El crítico del Constituyente

Feb 25 • destacamos, principales, Reflexiones • 3068 Views • No hay comentarios en El crítico del Constituyente

Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Contra lo que usualmente se piensa no todos los escritores modernistas se unieron, en 1913, en defensa del cuartelazo de Victoriano Huerta, como lo hicieron los más connotados: José Juan Tablada (acusado hasta de complicidad intelectual con el asesinato de Francisco I. Madero gracias al libelo Madero Chantecler), Salvador Díaz Mirón (director de El Imparcial y desde allí cantor de la gesta huertista) o el contrito Enrique González Martínez (“cien días de grave culpa no han podido borrarse con cuarenta años de contrición”). Otros nadaron de a muertito durante la conflagración, como Amado Nervo o el joven Efrén Rebolledo, sorprendido por la guerra civil en el Japón. Todos fueron amnistiados por Carranza en 1918 y algunos se reintegraron al servicio diplomático. Enfurruñados en su nostalgia del porfirismo, murieron lo mismo Díaz Mirón que el novelista Federico Gamboa, otro fugaz prohombre del huertismo.

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Hubo una “izquierda modernista”, por llamarla muy inexactamente, que bebiendo de las fuentes comunes del odio al filisteísmo burgués, resistió al Porfiriato y se enroló en las filas revolucionarias. La decadencia finisecular alimentaba en una misma mesa a los que después serían fascistas, sorelianos, anarquistas y hasta bolcheviques: absenta y Revolución Social, mariguana y loas al Cristo revolucionario. El de Huerta fue, además, un régimen obrerista respaldado por la Casa del Obrero Mundial y un Díaz Miron, “de avanzada”, vivía de pingües negocios a la sombra de los siempre desprendidos y manirrotos gobernadores veracruzanos. El caso es que un Ciro Bernal Ceballos (1873–1938), escritor decadentista de los más osados, formó filas con los carrancistas. Publicó cuentos y sucedidos como Claro-oscuro (1896) y Croquis y sepias (1898) –con este último título refundidos en un solo volumen por el Conaculta en 2013–, Un adulterio (1903; Premiá, 1982), una fascinante colección de retratos literarios (En Turania, 1902; UNAM, 2010) y unas memorias aparecidas en Excélsior poco antes de la muerte del autor y rescatadas como Panorama mexicano 1900–1910 (UNAM, 2006). Con la Revolución, Ciro B. Ceballos abandonó la literatura e hizo historiografía antiporfirista, como lo muestra su registro de la revolución de Tuxtepec (Aurora y ocaso, 1912).

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Al leer las memorias de Ceballos, escritas en conformidad con el régimen postrevolucionario, como ocurre si les compara con las de Tablada, las del mecenas Jesús E. Valenzuela o con El Bar. La vida literaria en México en 1900, de Rubén M. Campos, nos encontramos con que los momentos decisivos en la integración de los escritores al Porfiriato fueron la creación de El Imparcial, de Rafael Reyes Spíndola en 1896, periódico industrial responsable de llevar a la tumba a toda la vieja prensa decimonónica y el ascenso de Justo Sierra, nueve años después, al Ministerio de Instrucción Público, quien a través del viejito Luis G. Urbina, “coptó” a numerosos modernistas.

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Entre los radicales indispuestos a colaborar con la dictadura estuvieron escritores de otras tendencias, más realistas, como Heriberto Frías –a quien su camarada Ceballos pinta calamitosamente en Panorama mexicano– o como José Ferrel, director de El Demócrata y más tarde traductor de Rimbaud. Del núcleo duro de la Revista Moderna –que a partir de su segunda época en 1903 se aburguesó para desconsuelo de Ceballos– sólo el orador Jesús Urueta, quien llegó de París intoxicado, según Ceballos, del socialista Juàres y del ácrata Tailhade, apostó por la Revolución tras el asesinato de Madero.

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Si Ramón López Velarde, como decía José Emilio Pacheco, es el modernismo pasado por la Revolución, el periplo de Ceballos es el de las más extrema prosa decadentista disuelta en la Bola. Si Los raros, de Darío, superan a su fuente, Los poetas malditos, de Verlaine, En Turania –circunscrito a la literatura mexicana–, es una de las grandes obras críticas de todo el modernismo, en contraste con los cuentos de Ceballos, nutridos de aberraciones sociales, médicas y fisiológicas tomadas de ese inmenso infierno decadentista que fueron los bajos fondos, verdadera explicación moral del mundo.

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No terminaría yo de alabar, citándola, la sofisticada belleza en la prosa de Ceballos –en la edición crítica de Luz América Viveros Anaya– al retratar a sus amigos: Balbino Dávalos, gramático porfirista; Julio Ruelas, el ícono de la generación; Amado Nervo, Valenzuela, Ferrel, Frías; Rafael Delgado –un antiguo entre modernos–, Bernardo Coutito Castillo, el muerto joven de los modernistas, consumido por el Hada Verde; Urueta y Alberto Leduc, el padre del poeta Renato, un radical de origen francés y autor de una celebrada Fragatita.

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El método de Ceballos, en De Turania, es del todo crítico. Aquel libro se publicaba con su autor preso en la cárcel de Belén por un lío periodístico asociado a su rebeldía, es decir, cuando su radicalización carecía de camino de retorno. Primero, Ceballos hace el elogio personalísimo de cada uno de sus retratados como es el caso de Nervo: “A pesar de su propensión casi enfermiza a los extravíos eróticos, su donjuanismo no ha hecho germinar flores de sangre en la confluencia de los muslos de alguna lastimosa Elvira. Es inofensivo…” Dicho lo cual pasaba sus versos por la guillotina: “Hay en ellos mucha simplicidad de intención, desaliños casi imperdonables, falsedades muy graves y asimilaciones intuitivas que descubren sin gentileza ninguna y con desvergonzado enfatismo los relieves de los modelos”. Y al final, la pulla política contra Sierra, protector de Nervo: “No pretendo que involucione incesantemente siguiendo el ejemplo del protervo discípulo del descomunal barrigudo en cuyo viente podrían inscribirse los signos del Zodíaco…” Ceballos tampoco tuvo piedad, en Panorama mexicana 1900–1910, al burlarse, parricidio mediante, de Puga y Acal, el crítico de la generación anterior ni de Juan de Dios Peza, el versificador oficial del Alto Porfiriato.

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La política quiso que Ceballos, quien en 1903 escandalizó a los porfirianos con un cuento bestialista, “Un adulterio”, donde un bohemio se ve suplantado en el tálamo por un gorila, terminó por ser diputado constituyente, por Coyoacán, en Querétaro, en 1917. Director de la Biblioteca Nacional, fue comisionado, junto con sus colegas diputados Marcelino Dávalos y Alfonso Cravioto, a la Comisión de Corrección de Estilo. Desamparada, su viuda, al morir don Ciro en 1938, hubo de recurrir a la asociación de antiguos constituyentes, para enterrar al sublime y olvidado crítico literario del modernismo.

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FOTO:  La crítica (1906), autorretrato de Julio Ruelas, ilustrador del modernismo mexicano./Especial

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