Zapata: mito, uso y marginación de un símbolo
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“Desde su asesinato, el 10 de abril de 1919 a manos de Jesús Guajardo, los vencedores no supieron dónde colocar al derrotado Zapata”, dice el autor de este artículo, en el que hace un repaso de las obras fundamentales para entender la vida del Caudillo del sur
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POR ARIEL GONZÁLEZ
La figura de Emiliano Zapata ha cabalgado un siglo entre un paisaje mítico y legendario y el territorio propiamente histórico. En el primero se le ha brindado inmunidad a la pureza de su causa: Tierra y Libertad, fórmula que condensa como ninguna en el México de comienzos del siglo XX, legítimos reclamos sociales e impostergables aspiraciones políticas; y se ha colocado su sacrificio en Chinameca en el mismo plano de la muerte de los héroes homéricos, en el que, como escribe Carlos García Gual, “del gran guerrero muerto perdurará la memoria debida a su coraje y su hombría magnánima, y por ello será recordado y motivo de elogio épico entre la gente de después, con un aura de largo resplandor”. La muerte de los héroes, (Turner, 2016).
En el segundo, se le ha intentado analizar como un personaje de carne y hueso, poniéndolo en el complejo contexto local y nacional de un país que no terminó de ser decimonónico sino hasta bien entrado el siglo XX, cuando la vorágine revolucionaria de la que formó parte su lucha se institucionalizó y recogió (al menos en el pliego constitucional) las demandas de los derrotados y los proyectos de los vencedores.
Sin embargo, entre estos dos terrenos, queda muy claro que no hay en el panteón revolucionario un personaje con más arraigo en el México profundo, el México de esos campesinos y pueblos indios que “no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución”, siguiendo la celebérrima expresión de John Womack Jr. con que abre su ya clásico Zapata y la Revolución mexicana (Siglo XXI, 1969). Y aunque derrotado, o quizás precisamente por eso, también es el más venerado porque es quien simboliza de mejor manera el espíritu de la rebelión campesina y las aspiraciones de justicia social de los desposeídos del país.
La historia oficial y otras tradiciones
Dentro de la historia oficial, Emiliano Zapata es uno más de sus próceres: en el intento por homologar a las grandes figuras del movimiento armado para abrir paso al mito fundante de la Revolución mexicana (y con éste a la legitimación del poder partidista que conduciría al país el resto del siglo XX), el discurso de los gobiernos emergidos de la Revolución destacó el fin de la dictadura porfirista y la síntesis de todas las luchas, intereses y aspiraciones populares en la Constitución de 1917.
Contra lo que pudiera pensarse, esta corriente inspirada por y desde los gobiernos de la revolución triunfante, generó a partir de sus libros de texto una visión que sorprendentemente coincide con la que desde un principio promovieron algunos historiadores de Estados Unidos y que puso en el centro del drama revolucionario a los pobres del campo y a los pueblos indígenas que reaccionaron frente a la desconsiderada, arbitraria y no pocas veces brutal modernización porfirista.
De acuerdo con David Brading (Mito y profecía en la historia de México, Editorial Vuelta, 1988) estos historiadores norteamericanos constituyen toda una tradición: “A su cabeza se sitúa el libro de J. K. Turner México Bárbaro (1911), que condenaba enérgicamente la guerra de exterminio llevada a cabo contra los indios yaquis de Sonora y la esclavización de los mayas en las plantaciones de henequén de Yucatán. Una línea muy similar siguió John Reed, que en su México Insurgente (1914) pintaba un vivo contraste entre Pancho Villa, al que saludaba como ‘el Amigo de los pobres, el Robin Hood Mexicano’, y la camarilla corrupta de clase media que rodeaba a un Venustiano Carranza envejecido. Y era también en una vena muy parecida como Carleton Beals, en su Laberinto mexicano (1931), describía a Felipe Carrillo Puerto, gobernador de Yucatán, como ‘el Gandhi de los mayas’”.
Siguiendo a Brading, el estudioso más influyente dentro de esta “tradición populista” fue Frank Tannenbaum con obras como The Mexican Agrarian Revolution, quien tendría a su vez como principal heredero a John Womack Jr. con su fascinante obra sobre Emiliano Zapata y el universo campesino que lo rodea. Ninguno de estos autores hubiera llamado mayormente la atención de Brading de no ser porque, como escribe cargando las tintas revisionistas: “resulta un poco escandaloso enterarse de que grandes sectores de la población rural mexicana o bien se abstuvieron de participar en los levantamientos armados de los años siguientes a 1910, o bien combatieron activamente contra el gobierno que pretendía representar a la Revolución”.
Un tipo “bien planchado”
No es exagerado decir que Zapata adquiere la visibilidad historiográfica que hoy tiene, gracias a la obra de John Womack Jr., quien desarrolla y lleva a su punto más alto la tradición comentada por Brading y a la que muchos otros historiadores siguieron aportando en los años setenta y ochenta, sobre todo.
Fue hasta la publicación de Zapata y la Revolución mexicana, en 1969, que nos empezamos a acercar al personaje y su entorno histórico, político y social de manera más precisa. A pesar de lo que podría reconocerse como un acercamiento romántico al caudillo del sur, tenemos gracias al académico de Harvard un retrato ante todo riguroso.
En el plano biográfico, John Womack parte de la huella que, de acuerdo con algunas historias de los pobladores de Anenecuilco, había dejado en el niño Emiliano Zapata ver a su padre llorar de indignación por el despojo de un huerto a manos de unos hacendados. “Si la historia es apócrifa, la determinación que podía verse en ella sí se podía ver en su mirada; y a veces, aunque era duro como la piedra y nadie se atrevía a gastarse bromas con él, parecía estar a punto de derramar lágrimas. Hombre tranquilo, bebía menos que la mayoría de los demás varones del pueblo, y se agitaba también menos que ellos cuando lo hacía. No era hombre al que le gustase andar con zalamerías, pequeños enredos, dobleces ni adulonas tortuosidades (…) Aunque los días de fiesta se vistiese de punta en blanco y cabalgase por la aldea y por el pueblo cercano de Villa de Ayala en su caballo con silla plateada, la gente nunca dudó de que siguiese siendo uno de los suyos”.
Womack nos presenta con claridad al personaje “bien planchado” que era, con sus gustos personales puestos en la ropa fina, la charrería y los caballos, heredero de una tradición familiar de lucha en las mejores causas del país, lo que le dio el prestigio necesario para representar a su pueblo. La influencia de esta obra en diversos estudios posteriores es innegable, porque de algún modo puso en orden y revaloró mucha de la bibliografía existente hasta ese momento sobre el tema, si bien igualmente nutrió la imagen de un líder entre la santidad y el utopismo que rechazaba el poder y seguía el mandato de las comunidades rurales de Morelos en aras de resistir al cambio.
Así, por ejemplo, desde el ángulo de una historia (directamente) marxista de la revolución mexicana, Adolfo Gilly nos muestra en La revolución interrumpida (Ediciones El Caballito, 1980) un Emiliano Zapata que no podía ser sino la personificación de las masas campesinas. Cuando Gilly refuta que tras el Plan de Ayala esté solamente la autoría intelectual de Otilio Montaño, comenta que esa presunción “ha sido siempre un argumento de intelectuales burgueses, en el mejor de los casos, a quienes resulta imposible aceptar que un campesino haya sido el dirigente político más importante de la revolución mexicana. Sin embargo, así fue y así tenía que ser, como una síntesis simbólica de los incontables ejemplos de iniciativa creadora de las masas (…) Ellas crearon, formaron y elevaron a Zapata, con sus rasgos de dureza implacable frente a los explotadores y sus serviles y de infinito cariño y ternura frente a las masas, tal como lo han descrito quienes lo conocieron directamente, como lo reflejan sus actos y sus decisiones, y como lo muestra la expresión de determinación y de profunda inteligencia de su mirada y su rostro en sus fotografías”.
En otra perspectiva, que le asesta un duro golpe lo mismo a la historia oficial que a la “comprometida”, Alan Knight (Repensar la Revolución mexicana, El Colegio de México, 2013) retoma las agudas y polémicas apreciaciones que formulara Françoise-Xavier Guerra en su bien documentado México: del antiguo régimen a la Revolución, acerca de que la hacienda y el pueblo son un arquetipo del viejo México tradicional, no sin conflictos, obviamente, pero éstos se mantienen “dentro de los límites gracias al juicioso, cuasi habsburgo, paternalismo de Díaz, por lo menos hasta la década de 1890. A Díaz y Zapata los une un pacto mutuo de respeto y apoyo, que es emblemático de las relaciones más amplias entre el Estado y los campesinos. Díaz concilia tanto con el campesinado como con la Iglesia. En efecto, el régimen porfiriano se construyó menos sobre la opresión que sobre el consenso”.
Fuera de la 4T
Más allá de la historiografía, la querella en torno de la imagen y significado de la lucha del Caudillo del sur ha sido siempre eminentemente política. Desde su asesinato, el 10 de abril de 1919 a manos de Jesús Guajardo, los vencedores no supieron dónde colocar al derrotado. Puestos a construir ese altar que vendría a ser el Monumento a la Revolución y donde se le rendiría culto a sus próceres, no hubo espacio para Zapata. Las cuatro columnas de este recinto conservan los restos de Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Francisco Villa, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, pero no los del creador del Plan de Ayala, quien además de todo, en términos iconográficos, es el revolucionario mexicano más conocido en el orbe.
Con la llegada de Andrés Manuel López Obrador al poder, la “historia patria” se ha puesto en boga nuevamente. El logotipo de su gobierno no deja lugar a dudas al respecto y, adicionalmente, muestra claramente cuáles son sus figuras tutelares e inspiradoras: Benito Juárez portando la Bandera, al centro; a su derecha, Miguel Hidalgo y José María Morelos; a su izquierda, Francisco I. Madero y Lázaro Cárdenas. Y otra vez Zapata no tiene cabida.
Revisando las filias y fobias históricas del primer mandatario, Enrique Krauze ha detectado que en él “la historia es una promesa de redención social incumplida, desvirtuada, traicionada, que es preciso retomar en ‘una cuarta transformación’, acaudillada por él, cuyo fin será completar la obra de la Independencia, la Reforma y la Revolución” (“El presidente historiador”, en Letras Libres, enero 2019).
Ahora bien, si hay un personaje en nuestra historia que ejemplifique la “redención social incumplida, desvirtuada, traicionada”, ese es Zapata, el gran marginado. Cierto es que se reconoce 2019 como el “año del Caudillo del sur”, pero el mismo presidente López Obrador ha ido estableciendo sus preferencias y definitivamente por algo Zapata no está en el logotipo de su gobierno.
En el homenaje por el 106 aniversario luctuoso de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez (22 de febrero, 2019) el jefe del Ejecutivo –en presencia del parece ser su historiador de cabecera, Paco Taibo II– impartió una curiosa lección de historia donde comentó que siempre está el cuestionamiento de que Madero “no se entendió con Zapata, cuando sí hubo interés de los dos por llegar a un acuerdo, pero se presentaron circunstancias, como en todos los procesos políticos, que los dividieron. Así como llegó a tener muy buena amistad con Villa la tuvo con Zapata, incluso lo invitaba a que juntos platicaran en Tehuacán, porque al presidente Madero le gustaba ir ahí a descansar, a reflexionar a las aguas termales de Tehuacán, Puebla”.
De acuerdo con John Womack, Zapata sí fue invitado por Madero a Tehuacán, pero le dio largas al asunto porque temía un intento de asesinato. Por otro lado, muestra de esa “muy buena amistad” son las palabras, citadas por Adolfo Gilly, en La revolución interrumpida:
“En su informe al Congreso, el 1 de abril de 1912, Madero trató de restar importancia a la extensión que iba tomando el zapatismo: ‘Por fortuna este amorfo socialismo agrario, que para las rudas inteligencias de los campesinos de Morelos sólo puede tomar la forma de vandalismo siniestro, no ha encontrado eco en las demás regiones del país’”.
Womack también registra en su obra algunas de las atrocidades que el general Juvencio Robles, destacado en Morelos con la anuencia del “buen amigo” Madero, cometió: secuestro de la suegra de Zapata, de su hermana y dos cuñadas; ejecuciones diversas, incendio de los pueblos de Nexpa, San Rafael, Ticumán y parte de la Villa de Ayala, entre otras acciones que no fueron consideradas por Madero “vandalismo siniestro”.
Como la afición de López Obrador por la historia lo ha llevado a mezclar personajes que no guardan ninguna relación el uno con el otro, Krauze anotó en el citado ensayo que, por ejemplo, “no comprende a Flores Magón: lo incorpora a su causa”. Es decir, lo usa. De igual forma supone una “muy buen amistad” entre Madero y quien no dudaba en llamarlo “traidor” en el mismísimo Plan de Ayala y en sucesivas declaraciones, pues Madero y no otro, era quien había “tratado de ocultar con la fuerza brutal de las bayonetas y de ahogar en sangre a los pueblos que le piden, solicitan o exigen el cumplimiento se sus promesas a la revolución llamándoles bandidos y rebeldes”.
Andadura mítica
Paradójicamente, la bête noir del lopezobradorismo, Carlos Salinas de Gortari, hizo de Zapata su héroe favorito: mencionar la trayectoria del Caudillo del sur se convirtió en una cita indispensable en todos los discursos agraristas de su gobierno, “asumimos su herencia como lección, como inspiración y como convocatoria para actuar”, llegó a decir; también nombró así un avión, un helicóptero y un autobús en los que viajaba; y por si fuera poco a uno de sus hijos le llamó Emiliano.
El ex presidente, discípulo por cierto de John Womack Jr. en Harvard y su amigo hasta hoy, ordenaba también colocar un cuadro de Zapata en todos sus encuentros con líderes o representantes del sector campesino.
Quizás por esta devoción, real o fingida, el levantamiento armado del primero de enero de 1994 que se produjo en nombre del zapatismo, tuvo un mayor impacto. Reivindicar de esta forma (con las armas) el zapatismo, dio justamente en la línea de flotación de la publicidad que Salinas se hacía mostrando a Zapata como su principal ícono.
Sin embargo, la reivindicación del zapatismo por parte del EZLN aparece, por momentos, como una mala pasada compartida por dos gobiernos que aparentemente no tienen nada que ver entre sí. Por un lado, el de Salinas, que emprendió la mayor modernización “neoliberal” y es “culpable de todos los males” del país; y por otro el de López Obrador, que se reclama de “izquierda” y que impulsa la Cuarta Trasformación que traerá “un México nuevo”. Ambos fueron en su momento legitimados por la familia de Zapata (Salinas por Mateo, hijo del General; y López Obrador por Jorge, nieto del Caudillo) en estupefacientes actos oficiales, y desconocidos por quienes, ante el mundo, dicen ser los herederos del ideario zapatista.
Los personajes históricos describen trayectorias diversas. Sabemos que algunos van en picada o francamente ya no están en el cuadrante donde muestran su única vigencia posible, es decir, más allá de la “historia patria”, produciendo diversas pugnas, arduas polémicas en la Academia y, desde luego, apropiaciones y rechazos en la arena política. A Zapata, por lo pronto, le viene sucediendo, como lo constata su andadura en pleno siglo XXI, y no será raro que en el futuro sigamos teniendo su nombre y su ismo muy presentes con toda la mitología que sólo puede rodear a los héroes.
FOTO: Eko.
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