El mundo según Mad Max

May 30 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 8637 Views • No hay comentarios en El mundo según Mad Max

 

POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA

 

El 5 de diciembre de 1927, Romain Rolland, premio Nobel de literatura 1915, le escribió a Sigmund Freud para pedirle que lo ayudara a entender el origen de un fenómeno que, a su juicio, explicaba la dinámica epifánica que permeaba todos los sistemas religiosos. Palabras más, palabras menos, Rolland describía el fenómeno como un “sentimiento oceánico” donde el “yo” se evaporaba y se unía en armonía con el “todo” (como la gota con el océano); un estado de enajenación donde las fronteras se desvanecían y la persona experimentaba una revelación de dimensiones cósmicas. Freud asociaba la idea a un estado de lactancia en el que el bebé no es consciente de que el pecho materno existe como un ente independiente, por lo que siente que la madre y él son uno mismo. Una vez que el bebé deja la leche materna, emerge el ego de la persona.

 

La sensación descrita por Rolland contaba con un antecedente: el “Síndrome de Stendhal”, término acuñado en el siglo XIX para honrar las aventuras que Stendhal, seudónimo de Marie-Henri Beyle, relata en su libro Roma, Nápoles y Florencia. El “Síndrome de Stendhal” es una aflicción psicosomática que provoca un elevado ritmo cardíaco, temblor e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando un número alto de éstas se encuentran depositadas en un mismo lugar. El también llamado “Síndrome de Florencia” es hoy un referente de la reacción romántica ante la exuberancia del goce artístico.

 

No han sido pocos los críticos que han vinculado el cine con el “sentimiento oceánico”. En sus momentos cumbre, nos dicen estas voces, la experiencia fílmica transmite la sensación de estar expuesto a diversas expresiones artísticas a un solo tiempo, lo que produce una epifanía similar a la descrita por Rolland. Pauline Kael, autora de I Lost It at the Movies, afirmaba que esta energía era aún más poderosa cuando se trataba de cintas violentas y extravagantes, ajenas a los criterios de solemnidad tan característicos de ciertas élites culturales. La resistencia a reconocer el valor de estos filmes, afirmaba Kael, equivalía a castrarse, a negar la grandeza cinematográfica:
“Estas películas pueden invadir nuestras sensibilidades como Dickens lo hizo en nuestra infancia, o más adelante George Eliot y Dostoyevski. Pueden ir a lo profundo, a los niveles primitivos en los que experimentamos los cuentos de hadas. La audiencia que opta por oponer resistencia y sólo ver cine que no tenga nada vibrante o perturbador, no posee un gusto más refinado; es gente miedosa que disfraza su temor bajo la máscara del ‘buen gusto’. Si estás asustado de cintas que excitan tus sentidos, le tienes miedo al cine”.
Una vez rebasado el primer tercio de Mad Max: furia en el camino, resulta imposible no pensar en el “sentimiento oceánico”, el “Síndrome de Stendhal” y la rendición descrita por Kael. La cinta más reciente del australiano George Miller es una mala noticia para todos aquellos espantadizos que rehúyen del vértigo fílmico: repleta de resonancias míticas que la inyectan de significados, es un triunfo estético sobrecogedor que merece ser analizado no sólo como pieza fundamental de la saga de la que forma parte, sino como un punto de referencia para proponer la viabilidad de una nueva generación de producciones hollywoodenses más arriesgadas.

 

 

El origen
Estrenada bajo las peores condiciones posibles –copias dobladas para hacer más entendible el acento australiano en mercados internacionales, nula promoción–, nadie anticipaba en 1979 que Mad Max se convertiría una de las franquicias más imitadas en la historia del cine. Situada en un futuro asolado por pandillas motorizadas apenas contenidas por una policía insuficiente y degradada, Mad Max cuenta la historia de Max Rockatansky (Mel Gibson, icónico), un patrullero que se retira del oficio ante la impotencia de no poder hacer nada frente a la locura criminal emergente. Tras visitar a un colega (“Goose”) que ha sido brutalmente quemado por órdenes de un motociclista apodado “Toecutter”, Rockatansky le confiesa a su jefe que le angustia pensar que puede terminar como uno más de los pandilleros que combate (es decir, como un asesino sanguinario y sin escrúpulos). Una vez retirado en la campiña, Max y su familia (esposa e hijo) enfrentan a la banda de “Toecutter”. La pelea deriva en tragedia: el bebé de Rockatansky pierde la vida y la esposa queda con el cuerpo destrozado. Obnubilado por la venganza, Max roba de la comisaría un V8 negro con el motor modificado (el famoso “Interceptor”) y sale a cazar a los agresores. La cinta finaliza con el encuentro entre Max y Johnny “The Boy”, el asesino material de “Goose”. Rockatansky esposa a Johnny junto a una sierra de metal y un vehículo a punto de explotar. Max le indica que cortar la cadena de las esposas de acero le llevará 10 minutos, pero cortarse el tobillo, de correr con suerte, sólo le tomará la mitad. Max se aleja en su “Interceptor”. Segundos después, vemos una explosión. Max Rockatansky ha muerto; Mad Max vive.
Mad Max esboza los derroteros torales de la franquicia. En principio, prefigura la “distopía” (o antiutopía) en la que se ubicarán las entregas posteriores. En esta primera parte aún hay esbozos de orden, pero el espectador presupone que el futuro que les espera a los personajes es una tierra salvaje donde la justicia brillará por su ausencia (no en vano el letrero de la estación de policía –“Halls of Justice” – está a punto de caerse). Por otro lado, los hombres desbordan un machismo exacerbado por máquinas modificadas en función de la velocidad y la violencia (la cultura “biker”, con sus fetiches sadomasoquistas de tintes homoeróticos, juega un papel crucial en el imaginario de Mad Max). Los “guerreros de la carretera” son depredadores que se alimentan de la desgracia ajena en un mundo donde la belleza y la esperanza están asociadas a la figura femenina (los cuervos, imágenes recurrentes en las cuatro películas, funcionan como símbolos de la masculinidad deformada). Miller ya anticipaba varios destellos visuales que explotaría después (el uso de la pantalla ancha, las viñetas al estilo de Sergio Leone, el énfasis del rojo en la composición y hasta los guerreros saltimbanquis), pero no sería hasta El guerrero de la carretera en que consolidaría la estética de la saga.

 

El guerrero de la carretera
El éxito de Mad Max fue impresionante: un presupuesto de producción de 350,000 dólares contra una recaudación internacional en taquilla que sumó más de 100 millones de dólares. La holgura de recursos se tradujo en un lienzo de mayor alcance en El guerrero de la carretera (The Road Warrior, 1981). Situada en un planeta donde la gasolina es el sagrado absoluto por el que pelean las tribus sobrevivientes del apocalipsis, el filme continúa con la historia de Max, quien se ha transformado en un combatiente sedentario de la tierra devastada. En contra de sus deseos iniciales, Max se convierte en el mesías de una tribu que desea llegar a una zona libre de sangre donde puedan erigirse como una civilización. El problema: para llegar a la tierra prometida deben cruzar el desierto controlado por Lord Humungus, cabeza de un grupo de salvajes que desea apoderarse del combustible de los migrantes. Los 20 minutos finales son adrenalina pura: una persecución gigantesca que desemboca en el escape de la tribu y el enaltecimiento mítico de Max.
Miller apostó por la espectacularidad motivado por dos factores. Primero, un amor notable por las películas de persecución: de Ben-Hur (1959) a Bullit (1968), sin obviar El maquinista de La General (Keaton, 1926) y el trabajo de Harold Lloyd. Dos, un interés pronunciado por la obsesión australiana sesentera de utilizar las autopistas como arenas deportivas donde se corrían coches de forma ilegal. Antes de ser director, Miller se desempeñó como médico en una sala de emergencias que recibía a varios pacientes traumatizados por estas competencias. Lo que atestiguó ahí fue una influencia mayor en su concepción de la bestialidad masculina. Otro acierto: la incorporación de Dean Semler en la fotografía. Varias tomas de Semler están planteadas desde el interior de los vehículos y no desde el exterior o montadas a lado de la carretera, lo que redunda en un estado de agitación constante que no permite despegar la mirada de la pantalla.

 

En comparación con sus predecesoras, Mad Max: más allá de la cúpula del trueno (1985) es un entretenimiento más simplón; una variación picaresca y amable (casi spielbergiana) del mito. No obstante, la cinta cuenta con dos personajes de diseño impecable: Master/Blaster (un binomio compuesto por un enano genio y un gigante discapacitado) y Aunty Entity, la gobernadora de Bartertown (interpretada por Tina Turner). La bella Aunty es un personaje complejo e imponente, a años luz de la crudeza de los villanos masculinos de Miller. La semilla feminista de Mad Max: furia en el camino ya estaba plantada.

 

 

Furia en el camino

 

En el documental A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995), el realizador estadounidense narra cómo los directores que trabajan en Hollywood tienden a operar bajo una de tres personalidades: ilusionista, contrabandista e iconoclasta. Los “ilusionistas” son los que conciben el cine como un oficio similar al de los magos, capaces de robar el aliento del espectador con trucos nunca antes vistos. Los “contrabandistas” son trabajadores que infiltran sus obsesiones autorales en estructuras convencionales diseñadas para obtener el financiamiento y “luz verde” de los estudios; son aquellos con la habilidad de camuflar su estilo y temas en películas genéricas y populares. Los “iconoclastas” son los que redefinen las reglas del juego. Con Mad Max: furia en el camino, Miller se consagra en las tres modalidades. No sólo diseña un espectáculo propulsivo de hermosa excentricidad (ese guitarrista infernal que escupe fuego en medio de la carretera), lleno de secuencias acezantes que permiten recobrar la fe en la catarsis fílmica (otra vez el “sentimiento oceánico” freudiano: los personajes beben leche materna antes de la batalla), sino que como buen “contrabandista” construye toda una oda a la fuerza femenina bajo el disfraz de una virtuosa “cinta de acción”.

 

El personaje protagónico de Furia en el camino no es Max (interpretado ahora por un lacónico Tom Hardy), sino Emperatriz Furiosa (Charlize Theron, formidable y melancólica), una guerrera que busca huir del yugo de “Inmortan Joe” (Hugh Keays-Byrne, el “Toecutter” de la primera parte), un dictador que ha construido un imperio en función del control del agua. Joe tiene presas a cinco esposas, quienes pueden dar a luz a niños sanos, libres de las deformaciones provocadas por el holocausto. Max y Furiosa encontrarán la redención al instaurar un orden donde la esperanza de fecundidad sustituya la fatalidad abyecta representada por Joe y su familia. El temor de Max ha sido erradicado: no se ha transformado en una bestia sin moral ni sentimientos. Al igual que John Wayne en The Searchers (Ford, 1956), el guerrero del desierto no tiene cabida en la paz del hogar. No importa: quizá el mundo femenino no “necesite a otro héroe”, pero Mad Max aún tiene camino por recorrer. Pocas cosas nos generan más emoción que esperar sus nuevas aventuras.

 

*FOTO: “Fury Road” es la cuarta entrega de esta serie fílmica de “Mad Max”, dirigida por el australiano George Miller/Especial

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