Elogio de la impureza
Este ensayo es una reflexión en torno a cuánto necesita el canon reconocer las impurezas de la lengua española. Con autorización de la editorial reproducimos este capítulo de Cervantes & compañía, libro que comenzará a circular en unos días.
POR IGNACIO PADILLA
A la memoria de Eulalio Ferrer
y Miguel Capistrán
Y al magisterio de Vicente Leñero
y Gonzalo Celorio
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Fui a Salamanca porque me dijeron que por allá había pasado el autor del Persiles, un tal Miguel de Cervantes. Viví primero en una casa muy modesta en las riberas del Tormes, justo frente al toro de piedra que hizo ver estrellas al pobre Lazarillo. Pasé luego a un departamento sórdido en la Calle Cervantes, llamada antaño Calle del Moro, donde quiere la tradición que viviera algún tiempo el Manco de Lepanto.
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Allá me fui quedando, allá tuve que quedarme. Como al bueno del licenciado Vidriera, me enhechizó enseguida la apacibilidad de la vivienda salmantina. Traía yo aún fresco el asombro de mi lectura adulta, desopilante y escocesa del Quijote, de modo que me pareció pertinente y hasta justo sumergirme en la leyenda de Miguel de Cervantes. Lo hice como quien se despeña en una honda sima, en mansa burla de mí mismo, acaso en busca de más proezas, risas y encantamientos. Entre cátedras y catedrales, entre bibliotecas y mesones, perseguí dos fantasmas: el fantasma de Cervantes en la academia salmantina, y también, cómo negarlo, el fantasma de esa misma Salamanca en la obra de Cervantes.
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Ignoraba yo entonces la de asombros agridulces que me deparaba esa búsqueda. Del paso del escritor por Salamanca se sabía muy poco. Con fatiga hallé un par de historias rocambolescas sobre quienes habían buscado antes las huellas castellanas del autor del Quijote, historias de cervantistas ávidos, expedientes fugitivos y cartas robadas por investigadores ingenuos o mendaces, nada que constatase que Cervantes había estudiado en las mismas aulas por las que sin duda pasaron fray Luis, Góngora, nuestro Alarcón. El silencio de los archivos de Simancas sugería que, si bien el alcalaíno había transitado efectivamente por aquellos andurriales, lo habría hecho como hizo todo en su vida: por las márgenes, a salto de mata, mirando quizás desde las callejuelas el paso altanero de los bachilleres y a los licenciados inciviles, maldiciendo en sus adentros la ironía cruel de haber nacido en otra ciudad universitaria y no poder cursar en esta otra. Lector en fuga, aventurero frustrado y sabio de arrabal, resignado a leer hasta los papeles rotos que se hallaba en las calles, aquel hijo segundo de un sacapotras de Alcalá habría nutrido una rara animadversión por la academia, tan deseada y tan aborrecida para él como lo serían después el cetro y la mitra de la España filipina. No era difícil imaginar que allí y así, aterido y miope en los portales paredaños con la subversiva Cueva de Salamanca, Cervantes se habría sentido espécimen de una fauna maldita: un abanderado de lo equívoco en los páramos de la univocidad académica, poeta entre lectores sin poesía, un insecto a quien se le cerraban las puertas del santuario donde sólo a los bachilleres se les permitía estudiar y enseñar entomología.
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Frente al silencio de la historiografía y los archivos, me restaba acudir a la literatura de Cervantes para indagar en su instable relación con Salamanca. El resultado fue tan tumultuario como desesperanzador: las muchas alusiones librescas del escritor a la academia sólo corroboraban su insalvable lío de admiración y rechazo, con la balanza inclinada un tanto hacia este último. Egresados de Salamanca eran nada menos que el rencoroso Sansón Carrasco, el taimado Lorenzo de Miranda, el emponzoñado Tomás Rodaja, el bravucón Corchuelo y el altivo licenciado que lo somete. También eran bachilleres salmantinos los falsos cautivos del Persiles, estirpe despreciada por Cervantes, donde las haya. En Salamanca o en su periferia transcurrían las más duras escenas de buena parte de su desigual teatro, varios negros pasajes de sus novelas ejemplares y, por supuesto, más de un descalabro del Quijote. En el torpón entremés de La cueva de Salamanca, el antiguo soldado desteñido por el cautiverio y el fracaso habría expuesto su menosprecio hacia todos aquellos que lo habían descastado, incluidas las academias, fuera universitarias, fuera literarias.
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Por otra parte, Cervantes habría gestado una atendible y creciente afición hacia todo aquello que estuviese en la Otra Orilla, encuevado en las entrañas catedralicias y universitarias: las justificadas celestinas, los audaces rufianes, los regalados gitanos, los pícaros ilustres. Allí estaba ya no la afición sino el amor innegable aunque negado del alcalaíno por la verdad dura aunque movediza del hampa. Allí estaba su pasión por el lenguaje de la germanía, su convicción de que son el vulgo y el uso quienes enriquecen el habla. Allí estaba su hondo sentido de la realidad conmoviendo la rigidez de la retórica clásica. Allí estaban el humor y la ambigüedad consagrados como espacios críticos necesarios contra una institucionalidad cada vez más esclerótica y aferrada al carnaval que negaba lo que Cervantes padecía cada jornada: la debacle de la utopía, la esperpentización del sueño de pureza europeo frente a la realidad profunda de la impureza americana.
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¿Cómo encajar tanta evidencia de un bifrontismo cervantino a las academias? ¿Cómo no compartirlo en este siglo de virtualidad y tirantez entre ortodoxias y heterodoxias de toda laya? Después de todo, pensé, esa intermitencia entre lo leve y lo pesado hizo de Cervantes el inconsciente sacudidor del castellano y el fundador de su modernidad. Como lector y contador de historias, no consigo no aplaudir tamaña subversión. No puedo no adorar la paradoja cervantina que refleja nuestro ser paradójico, nuestro hablar y escribir para y desde la contradicción que nos explica. Es un poético milagro que Cervantes embistiese con tanto amor y con tal furor a las instituciones que coronan nuestro modo de nombrarnos, una hazaña que luego él mismo se haya convertido en la piedra basal de las mismas torres castellanas desde las que otrora se despeñó, un portento que hoy su retrato, también una ficción, adorne hoy el umbral de la Real Academia de la Lengua Española.
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Con sus devaneos por y contra la academia, Cervantes nos enseña cuánto necesita el canon reconocer la ambigüedad y la impureza, es decir: cuánto pudieron contra el celoso Cañizares las diabólicas canciones del demoniaco Loaiza. La ortodoxia vence sobre sí misma sólo cuando escucha a los abogados más tozudos del habla quebradiza de la gente común. Desde las primeras líneas del Quijote, la volatilidad del idioma como sonrisa erasmiana se ha opuesto al rictus medieval petrificado de la lengua, una lengua que, con no ablandarse, no conmueve. Al ingresar en la academia por la puerta trasera, el alcalaíno ha embellecido a martillazos, con la lengua de la tribu, el duro mármol de la lengua del monarca y el obispo: contra la inamovilidad y la muerte, el habla movediza de la vida; frente al latín del púlpito y la cátedra, el balbuceo alegre del lenguaje otro; frente a los discursos sacralizantes y sordos, la burla destemplada y dialogante. Con su crítica, Cervantes nos recuerda que nacemos cada día de la sangre derramada en el feliz combate de dos linajes verbales: uno solmene y otro risueño, uno ancestral y otro gestante, el uno tan necesario como el otro.
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El audaz carnaval verbal de los escritores irreverentes y marginados reprocesa la literatura y nos enriquece con un lenguaje corrompido como la realidad misma, un habla que va generando su propio artificio de ordenanzas pícaras, un discurso de apertura bruta que admite en principio todas las formas verbales liberando a la sintaxis de las ataduras de la ortodoxia vanamente obsesionada con la pureza.
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No podía ser de otro modo: conocer las subversiones académicas de Cervantes marcaría con fuego y hierro mis últimos meses en Salamanca. Cierto día descubrí que la Calle Cervantes, literalmente encajada en las entrañas de la Universidad Pontificia, ni más ni menos, era también la zona roja o el barrio chino de la ciudad. En los flancos de esa calle pululaban los prostíbulos, el malevaje agitanado y sudaca, los vendedores de droga. Allá caían también los bares atrabiliarios donde iban a beber su claridad los poetas José Hierro y Claudio Rodríguez, que escapaban sedientos a mi barrio en cuanto terminaban de impartir sus magistrales conferencias en los magistrales paraninfos universitarios. Entendí, en suma, que la Calle del Moro era el hogar inframundano de la lengua, era la antiorilla salmantina donde pícaros, fregonas, estudiantes consumidos y poetas consumados apuraban esa vida impura e imperfecta que luego, irremediablemente, transfundirían a la momia ávida de las aulas donde se enseñaban trivios y cuadrivios.
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Como insecto en un claustro de entomólogos, y como hombre de la periferia americana en el centro castellano, asumí entonces que yo también estaba condenado y hasta obligado a imitar, desde mis muchas marginalidades, las ironías cervantinas: en el aula magna del edificio Anaya defendí como pude y ante cinco solemnes académicos un farragoso tratado sobre los contrastes del pensamiento religioso de Miguel de Cervantes. Aquello fue una masacre, por decir lo menos. O lo habría sido de no ser porque algunos de mis inquisidores eran sabios y generosos, y porque sus críticas tuvieron un dejo de halago a la memoria misma del liminar Cervantes. Entre estas últimas objeciones estaba la perplejidad de que mi tratado fuese demasiado literario, lo cual sólo me atreví a agradecer. Hubo críticas más duras, que atesoro no menos, por distintas razones: se me acusó, por ejemplo, de emplear la palabra «ningunear», voz insigne de cuño americano usada por nuestros más ilustres poetas; tampoco faltó quien censurase mi modal escandalosamente americano de usar en sentido metafórico la palabra «abrevar», pues en Castilla, sonrieron mis inquisidores, tal palabra alude sólo a las técnicas de hidratación del ganado vacuno. Hubo también en ese auto de fe, lo confieso, el dominico que se mostró tentado a excomulgarme o exorcizarme por parecerle que mi visión del pensamiento cervantino tenía un sí es no es de azufrado jesuitismo. Por fortuna, no llegaron a tanto los embates de mis examinadores: salí de ahí tan emparedado entre el «yo sé quién soy» y el «no puedo más», tan maltrecho como supongo que está obligado a quedar quien aspire a imprimir su nombre con sangre de toro en la cantera de Villamayor.
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Ahora pienso que, para un legítimo cofrade y adorador del conventillo cervantino, una iniciación así es más que aconsejable. Creo que es casi necesario, para comprender la paradoja cervantina, que este lector devoto o fanático fuera objeto de escarnio en aquel pluscuamperfecto auto de fe argamasillesco. ¿No inventó el propio Cervantes, como un Pessoa cavernario, a sus heterónimos de la Academia de Argamasilla? ¿No puso en los versos bufos del Paniaguado y del Tiquitoc la destreza y la dureza cómica imprescindibles para poner en su justo punto la soberbia utopista de don Quijote y la impertinencia del propio Cervantes?
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Creo que ésta y no otra es la lección difícil que Miguel de Cervantes se atrevió a registrar en los sonetos vejatorios de la Academia de Argamasilla. Tales versos preliminares son, sí, infamantes contra don Quijote, pero son también una abierta y autorreferente crítica a la ampulosidad y la grosería de quien acusa sin mirar la viga en el ojo propio. Académicos como el Monicongo, el Caprichoso, el Cachidiablo y el Burlador son tan hijos de la pluma de Cervantes como lo fueron Sancho y los cabreros. Los académicos son facinerosos del latín y el habla culta que sin embargo acusan también su proximidad con el malevaje del hampa y de la lengua, que es tan hija de Cervantes como madre de nuestra modernidad.
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El alcalaíno, podría jurarlo, sabía que antes de la academia universitaria habían existido las academias literarias, y que en éstas se embozaba también un afán subversivo contra la pura y rígida lengua medieval. En esas academias Cervantes sí alcanzó a ser aceptado junto con los Lope y los Herrera. En ellas habría constatado el escritor que la convivencia de lo solemne y lo gracioso, de lo puro y lo impuro, es no sólo deseable sino imprescindible para mantener le lengua tan viva como ordenada. En esas Academias Imitatorias, en esas Academias Salvajes, Cervantes habría notado con beneplácito que, hacia el final de sus sesiones, sus propios miembros tenían la sabiduría de burlarse siempre de sí mismos y de su rigidez. En las Academias de Ociosos y en las Academias Irreverentes, mantenidas no obstante por validos tan sabios como el conde de Lemos, Cervantes habría aprendido su labor de bufón y bobo de pueblo, su vocación de santo de hartura, su carácter de crítico absoluto de la soledad de un rey feo que de pronto se pregunta, como Lear: «¿Quién puede decirme quién soy yo», a lo que el bufón, sólo el bufón, puede responder impunemente: «Eres la sombra del rey Lear».
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*FOTO: Antonio Rodríguez Luna, Don Quijote en el exilio (Detalle), óleo sobre lienzo, 1973/ Cortesía: Museo Iconográfico del Quijote.
« Shakespeare va y viene. Lo que importa es Cervantes “Cervantes fue un sabio de arrabal” »