El “Ulises” en una laguna: la llegada de la obra de James Joyce a México
La llegada de la odisea joyceana a México inspiraría a los jóvenes escritores contemporáneos por el lenguaje experimental con que había sido escrita; entre los lectores de sus páginas estuvieron Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, mientras que Efraín González Luna hizo la primera traducción mexicana de un fragmento de la célebre obra irlandesa en 1929, publicada en la revista Bandera de provincias
POR PRAXEDIS RAZO
De vívidos, vivaces y vivales.
Por un México de periodistas vivos, siempre
I. Darkinbad the Brightdayler
La arribada del Ulises a México, uno de los puertos donde, se dice, se le lee con ahínco, es significativa. Los primeros avistamientos son de los jóvenes Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, que cuelgan un epígrafe del final del capítulo catequista de Joyce al primer número de su revista Ulises:
Going to dark bed there was a square round Sinbad the Sailor’s roc’s auk’s egg in the nigth of the bed of all the auks of the rocs of Darkinbad the Brightdayler,
En su idioma original (como todos los epígrafes que aparecen), y a continuación de Eugenio D’Ors, Paul Morand y André Gide, pero antes de Fénelon y Baudelaire, santos todos a los que encomiendan, y no, los veinteañeros poetas su proyecto ideológico de revista, el texto de James Joyce toca tierra mexicana desde su total potencia palabrera en mayo de 1927.
Que Novo y Villaurrutia, podemos pensar, hayan elegido citar la última respuesta del capítulo catequista, penúltimo de la novela, en que un narrador se va quedando dormido en su labor frente al lector, sedado por el trasnoche de sus personajes, se debe posiblemente a dos cuestiones en particular.
Siguiendo la idea de Guillermo Sheridan en Los Contemporáneos ayer, es un eco cruzado de la “proclama” de Gide en 1924, donde hermana al viajero griego con el árabe, Ulises y Simbad eran el sentimiento hondo del momento. Ateniéndonos además al texto de Joyce, y asumiendo que se trata del capítulo “de cierre”, en el que despedimos a los personajes (Bloom se adormece en su cama, Dedalus se pierde en la noche) con los que hemos recorrido emocionalmente cierto Dublín a lo largo de ya ¿18 horas?, podríamos decir, confiar, que se trata de un aviso de aterrizaje. Nuestros ilustres lectores veinteañeros nos advierten que han navegado, que conocen ya el Bloomsday. De todo a todo.
La gran experiencia textual ha sido consumada por aquellos jóvenes que, en el primer número de su revista, le preguntan a Paul Morand a su paso por nuestro país “¿Y James Joyce? Miope y tímido, no sabe hilvanar dos palabras en francés, a pesar de haber vivido muchos años en París”, en la primera entrega de “El curioso impertinente”, arena donde Novo comienza a lidiar de novillero. Con toda justeza esas luces del desembarco del Ulises fueron, aún tenues, manifiestas de que llegaba el errante a bella dársena.
II. Y el ulises salmón de los regresos
Meses después, en octubre de 1927, otro “hijo pródigo” mexicano, José Gorostiza, bajo los horrores de la gripe española en plena legación diplomática londinense, le escribe a Genaro Estrada, su faro en Relaciones Exteriores en nuestro país:
Tengo en mi poder, listos para enviar a usted, cuatro paquetes de libros que compré anoche. Voy a suplicar al Lic. Valenzuela que se los mande en la valija diplomática, y sólo en el caso de que hubiera alguna dificultad, que no lo creo, los mandaré como bultos postales.
Encontrará usted todas las obras de James Joyce, excepto Ulises, que adquirí en la seguridad de no haberlas visto en su biblioteca. Ahora que no sé hasta qué punto esta seguridad sea segura. De estas obras, Pomes Penyeach acaba de publicarse, aun cuando las fechas al pie de las poesías sean atrasadas. (…)
En el Epistolario (1918-1940), de Gorostiza, proyecto contemporáneo de nuevo bajo la edición de Sheridan, se anota con esmero después de “excepto Ulises”: “La circulación de Ulysses (París, 1922) aún estaba restringida por la censura”. Bien. Sin embargo, ¿por qué no pensar que esa reserva en el envío de “todas las obras de James Joyce” es para consumo, de nuevo consumación, personal? Parecería, también, que en la seguridad no tan segura “de no haberlas visto en su biblioteca” hay un indicio de que el Ulises pudiera haber estado ya en entrepaños de la literatura mexicana también.
¿Quién se atrevería a negar que en ese proceso intelectual que padece —masticando niebla en su encierro de catarros y penurias, dice el editor del epistolario—, Gorostiza no quiere perderse en ese mar que Joyce le ofrece, prohibido incluso, en las calles de un Londres que le duele?
¿Quién me compra una naranja
para mi consolación?
Una naranja madura
en forma de corazón.
Así, sonoro entre los sonoros poetas, jugueteando abre José Gorostiza, en 1925, sus Canciones para cantar en las barcas. ¿Habrá sonreído nuestro nómada tabasqueño cuando encontró la música de Joyce en el libro que le compró pero no le mandó a Estrada? ¿Viajó medio mundo ese ejemplar con las preocupaciones de Muerte sin fin y llegó a manos, finalmente, de su primer pensado lector? ¿En qué condiciones atracó ese Ulises en Gorostiza? ¡Tan-tán!
Lo que sí podemos ver, en todo caso, es que el poeta tabasqueño señala otra ruta, la diplomática, por la que ese libro peregrinaba evadiendo la persecución de casi una década, para entonces, desde que se comenzó a dialogar con ella en indicios, cuando a Joyce le publican adelantos en Nueva York. Es el Diablo.
III. Never ever clever lever sever
Novo, en una entrega para Excélsior del 13 de enero de 1929, y en un diario de viaje de trabajo para la Secretaría de Educación, en 1933, vuelve a abanicarse con el Ulises. Primero, en la nota hemerográfica anuncia, vuelve a presumir que la novela de Joyce, “obra maestra del siglo”, muy pronto aparecerá en traducción francesa para el disfrute de “quienes no hayan podido hacerlo hasta ahora”. Al día, sigue muy atento el trayecto de la novela en las revistas de moda, probablemente desde que comenzaron a escandalizar sus avances en la The Little Review de Margaret Anderson y Jane Heap, desde 1918.
Mientras que en medio del diario febril de trabajo que hizo para Bassols, con un itinerario apretadísimo de visitas a escuelas paupérrimas entre Jalisco, Michoacán y la Ciudad de México, el Ulises se le aparece en donde menos se lo espera, “instalados en la mesa del corredor”, en una junta con representantes del pueblo de La Cañada que preside el ministro de Educación para escuchar sus preocupaciones. Aquel Joyce entrañablemente leído se atraviesa así, en medio de la revolución educativa:
No entienden lo que es pared: dicen pader. No entienden lo que es freír, dicen fritar o frir; (…) si oyen la palabra sementera, piensan en el cementerio. (¿Y no tienen razón? Recuerdo, en el Ulysses de Joyce, el juego de palabras en el entierro: cemetery, symmetry).
En la novela, dicho juego aparece en el capítulo del periódico, donde con franqueza ya se desparrama, toma vuelo la propuesta textual de Joyce. Poco después de darle sepultura a Paddy Dignam y a propósito de un “juego” de ortografía, de pronto las voces que flotan en el aire de quien narra le sirven para fugarse en su odisea interior:
It is amusing to view the unpar one ar alleled embarra two ars is it? Double ess ment of a harassed pedlar while gauging au the symmetry with a y of a peeled pear under a cemetery wall. Silly, isn’t it? Cemetery put in of course on account of the symmetry.
Una vez más, a Novo lo sigue la huella de su lectura y de sus propias preocupaciones, las poéticas, que no son, ni de lejos, las que necesariamente está escuchando entre la gente que va a hablar en la junta de gobierno de tifoidea, de la construcción y manutención de campos deportivos y de la falta de comunicación entre los tarascos y los que hablan español. Atiende, lo consigna, pero al primer pretexto se permite bogar con Joyce en inglés.
IV. Fear and Loathing in Guadalajara
Efraín González Luna —el primer candidato a la presidencia del Partido de Acción Nacional que en 1952 perdió en las urnas, preciso es decirlo—, le leo a Hugo Gutiérrez Vega, fue “de los pocos políticos capaces de (tener) una lucidez reflexiva y una sinceridad estremecedora” en una Guadalajara que renovaba su intelectualidad levantando, con él, una Bandera de provincias, espacio para pensar la cultura hacia una conclusión de la guerra cristera.
Malherido todo Jalisco, la quincenal Bandera cruzaba política y literatura abiertamente. Agustín Yáñez, uno de los principales hacedores de la revista —“Editada por el grupo sin número y sin nombre”, se subraya en su cornisa—, señalaba cuentas pendientes de la Cristiada al mismo tiempo que reseñaba las novedades editoriales desde el primer número, la primavera de 1929.
Para su número de la primera quincena de septiembre, por toda la ciudad se podía leer el encabezado “Waldo Frank y James Joyce en el meridiano de Guadalajara”, dos escritores contemporáneos de lengua inglesa eran invocados. El primero, de paso por la Universidad Nacional, es comprometido con un ensayo del poder avasallante del maquinismo sobre el hombre Americano, siempre en altas en su texto, presentado por Yáñez soberanamente como el del más recio pensador norteamericano, y es traducido por un Novo no acreditado.
Al texto del segundo lo antecedía una advertencia anónima, de la mesa de redacción:
Efraín González Luna: el único que en Guadalajara se ha atrevido a la lectura del Ulises de Joyce. (En Méjico [sic] sólo cuatro literatos han podido leerlo). Ofrecemos la traducción de un fragmento, traducción de González Luna, y un comentario suyo, cogido de una correspondencia epistolar. Así pasa Ulises por el meridiano de Guadalajara, atento el telescopio “sin número y sin nombre”, es decir, amplio en el infinito.
Y comienza un fragmento del inicio de uno de los capítulos más reposados de la novela. La pedagogía histórica de Stephen Dedalus, en donde confluyen Pirro y sus victorias de la derrota, las distracciones de un profesor sin casa, sin familia a quien recurrir y la indolencia de los alumnos, también en sus propios mundos, indiferentes a la vaga lección de su maestro.
González Luna, por esos días, daba clases de Derecho en la Universidad de Guadalajara. En su ejercicio de traducción —que barre sin dar razones de ciertos momentos, frases enteras—, en que se fuga la mente de Stephen, podríamos calcular, miró su reflejo en la obra joyceana.
Detiene la traducción de este capítulo justo antes de comenzar el juego de adivinanzas, emblema de esa sección. Y continúa con el principio, otro fragmento, del siguiente capítulo, dedicado a redondear la melancolía de Dedalus que anda a ciegas para poder ver. Concluye, con Stephen, con una frase excepcionalmente traducida:
Mira ahora. Todo está en su lugar, fuera de ti: ahora y siempre por los siglos de los siglos.
Algo delicadamente distinto de lo que Joyce escribe:
See now. There all the time without you: and ever shall be, world without end.
Y salta a presentarnos a Mr. Bloom —decide dejar en inglés las abreviaturas—, desde el episodio postal de Henry Flower. Aparecemos en medio de la calle con el Odiseo moderno, igual sin decirnos nada a cambio. Corta, además, dos momentos. El primero donde lamenta haber tomado por un callejón. Quizá, ése sí, por el apremiante número de caracteres. Pero luego extirpa la carta de la infidelidad con Martha (“Goodbye now, naughty darling […] and write by return to your longing. P.S. Do tell me what kind of perfume does your wife use. I want to know”), ¿tratando de escondernos algo?
Y detiene el barco abruptamente, también, dejándonos un Bloom curiosamente sancionado y no divertido con el juego epistolar con el que pasa el tiempo, con el que vive curándose en su vagabundeo. Dedalus, mucho más cercano a González Luna, le aprovecha y por eso se regodea en sus porciones. Mientras que a Bloom lo desdibuja con prisa, desinteresado en él, ¿acusándolo?
A continuación, sus revelaciones anunciadas, la pieza clave para entender a cabalidad los afectos que condujeron la primera traducción pública del Ulises en México:
EL “ULISES” DE JOYCE
Fragmentos de una Carta.
Me dejó una sensación fundamental de asco. Joyce no compromete su responsabilidad, sino que lo deja todo al tema: La observación del mundo de Bloom y su pequeño mundo adyacente (Dedalus, más importante, es, sin embargo, deuteragonista) durante menos de 24 horas. Pero se trata de una verdadera observación de un trozo de vida, no de un aspecto, un episodio o un conflicto. Esto rebasa nuestra experiencia literaria y es desde luego una primera originalidad y un primer valor. Es una película fisio-psicológica al “ralenti” y al microscopio. La vida fluente al desnudo sin aderezamiento y sin propósito, despreocupada de toda convención, de toda tesis, de toda idea previa o posterior. No hay que pensar en argumento, ni escuela, ni en nada semejante. El interés, la fuerza, el drama, nacen del sujeto observado, sin el autor y sobre el autor, reducido, desde este punto de vista, a un instrumento de anotación. Este resultado fue genialmente buscado con toda deliberación. Bloom y su ambiente es lo más trivial y vulgar que pueda imaginarse. Un insignificante burgués a quien nunca sucedió nada interesante. Sin embargo vivió. Y esto sólo, sin alegrías brillantes, sin grandes angustias, sin heroísmos ni tragedias —menos que esto, pues sólo menos de un día en este vulgar ajetreo de un mediocre agente de anuncios, llenan las 870 páginas bien nutridas del libro—, adquiere proporciones de epopeya, se desenvuelve como un fresco grandioso. Siete años duró Joyce reproduciendo estas 24 horas desteñidas y oscuras (1914-1921). Los personajes no hablan como nosotros, o mejor dicho, lo que dicen no suena en el exterior y para el exterior, sino que emerge de un mundo interno que se pone al descubierto. Vemos funcionar el mecanismo oculto con cruel crudeza quirúrgica. Sensaciones, recuerdos, pasiones, asociaciones de ideas, sobresaltos de la conciencia, esfuerzos de conocimiento y borbotear confuso de los bajos fondos subconscientes, forman la abundante corriente que contemplamos fluir y en que las palabras brotan como burbujas. Los episodios son accidentes de cauce. La naturalidad lograda por Joyce es extraordinaria. La enormidad de la labor no necesita ponderación. Proust se nos aparece haciendo una elegante exploración en la playa de un inmenso continente desconocido en los meandros y deltas de ríos distantes y caudalosos al llegar al mar. Pero sea que en el fondo de toda vida humana hay una cloaca y Joyce quiso precisamente emprender en ella un pestilente buceo para producir una imagen integral; sea que escogió un caso deliberadamente desprovisto de toda grandeza espiritual (advierto que el repertorio de la obra es abundante y variado) por lo que la patética lucha y superación que debe ser la vida humana se pierde en la exuberante invasión de lo inferior; sea que Freud —“libido”— haya inspirado la concepción biológica de Joyce —lo cual, por otra parte, se complicaría con un estado sexual patológico en Bloom y con su “hérédite” judía, una atmósfera malsana se desprende del libro y la náusea es inevitable. El lector chapotea en las más pestilentes miserias.
La arquitectura de la obra es original y sugestiva en grado sumo, adecuada y de una bella audacia. Predomina, naturalmente, el soliloquio; pero hay también narración usual y diálogo, una parte importante en forma teatral y un capítulo de catecismo, es decir, de preguntas y respuestas a cargo del imaginario relator. Es de suponerse la dificultad de reproducir el trabajo psicológico de un personaje que simultáneamente teje un razonamiento lúcido, es sujeto y objeto de observaciones múltiples y sufre las interferencias álgidas y la influencia subyacente de la Sub-conciencia. El trabajo del autor y el del lector tienen que ser ímprobos. Además, la madeja fisio-psicológica de estas exuberantes 24 horas es enmarañada y rastrear un hilo determinado hasta sus resonancias más lejanas en esta selva de casualidades y solidaridades sin fin no tiene nada de sencillo. Por otra parte, en el brotar atropellado de la materia del libro, abundan las briznas de frase, las palabras truncas, los exabruptos desconcertantes, y la discriminación necesariamente fatiga. Un personaje que participó en la acción pero no llega a ser identificado narra determinadas peripecias. Una especie de demonio de la ironía que tampoco adquiere nombre ni fisionomía, ni ser concreto, comenta temas de discusión o conversación en tal capítulo, introduciendo “pastiches” deliciosos de estilo patriótico, curial, romántico o periodístico, como un eco misterioso y burlesco, coro invisible cuya participación se justifica como verdadera necesidad. Síntesis de palabras abundan y constituyen positivos aciertos de expresión que tendrán que ser explotados en lo sucesivo. Por ejemplo: desde el jardín, al salir a la calle en las primeras horas de la mañana o últimas de la noche: “cielárbol” —el cielo, árbol inefable cargado de fruto de estrellas, follaje infinito, sombra y frescura para fatigas innumerables, etc.
E. GONZÁLEZ LUNA
Hipnotizado y a disgusto, el traductor se revuelve en juicios que coinciden con los que, en los momentos previos y en pleno lanzamiento, se rodeó el Ulises de Joyce. De admiración y desagrado está hecho este ejercicio de mudanza de lengua que en la tesis La traducción como legitimación cultural en el campo literario mexicano: Bandera de Provincias (1929-1930), de Xitlalitl Rodríguez Mendoza, de la Maestría en Traducción de El Colegio de México, se dice que pudo no ser directamente del inglés, sino de la primera traducción al francés de la obra, divulgada en adelanto, en agosto de 1928, por La Nouvelle Revue Française.
Esto es imposible de sostener académicamente, a pesar de que la tesista dice que “tras un cotejo (…) se pudo observar que (…) fue una traducción indirecta del francés, a partir de los fragmentos (publicados) para el número 179 (…)de La Nouvelle…”, pues en el índice de dicho número se anuncia con claridad la presentación de un capítulo entero, “Protée”, y no de fragmentos de tres, que es lo que nos entrega Efraín González Luna, quien evidentemente leyó completa la obra. “Cielárbol”, palabra que le iluminó la experiencia, del capítulo catequista, lo evidencia:
What spectacle confronted them when they, first the host, then the guest, emerged silently, doubly dark, from obscurity by a passage from the rere of the house into the penumbra of the garden? The heaventree of stars hung with humid nightblue fruit.
Efraín fue uno de los primeros lectores del Ulises en su lengua original en nuestro país. Pero, además de la náusea y del demonio de la ironía que se le aparecen al traductor, se nos vuelve a amenazar desde el párrafo editorial: de 1922 a 1929, sin considerar los adelantos de capítulos en distintas revistas, solamente cuatro literatos han podido leer el Ulises en México.
Novo, Villaurrutia, González Luna, ¿y quién más? Casi 15 años después, Agustín Yáñez ensayaría técnicas del Ulises en Al filo del agua. Incluso una de las últimas voces de la novela mexicana será la primera de la del irlandés, Introibo ad altere dei, invocación sagrada en ambos casos contrapunteada con las acciones, los pensamientos que profanan las palabras.
Alfonso Reyes, ministro plenipotenciario en Madrid y en París en plena efervescencia por las primeras ediciones de la novela, da indicios someros de que la lee también por los mismos días en que se le traducía en Guadalajara. No le entusiasma más que la literatura hispana, ni siquiera consigna, bibliófilo como fue, algo sobre el fenómeno de recepción del Ulises en Europa, estando tan privilegiadamente cerca.
Antonieta Rivas Mercado, trashumante total, pudo haber sido esa cuarta literata a la que se refieren en la editorial de Bandera de provincias. Sin embargo, en sus papeles divulgados no existe otro Ulises más que el del proyecto cultural de la revista y sus alrededores.
Por otra parte, en otras playas, Arqueles Vela, que también, en 1922, al son que el mundo tocaba confeccionó una delicada narración de vanguardia, un microbio antediluviano en las páginas de El Universal, ya viejo le confesará a Roberto Bolaño sobre su lectura del “monstruo”:
Eso es La Señora Etcétera (sic). Una novela que utiliza la palabra, la lengua, que no usa lugares comunes, ni en la palabra ni en las relaciones entre los personajes. La Señorita Etcétera se caracteriza porque allí es el Yo el determinante, hasta donde llegó, naturalmente superándolo todo, y guardando ya no digo las proporciones, guardando las desproporciones entre Joyce y Arqueles Vela, porque el Ulises se publicó en 1922 también. Quiere decir que yo, sin conocer todas las renovaciones que hacía el gran creador de Ulises, y guardando las desproporciones, repito, porque es un monstruo el Ulises de Joyce, y mi novela es un microbio, es el principio de lo que puede ser un animal antediluviano, de antes del diluvio y en contra del diluvio: si ustedes releen La Señorita Etcétera verán que es el Yo el que crea todo: los conflictos, las realizaciones: la realidad que existe no existe sino a través del Yo.
¿Pudo haber sido este estridentista el cuarto jinete del apocalipsis señalado en el meridiano jalisciense? En todo caso, para esa hora hasta Diego Rivera en su “El que quiera comer que trabaje”, fragmento del mural Corrido de la Revolución Proletaria, trabajado entre 1928 y 1929, aventada, tiene una hoja con el autógrafo de un tal “Jean Joyce” (sic) entre lo que el rubio burro, humillado, recoge, y lo que tiene que barrer Rivas Mercado.
Dice el pliego que cubre una portada de Contemporáneos y Ulises, retratados como si fueran la primera y cuarta de forros del mismo proyecto de revista, fechada en grande con 1928:
Los Contemporáneos y Ulises, Rey de Ítaca y de Sodoma, también del caballo de Troya (Jean Joyce)
Responso rivereño a los sonetos tronantes de “La Diegada” que Salvador Novo difundiera en 1926. A Joyce se le comienza a leer, se le traduce y se le pinta como consigna codificada mexicana.
V. Los espectros amigos / las ideas se disipan
Para el primer año de la década de los 30, el Ulises más o menos flotaba por todo el mundo: diez reimpresiones de siete ediciones y una alegal con incontables impresiones de ejemplares en su idioma original, y varios astilleros en otras lenguas cocinaban a sus lectores en revistas locales, como hemos visto, ese caldo de obscenidades trascendentales.
En Estados Unidos y el Reino Unido se contrabandeaba a lo grande con este libro como si de barriles de whisky se trataran. El mundo se dividía entre quienes ya lo habían leído y los que lo querían leer. Los jóvenes alrededor del fuego de Barandal —José Alvarado, Rafael López Malo, Octavio Paz, Enrique Ramírez y Ramírez y Salvador Toscano—, ávidos de ver boxear a Chopin contra Stravinsky en su revista, lo discutían en su
//////////////////////Gallera alborotada
patio de vecindad y su mitote.
//////////////////////México, hacia 1931.
Así recordará Octavio Paz sus días de barandales preparatorianos. Para el segundo número de la revista, septiembre de 1931, publican “A litter to Mr. James Joyce”, signada por Vladimir Nixon (en el índice se le escribe Wladimir), exquisito malabar verbal que reclama agasajándose con los recursos joyceanos los primeros adelantos en revistas del “Work in Progress”, el embrión multidiscutido de lo que será Finnegans Wake hasta 1939. Este, incluso, sería el primer espabile en nuestro país de aquella otra obra diabólica del irlandés errante.
De indicio en indicio —Toscano pone un epígrafe del Artista adolescente a una narración—, aquellos diecisieteañeros echaban su suerte cotidiana con las páginas joyceanas. A grado tal que “comisionan” a otro miembro de la pandilla barandalera, Ricardo Orozco, a traducir otro fragmento del Ulises para el segundo y último número de Cuadernos del Valle de México, en enero de 1934. Otro fragmento, rompecabezas, que saludaba México.
Sin ninguna mediación que valiera. A la siguiente página de un poema de Alberti. Daba comienzo un fragmento febril de la novela: el diálogo entre Bloom y Virag, otro juego de espejos en medio de una borracherota de aquel par de itinerancias, Stephen y Leopold, que ya están en la alta mar de la noche del 16 de junio, cerca de Ítaca, en un burdel.
El fragmento elegido pertenece al capítulo 15, “Circe”, quizás el más extenso de todos, donde el texto dramático se desborda a la par de las alucinaciones que ya el tempestuoso día va asentando en los viajeros. Los lectores más avezados ya se fueron enterando, entre miles de asuntos privados de algunos recovecos de Dublín, que Virag era el apellido húngaro de Bloom. Que, además, aquel Virag del lupanar es un fantasma soportable, el del abuelo Lipoti en franca y putañera celebración (“ensalchichado en varios sobretodos […], en su ojo izquierdo relumbra el monóculo […]. Un turbante egipcio se posa sobre su cabeza. Dos plumas sobresalen a sus orejas”), con un mensaje insoportable: la soledad que rodea a Leopold como el último hombre de su linaje.
Como si de la clase mañanera de historia de Dedalus se tratara, Leopold Bloom se evade de las recomendaciones sobre las prostitutas del abuelo “escuchando la palomilla en vuelo eterno”, y surge una gran traducción, traslape del joven Orozco:
Entonces yo quería que este momento estuviera concluido. Nunca fue el camisón. Luego entonces esto. Pero mañana es nuevo día será. El pasado era es hoy. Lo que ahora es será entonces mañana como ahora era ser pasado ayer.
Y se entiende que pasma el juego de la traducción porque entran varios personajes más que “necesitarían” de varias explicaciones que, de por sí, nadie da. Pero también corta la rotación de las lenguas porque en ese divagar de Bloom está arrinconada una parte profunda del alma de la novela entera: “I wanted then to have now concluded”, “Past was is today”, “as now was be past yester”, son tres perfumadas descripciones de la jornada Bloom/Dedalus que están danzando alrededor de una lámpara, con la palomilla.
La presencia de Joyce entre los barandales de Cuadernos del Valle de México es a la vez preocupación y exhibicionismo. Son capaces de publicar una carta dirigida al autor del Ulises, escrita en el idioma del Wake, y elegir de la infinita arena de sus palabras, las que podrían pesar más. La novela se transformaba en el designio de otra generación de poetas.
Sí. La amarra estaba echada en la suerte del viajero. México sería una bahía de remanso para la Ulisíada odiséica joyceana. El moderno retorno metempsicótico fundó un Dublín otro en el islote donde el águila, la serpiente y el nopal se enredaban con las tunas.
FOTO: El escritor irlandés James Joyce/ Crédito de foto: National Portrait Gallery London
« Pimentel, Molly y Joyce en el mapa, en la cama Coprolalia y soledad sonora »