El último Baudelaire de Calasso
Clásicos y comerciales
Christopher Domínguez Michael
La muerte de Roberto Calasso el 28 de julio de 2021 me dejó mudo porque me pesaban las lecturas pendientes de su obra (El rosa Tiepolo, El ardor, La actualidad innombrable, Il libro di tutti i libri, entre otras) y porque desde mi primer libro lo tengo entre mis lectores imaginarios. Decidí no hacer ningún obituario —aparecieron varios magníficos— y ponerme al día era asumir que pasarían meses o años antes de redactar algo a la altura de mi admiración. Pero también soñaba con que un Calasso —soñar no cuesta nada, dicen— estuviese a mis espaldas leyendo lo que actualmente trabajo más allá de mis artículos, sobre la crítica en el siglo XIX. Por ello hice trampa para releer La Folie Baudelaire (2008) y descubrir después, entre las publicaciones póstumas del también gran editor, una “Analecta Baudelaireana” titulada Ciò che si trova solo in Baudelaire, impresa por Adelphi en octubre de 2021. Me contento así, por ahora, con algunas anotaciones al segundo Baudelaire de Calasso que puede leerse, inclusive, sin tomar en cuenta La Folie Baudelaire, libro grande en verdad.
Si cada generación le da su propia forma a sus clásicos y Charles Baudelaire es, como lo piensan Calasso y tantos otros, “el moderno absoluto”, en su caso no es tan fácil manipularlo porque es el único de los decimonónicos cuya presencia es verdaderamente “posmoderna”, tarea crítica la suya diseñada para pensar la modernidad a largo plazo —la palabra al parecer la patentó Théophile Gautier, a quien el poeta le dedicó Las flores del mal en 1857. Como es natural, quienes releen a Marx y a Nietzsche pelean para ambos profetas esa trascendencia, considerando vigente más que nunca la crítica de la desigualdad capitalista, tratándose del primero o asumiendo —dicen los adversarios del segundo— que la protesta social en el siglo XXI es paradójicamente más nietzscheana que marxista.
Leer (mal) a Baudelaire, en cambio, no ha matado casi a nadie (salvo a alguno de los poetas malditos dizque baudelaireanos muertos por causas tóxicas, según denunció en 1917 Camille Mauclair, uno de los primeros estudiosos, a profundidad, de Baudelaire) y su obra, ya sea en prosa o en verso (que para Calasso es una sola, como ocurre en todos los poetas-críticos, agregaría yo), rehúye, también, todo sistema. En Ciò che si trova solo in Baudelaire, Calasso reafirma esa condición casi intemporal de Baudelaire que lo resguarda de los ultrajes del tiempo pues nada en él se empaña y nada se oscurece.
Según Calasso, los trabajos de Baudelaire se componen de suspiros, y su inocencia, junto a su mala suerte, fue la que lo mantuvo a salvo de esa multitud de la que él quiso distanciarse como dandi, haciendo de lo superfluo, a costa de lo indispensable, el derrotero de una existencia cuya conclusión es vital, eterna, religiosa. Calasso se toma la licencia de divinizar a Baudelaire de una manera distinta, convirtiéndolo en el verdadero genio del orientalismo.
El Baudelaire de Calasso, ciertamente, está inevitablemente pasado por Benjamin —el baudelaireano más influyente del siglo XX y cuya imagen del poeta como flâneur pasa intacta al pensador italiano— y fue leído junto a Nietzsche, línea contra línea, pues en Adelphi se hizo la edición más notable del filósofo, quien a su vez pudo leer al poeta de París poco antes de su colapso, en 1888. Pero la intemporalidad de Baudelaire, según Calasso, dista de ser antihistórica y a diferencia de esa mala fama de los dioses de la India con quienes compite, tiene historia.
Ciò che si trova solo in Baudelaire compara las mentes de Victor Hugo —a quien el autor de Mi corazón al desnudo, previsiblemente, amaba y odiaba— y de Gautier, quien no correspondió nunca a la admiración de Baudelaire. Hugo, y por ello sus optimistas profecías sobre el siguiente siglo resultaron tan vulgares, lo mismo que su confianza filistea en el Progreso, carecía de talento para la especulación; quien decía conocer tanto a la humanidad se fascinó, según Baudelaire, por lo inmenso, olvidándose que el hombre por lo que tiene de pequeño y mezquino es, por definición, monstruoso.
A Gautier la belleza lo colmaba y lo fastidiaba, tomándola con ardor y dejándola ir fastidiado, abandonando con ella al romanticismo. Quien lea la recién reeditada, por Michel Brix, crónica de Gautier (Tableaux de siège. Paris 1870–1871, 2021) sobre el incendio de París durante la Comuna, se preguntará si fue adrede su inhumanidad —ni una palabra sobre el sufrimiento de aquellos hombres y mujeres durante el cruel asedio— concentrado en el paisaje en llamas y en los monumentos quemados. A diferencia de otros reaccionarios, quienes festejaron obscenamente la masacre de los comuneros, Gautier no los quiso ver. Baudelaire se había amotinado durante la Revolución de 1848 sólo para exigir el fusilamiento de su padrastro, el general Aupick y en ello quedó su rapto revolucionario.
La única mente que estaba a la altura de Baudelaire (según él mismo y Calasso está de acuerdo) fue la del crítico Sainte-Beuve, quien sólo dejó sobre la obra de quien lo tenía como su ancestro poético (así lo pensó Nietzsche también), unas frases enigmáticas que durante décadas fueron tenidas por una burla desdeñosa hasta que el propio Calasso, en La Folie Baudelaire, las interpretó como la premonición, poderosa y sintética, de cómo el genio baudelaireano se iba a apoderar del siguiente siglo.
Se culpó a Sartre de haber escrito sobre Baudelaire sin prestar atención a su poesía (la acusación la leí primero en Paz), de tal forma que su Baudelaire (1947), como análisis existencial, fue involuntariamente el ejemplo más claro de aquello rechazado por Proust en el póstumo y hechizo Contra Sainte-Beuve (1954): la biografía sin la obra y escasamente, la biografía como explicación de la obra.
75 años separan a Sartre de Calasso ante Baudelaire, cuyo bicentenario de nacimiento se festejó el 9 de abril de 2021; me he tomado el gusto de compararlos. Ajeno a todo determinismo, para Sartre, Baudelaire es la libertad misma, formidable efecto sin causa aparente, aunque esa creatura suya (ya prefigurada en la obra del sabio Georges Blin, esencial para el existencialista y con edad para ser su discípulo) resulte bastante judeo-cristiana, regida por los dicterios de la predestinación contra el aventurero libre albedrío. Baudelaire elige, “cristianamente”, el Mal (y en ello Sartre no se aleja mucho de los exégetas católicos) y con éste, a su gran teólogo político (Joseph de Maistre, el sicofante del verdugo). Y Calasso, a su vez, presenta a Baudelaire como víctima de otra picardía cósmica, la del chivo expiatorio, análogo al sacrificio védico, central en la obra india del italiano. Kafka, otra de sus obsesiones, creía —se nos recuerda en Ciò che si trova solo in Baudelaire— que el escritor podría pecar sin culpa, pero justo cuando el Arte por el Arte (consigna de Gautier) se erigía como un culto propio y libertario, aparecen Baudelaire (y Poe, su sosia), para sacrificarse como animales sagrados, siguiendo el ejemplo de Hölderlin, en un linaje de penitentes que, para Calasso, sólo culminará con Artaud.
La literatura quedaba condenada, desde entonces, a penar más allá de la epopeya de los modernos, dijo ese pesimista cultural que fue Calasso, cuyo Baudelaire, empero, llega en éxtasis, como una víctima azteca, a la piedra de sacrificios. Esa felicidad baudelaireana distingue a Calasso de muchos entre los comentaristas del creador de Las flores del mal. Lo saca del pudridero de los poetas malditos, como ya lo había hecho Mauclair (a su vez guía estético de nuestro Darío) para colocarlo en la grata compañía de Diderot y Stendhal, tan entusiastas en los salones de pintura. Uno y múltiple, el Baudelaire amado por Calasso es el crítico de arte y sólo a través de esa dimensión entiende su poesía. Mientras atormenta a Madame Aupick, su madre, con peticiones desaforadas de dinero —víctima como adulto de la vigilancia notarial de su herencia— y le pinta horrendos cuadros de miseria, Baudelaire disfruta de la alegría del crítico. Dispendioso, sí y luego, por ello, muy pobre; elegantísimo hasta que lo postró la sífilis, el Baudelaire de Calasso domina ese burdel-museo que Sainte-Beuve descubrió como la verdadera morada de su “amiguito libertino” y ante el cual desvió la mirada, no sin antes musitar que nadie había llegado tan lejos. Por ello, para Roberto Calasso, Charles Baudelaire siempre habita en una era futura.
FOTO: Charles Baudelaire retratado por Nadar/ Especial
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