Elogio de Bob Dylan, el artista más allá de la literatura

Oct 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 12521 Views • No hay comentarios en Elogio de Bob Dylan, el artista más allá de la literatura

POR JOSÉ HOMERO

Autor de La ciudad de los muertos (FCE, 2012); @josehomero

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Ella dice: “No puedes repetir el pasado”. Yo respondo: “¿No puedes?, ¿qué quieres decir con no puedes? Por supuesto que puedes”. Este diálogo intercalado en “Summer days” (Love and Theft, 2001) es idóneo epígrafe para compendiar la obra y la importancia de Bob Dylan dentro de la cultura occidental de la segunda mitad del siglo XX. Desde su primer disco, intitulado lacónicamente Bob Dylan –que inaugura lo que sería una marca de la casa: la portada con el rostro del artista como indicando la vía de lectura: al tocar este disco estás tocando a un hombre– el cantautor de Duluth, Minnesota, adopta como actitud y como estrategia artística la recuperación del pasado para bajo su luz saturnina escudriñar la historia.

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Este procedimiento preside la interpretación y apropiación, no sólo en el sentido de incorporar elementos de otros textos al suyo propio –así en los versos que cito arriba: un diálogo de El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, su paisano–, sino también de convertir en propio, singularizándolo, un cancionero común, comunitario. Desde su primer disco –trece canciones, sólo dos de ellas propias–, Dylan se vale de canciones de repertorio para entregar su propia voz. Comenzaría aquí ese juego de máscaras, estrategia poética que establece ya que Dylan no sólo procede de un río, el de la música popular, sino también de un océano más vasto: el romanticismo y sus corrientes. Caso ejemplar es así la interpretación de “See that my grave is kept clean”, emblema de Blind Lemon Jefferson quien a su vez reelabora un tema tradicional. Dylan emprende la canción con un tiempo diferente y un rango vocal que modula el timbre y la tonalidad de un hombre adulto, un hombre que viene desde las profundidades. De la tierra, del tiempo. Del blues. Esta encarnación demuestra, más que la destreza musical –su interpretación desmerece comparada con los virtuosos bluesman–, su instinto para por una parte encarnar y representar y por la otra para decidir ser parte de una historia. Toda una novedad si nos situamos en el contexto de la época: un jovenzuelo –tiene veintiún años durante la grabación– esmerándose en sonar como un hombre maduro pero a la vez no como cualquiera sino un vagabundo, un ser vencido por los problemas, por la angustia. Cotéjese con el entorno del pop: canciones sobre la euforia, los placeres y problemas de la juvenilia, entonadas con voz cristalina. Mientras en esos vertiginosos años los pájaros de cuenta buscaban gorjear, Dylan se convertía –mitológicamente– en un pajarraco posado en las ramas desnudas de un viejo árbol a la entrada del cementerio graznando relatos de muerte y destrucción. Sí, ese primer disco es ya un homenaje a la muerte, a la eternidad, a la herencia, a la carga que llevan los vivos por sus muertos. Una veta que no abandonará.

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Asumir el papel del cantante itinerante cuyas canciones urde sobre el camino y a menudo las improvisa será sólo una de las primeras características de la escritura y a la vez del personaje dylaniano. Con una memoria prodigiosa –aún ahora que continuamente modifica a veces conscientemente, a veces con ese colaborador pertinaz que es el olvido–, Dylan va incorporando no sólo melodías propias y ajenas a su repertorio sino que igualmente va sumando referencias que además del acervo de la música en que se inscribe –toda esa corriente denominada perezosamente americana por los críticos: raíces, blues, folk, canciones de labor, canción de protesta, country, balada irlandesa, rock’n roll– proceden de otros ámbitos. Tan tempranamente como 1965 se convierte en lugar común enaltecerlo denominándolo “poeta” a raíz de la aparición de su quinto disco Bringing it all back home. Ahí encontramos el otro venero en que bebe este elusivo y sinuoso artista, quien a partir del legado de las máscaras poéticas supo construir un personaje más allá de la persona. Dylan incorpora a su bagaje toda una suma de voces, ecos y resonancias que van desde la tradición judaica –hay libros dedicados a explorar las confluencias, implicaciones y citas de Dylan sobre la tradición judía y su vínculo con el Pentateuco, por ejemplo– hasta la Biblia –para mayor confusión Dylan nunca ha aclarado si continúa siendo cristiano, si ha retornado a la fe judía o es sencillamente ecuménico– y de paso la historia de Estados Unidos, los hitos de la literatura norteamericana –citas, fórmulas, imbricaciones– y también de otra tradición, la corriente secreta y oscura que baña la poesía occidental desde Francois Villon hasta los poetas beats.

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Sacerdote del diálogo y oficiante

A menudo se asocia a Dylan con los poetas beats y se le incluye dentro de las antologías y compilaciones del movimiento. Él mismo no es ajeno al vínculo. Para portada de su álbum seminal Blonde to blonde –cuyos cincuenta años celebramos en este 2016– propuso una fotografía donde aparece con Robbie Robertson, Michael McClure y Allen Ginsberg afuera de City Lights, la librería monumento de la cultura beatnik. Ginsberg proclamó a Jean Francois Duval que Dylan era “un gran poeta. Quizá el poeta norteamericano más importante de la segunda mitad del siglo XX”. La crítica ha reparado que además de la clave musical otro gatillo para su vocación artística fue el descubrimiento en 1959 no sólo de En el camino, la novela que provocó la transformación de las costumbres y la cultura occidental, sino también del menos conocido pero no por ello menos influyente volumen de poesía México City Blues; obras ambas de Jack Kerouac. Aquí Dylan descubrió un tipo de poesía que se acercaba a la oralidad y reproducía el ritmo del idiolecto estadunidense. Ese hallazgo determinaría la construcción de sus propias historias y canciones. Por supuesto que aquí no concluye la genealogía imaginada, ideada, establecida por Dylan. Del mismo modo en que la oralidad, el fraseo jazzístico de Kerouac –en 1959 dijo: “me gustaría que me consideraran como un poeta del jazz mascullando un largo blues en una jam session un domingo al atardecer”– serán decisivos para la composición, el descubrimiento de la gran poesía moderna y de vanguardia, del simbolismo francés –el motivo de la presencia de Arthur Rimbaud en Dylan es una tonada ya muy conocida– y de las obras de T. S. Eliot, Ezra Pound, el grupo de The Black Mountain pero también de Gillaume Apollinaire, García Lorca, el surrealismo, le aportarían otras herramientas. Una de ellas, la enumeración caótica. Dylan crea mediante enumeraciones y continuos flujos de conciencia en donde confluyen fragmentos de diversos discursos al tiempo que se entreveran con los fantasmas de su imaginario. Siguiendo la poética del simbolismo sugiere más que precisa sus temas. Todo es difuminación, desde la confusión sobre los niveles de la vida pública y la vida privada –ahí donde The Beatles encontraron una intrusión a su intimidad, Dylan afanosamente se construyó como personaje–, hasta la no aclaración de los elementos procedentes de otros textos. Indeterminación, zona de frontera. Este estilo de lírica y de composición no sólo se adapta a las largas construcciones en que se convierten sus canciones –mientras otros músicos prefieren la improvisación instrumental, él convierte las sesiones en vivo en formatos para estimular, generar nuevos versos recuperando las prácticas de la oralidad, de Homero a los decimistas del sotavento veracruzano– sino también al formato introspectivo. Híbridos de autobiografía, de máscaras poéticas, de divagaciones en torno a la actualidad –nunca ha soslayado el elemento político ni su papel de rapsoda–, sus canciones son también una manera de abordar la historia a través de la crónica de sí mismo.

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Todo diálogo con el pasado es al mismo tiempo diálogo con el porvenir y con el presente. Una de las primeras composiciones, “With God in our side” –interpretada por vez primera el 12 de abril de 1963 e incluida en el álbum The times are changing– retoma una de las frases más conocidas de la Epístola a los romanos de Pablo de Tarso y recuenta la historia de Estados Unidos con frases escuetas, más alusivas que denotativas pero suficientemente indiciales para imbuir de un cariz irónico y sarcástico al motete reiterado: Dios está de nuestro lado. Con su acento de grajo de Poe, Dylan repasa los sucesos consagrados por la historia oficial reiterando que cada suceso fue gracias a que Dios estaba de nuestro lado. Este himno antibelicista no es sólo una poderosa apostilla a la historia oficial sino igualmente a la hipocresía de los fariseos; de ahí la importancia que cobra la mención final de Jesucristo y de Judas Iscariote, el traidor. Como en toda obra auténticamente intemporal y paradójicamente enraizada en la historia, en la obra de Dylan continúan vivos y escenificándose la guerra de Secesión, la guerra contra España, las invasiones a México, las continuas guerras del siglo XX y aún las que vienen. Una manera semejante de abordar la historia y tenerla presente afectará varias de las composiciones más conocidas, entre ellas “A hard rains gonna fall” y “Like a rolling stone”. Sin embargo será con el disco Blood on the tracks que encontraremos de nuevo esa dimensión trascendente, fusionando mito con sucesos históricos, que convierte a la canción en una pequeña obra trágica en el sentido shakesperiano –del mismo modo que Brian Wilson había conseguido sucintas sinfonías en el formato pop durante los años de Smile. En “Tangled up in blue” y en “Idiot wind”, Dylan recapitula sobre el pasado reciente –la dimisión de Richard Nixon después de la fehaciente exposición de su fechoría– y lo entrevera con el aliento mítico y legendario de las cruzadas y el pasado medieval. Norteamérica y la construcción mítica.

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Profecía

He preferido elaborar este encomio resaltando a Bob Dylan como un eslabón dentro de una cadena; un iniciado dentro de una tradición exotérica. Esta cadena puede ser vista como la gran cuenta de la canción popular norteamericana –ese camino que Greil Marcus, uno de los grandes profetas de Dylan recorre en el imponente Mystery Train, una obra maestra del pensamiento crítico musical–, de la poesía norteamericana –afluencia que nace explícitamente con Walt Whitman, primer poeta que no se sitúa frente a las literaturas occidentales sino en relación con su comunidad–, de la poesía occidental moderna –de William Blake hasta los beatniks, de Baudelaire al surrealismo según lema académico célebre–. O bien situando a Dylan dentro de la esfera de la profecía en el sentido judaico. No como tontamente se interpreta la noción de profeta bíblico: un sujeto que en arrebato místico tiene visiones del porvenir imbuido por el espíritu de la divinidad sino como deberíamos de considerar esta función, incluso dentro de la Biblia: un individuo que a través de sermones, ejemplos, compilaciones y crestomatías de citas y de versos, delinea un rostro de la historia, de nuestro presente y a través de estas lecciones nos ofrece un espejo oscuro en cuyas aguas se percibe la borrasca de los días por venir. Éste es el papel de Dylan. Su enorme importancia para la literatura contemporánea, para la cultura occidental de la segunda mitad del siglo XX a nuestros días.

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A quienes han escenificando una representación más –ésta en clave ciertamente bufa cuando no de comedia de pastelazo– de la nueva batalla que sustituye a la querella de los antiguos y los modernos, la de los apocalípticos e integrados, podría recordarles que Dylan desde 1997 era candidato al premio, que desde 1970 comenzaron los primeros estudios académicos sobre su legado poético, que en 2005 apareció el fundamental The Cambridge Companion to Bob Dylan, entronización definitiva del dylanismo dentro de los estudios literarios, que en 2008 mereció el Pulitzer, en fin, podríamos recurrir a tantos principios de autoridad para demostrar la importancia de un artista del presente a quienes continúan viviendo en un pasado erróneo pero sería combatir contra seres huecos, torpes y con los ojos como huevos de yema recocida, como en la cinta de Tim Burton. Preferí, antes que la contienda inane, ensayar, un poco al estilo dylaniano, sin guión y dejándome llevar por el ritmo de la mecanografía, del bop de las teclas de mi computadora, para asentar mi reconocimiento a Dylan como uno de los artistas fundamentales del siglo XX.

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Sí, pueden estar tranquilos, no lo he llamado poeta, tampoco lo considero literato –lo cual siempre he juzgado más un insulto que un halago– sino un artista. Su arte, inspirado en la literatura pero más complejo y completo, representa una idea del papel del poeta, del trovador dentro de la sociedad del futuro. Quienes se enardecieron y ofendieron porque el premio más prestigioso de las letras se otorgara a un cantautor olvidan el papel crucial que un cantor ciego e itinerante tiene en nuestra cultura. Nuestras mitologías, nuestros símbolos comienzan con Homero y se cierran con un personaje multifacético del que apenas sabemos lo que él filtra. El Nobel resulta entonces de este modo un reconocimiento a una de las tradiciones más importantes dentro de la poesía y la cultura y un saludo al arte del porvenir, donde los géneros están ya desde ahora imbricados. Todo lo demás es, sí, tristemente, literatura.

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ILUSTRACIÓN: Francisco Olea/Cortesía El Mercurio de Santiago/GDA

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