Ella la triste diosa

Feb 27 • Ficciones • 3725 Views • No hay comentarios en Ella la triste diosa

POR MIGUELÁNGEL DÍAZ MONGES

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Cuando está sobre la pista de baile, con los senos desnudos y esa tanga que sólo cubre su monte de Venus, se siente en el altar o el pedestal de una diosa. No es soberbia, vanidad o altivez, sino infatuación del espíritu, y ante eso nada pueden las religiones, las morales, las normas de conducta ni la indiferencia de los pobres hombres alcoholizados y solitarios que lo mismo la miran que dejan de mirarla, que lo mismo se excitan o laceran sus instintos si no es que los buscan infructuosamente en las criptas de su enmohecida entidad, que hagan lo que hagan saben que están solos, aferrados a la copa y no piensan que ella –que nada les importa y sólo les importará quizá, por mezquinos minutos, si le pagan a cambio de sexo– está dichosamente sola, aferrada a un espíritu que al menos mientras baila sobre el entarimado es un reino ajeno a este mundo. Ella es Venus sobre un monte, sin duda el olímpico, y eso no lo cambió la muerte de los dioses ni lo han de cambiar leyes físicas o humanas, tampoco el Tiempo, que esto es cosa de un instante tras otro, cada uno en su propia eternidad, cada uno bailando desnudo en su etérea galería de esferas y armonías.

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Ha terminado de bailar, pero no ha sido cosa de un momento, de un de repente. Ha sido el lapso eterno que es para ella y que a los ojos de quienes miran o ni se enteran parece apenas de unos segundos. Las diosas aparecen abruptamente en las historias clásicas y dan una manzana o resuelven por arte de birlibirloque las complicaciones de una batalla que no les favorece aunque les importa un comino. Ni el bardo ciego ni el otro nos hablan de los trabajos y los días que van del Olimpo a los humanos palacios o a los inhumanos campos de batalla. Estos dioses no son omnipresentes, se parecen mucho a sus criaturas. Son dioses confiables y comprensibles que no exigen misterios impenetrables para ser lo que son y como son. Son dioses que para bajar de sus altares olímpicos necesitan tiempo y ejercicio mental. Intenciones; vulgares, vomitivas intenciones que escupe la ebullición urinaria y pestilente del orgullo. Dioses patibularios, se parecen demasiado a los humanos. Dioses atormentados por el Tiempo, atribulados por la mente, importunados por la acción. Dioses sin más emociones que la ira y el regocijo. Dioses menesterosos que necesitan tiempo y ejercicio mental, no paracaídas ni alas, pues no temen, sólo tiempo y resignación, que muy bien se está en el sitio de uno y a nadie gusta bajar al sitio de los otros aunque a la vista de muchos el segundo sea preferible al primero.

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A ella tampoco le es fácil dejar de bailar y volver sus grandes ojos a la penumbra ahumada y maloliente del turbio refugio de hombres miserables en el que trabaja.

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Miserables todos, cada cual a su modo y por sus causas. Y si no causas al menos fines. Alguno tendrá razones, nosotros lo dudamos; dudamos que sean razones los sofismas que los llevan ahí suponiéndose distinto de los otros. Ella, que no es tonta sino vanidosa y astuta piensa todo esto; lo piensa sin desprecio: bastante ha oído las historias de estos seres como para juzgarlos o hacerlos menos, aunque no les tiene querencia ni ternura; tampoco tanto, claro está. Por nadie siente nada, ya ni por sí misma, que si lo sintiera no sabemos qué sería de ella, si aun así caminaría erguida, altiva y hermosa como la vemos tras el tiempo larguísimo en su personal clepsidra que le ha llevado de diosa a puta selecta y cara.

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*FOTO: “Bailarina”, de Thomas Hart Benton. (Dibujo a lápiz y crayón sobre papel, 1930)/ Especial.

 

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