Es una definición de la realidad.

 

FOTO: Marcelo Zabaloy a la derecha, durante un evento con el embajador de Irlanda para Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay/ Crédito de foto: Facebook de la Embajada de Irlanda para Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay

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