Elogio a un proyecto musical de la UNAM
POR IVÁN MARTÍNEZ
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La Orquesta Juvenil Eduardo Mata de la UNAM es un proyecto de la Dirección General de Música de la Universidad que nació hace cinco años. Se trata de una orquesta semiprofesional de jóvenes menores de 29 años que llevan a cabo una práctica orquestal que difícilmente se desarrolla en las escuelas profesionales del país: con directores y solistas del ámbito profesional, con una temporada regular que incluye giras, con un repertorio exigente, con la guía de un equipo académico que dirige ensayos seccionales además de la dirección artística del conjunto. Esta dirección está formando músicos que llegarán a las orquestas con experiencia profesional en ese ámbito. Actualmente tiene como su director artístico a Gustavo Rivero Weber, pianista probado. El pasado domingo 29 de enero escuché su segundo concierto del año.
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El programa comenzó con el estreno absoluto de la Misa de difuntos (2016), una especie de poema sinfónico de Eduardo Aguilar (1991), beneficiario de la primera edición de otro programa de esta dirección universitaria: la Cátedra Extraordinaria Arturo Márquez de Composición Musical, espacio académico donde Aguilar trabajó su pieza bajo la tutela del célebre compositor sonorense.
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Se trata de una obra de carácter cinematográfico, más efectista que discursiva, dada a la creación de atmósferas y ambientes, casi siempre tensos, con una estructura muy clara, más que por episodios formales o rítmicos, por los matices: piano–forte–piano. Con una notada influencia de Philipp Glass en el color y recursos instrumentales y del propio Márquez en ciertas armonías, el principal acierto de este jovencísimo compositor parece ser la habilidad para orquestar: no sólo conoce los timbres de cada instrumento y sabe recurrir a ellos, también maneja muy bien su balance sonoro: no hay exageraciones de ningún tipo. Puede pecar de falta de discurso musical, pero tiene las herramientas para plasmar lo que imagina como oyente. Es un autor a quién seguir en el camino que comienza.
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Rivero Weber continuó el programa con la Sinfonía no. 35 en Re Mayor, K. 385, de Mozart: impresionante la energía, el empuje, y la claridad de los ataques y articulaciones en el primer movimiento, se nota el pulido artesanal del trabajo de los maestros internos, sobre todo de la cuerda. Por momentos, destacadamente por la sensibilidad en el Andante, olvidé que estaba ante una orquesta de estudiantes: si bien la solidez del sonido es aún parca, falta cuerpo en él, y hay ciertas fallas de pericia en las maderas y los cornos para atacar con suavidad en piano, el resultado del ensamble se acerca mucho al profesional.
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El cuarto movimiento se escuchó con mucho carácter, juguetón sin faltar a la firmeza o a la claridad en los pasajes veloces de la cuerda, dejándome un buen sabor el fraseo, en general espléndido, y la manera natural en que la batuta, conocido como intérprete mozartiano, transmite su pulso y estilo.
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La orquesta suele combinar a sus solistas entre jóvenes, miembros de la propia agrupación o ganadores de concursos que se realizan en la propia UNAM, solistas internacionales que visitan a la orquesta hermana, la OFUNAM, o a figuras centrales de nuestra escena; fue el caso de la solista de esta ocasión, cuando recibieron a la concertino de las orquestas Sinfónica Nacional y Sinfónica de Minería, Shari Mason, para tocar el Concierto para violín en Re Mayor, op. 61, de Beethoven, una obra de transparencia mozartiana pero temperamento romántico y quizá la de mayor dificultad artística en la literatura violinística, tanto para el solista como para el acompañamiento.
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La ejecución de la orquesta pudo ser más amplia en cuestión de matices y me hubiese gustado escuchar el mismo vigor que se sintió en los movimientos externos de la sinfonía mozartiana. En general los primeros dos movimientos se escucharon nerviosos, pero es cierto que el requerimiento de transparencia impone.
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El tratamiento de Mason al concierto es a la vez bondadoso y firme, nunca incisivo pero suficientemente claro y consistente. Su sonido se escucha bien asentado, con claridad y cuerpo en su proyección incluso en el más frágil piano o algún pasaje mezzoforte en el que el volumen de la orquesta tenía que haber cuidado más a su solista. Además, también es notable la comunicación musical con la que transmite hacia la orquesta: cómo termina cada frase y la deja en manos de su acompañamiento o el brío contagioso con que logró que la siguieran durante el Rondó. Emocionante fue su cadencia final para cerrar con consistencia artística el programa.
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Los críticos del proyecto académico de la Dirección General de Música de la UNAM, que curiosamente existen en las escuelas profesionales que no cubren las necesidades pedagógicas que sí cubre la Orquesta Juvenil Eduardo Mata, tanto para intérpretes como para creadores necesitados de escuchar su música en una sala de concierto, debieran darse una vuelta por uno de sus conciertos: no sólo se engancharían con la energía y profesionalismo de estos jóvenes, quizá hasta la llevarían a su propia práctica.
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FOTO: La Orquesta Juvenil Eduardo Mata tuvo como invitada a la violinista Shari Mason./Cortesía Óscar Pardo.
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