Zapata vive

Ene 25 • destacamos, principales, Reflexiones • 3889 Views • No hay comentarios en Zapata vive

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Frente a los gritos censores sobre el cuadro La revolución, de Fabián Cháirez, exhibido en el Palacio de Bellas Artes, el escritor colombiano William Ospina rescata la imagen de Emiliano Zapata como símbolo de rebeldía de nuevas y justas causas sociales

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POR WILLIAM OSPINA
Es extraño que un país tan orgulloso de sus símbolos como México haya permitido que la obra icónica que muestra a Emiliano Zapata a caballo, desnudo y con tacones de mujer, como representación del orgullo gay, ahora sólo pueda verse en un museo de Barcelona.

 

Extraño, porque esa obra, más allá de su valor artístico, está cargada de símbolos poderosos. Asume que Emiliano Zapata es una de las encarnaciones del alma mexicana. Pero también asume que es una de las encarnaciones de la rebeldía de México, de su audacia y de su originalidad.

 

Si el representado fuera Vicente Fox o Salinas de Gortari, la obra sería meramente cómica, pero hay algo en esta imagen de Zapata que alcanza la dignidad de un símbolo. Nos dice que Zapata sigue siendo capaz de encarnar rebeldías, de representar minorías excluidas, de ofender a los poderes que excluyen y discriminan.

 

Yo vi hace un año por las calles de Xalapa una multitud de rostros de bronce desfilando en la conmemoración del centenario del asesinato de Zapata: el pueblo pueblo de México repitiendo por las calles “Zapata vive, la lucha sigue”, y sentí que ese hombre había dejado una huella muy profunda en el alma de su país.

 

Pero no es la huella de un mero macho mexicano, de sombrero enorme, cananas cruzadas, pistolas y espuelas, que esos abundan en la realidad y en el cine, sino la huella de un joven rebelde apasionado por la justicia, capaz de encender una llama de dignidad e insumisión en el pecho de miles de campesinos, y de librar hasta la muerte su lucha por la tierra y la libertad.

 

Un verdadero símbolo histórico está sujeto a todas las interpretaciones. Es posible encontrar en la iconoteca universal todas las metamorfosis de Cristo a lo largo de estos dos mil años: desde un pescador galileo, un predicador griego, un monarca romano, un asceta medieval, un ícono bizantino, un mendigo italiano, hasta un Apolo del renacimiento, un cristo quiteño, un indio aimara, un niño prerrafaelita. Verlo cambiando el agua en vino en un palacio renacentista, verlo en la literatura convertido en el amante de María Magdalena, verlo en el cine transformado en una estrella de rock, verlo ahora convertido en un muchacho gay en una serie brasileña.

 

¿Pero no dijo Cristo que donde hubiera alguien sufriendo allí estaría él, que quien acogiera a un desvalido, a un perseguido, a él lo estaba acogiendo? ¿No sintió Lope de Vega que ese peregrino que llamaba a su puerta y a quien él en su dureza de corazón se negaba a abrirle, era el propio Jesús buscando en vano la amistad de un hombre de duras entrañas?

 

Los que protestan en México porque se está ofendiendo la memoria de Emiliano Zapata en esta versión rosa, deben recordar que a Zapata no se lo recuerda por ser un símbolo del machismo mexicano sino por ser un símbolo de la rebeldía, de la dignidad, de la justicia y de la libertad de los excluidos, de los maltratados y de los perseguidos; que una comunidad reconocida por la ley y cada vez más respetada en todo el mundo lo asuma también como su símbolo es una prueba de la amplitud del significado de su lucha.

 

Nadie creerá en serio que porque se lo represente con estos atributos irónicos Zapata esté perdiendo algo de su importancia, al contrario, la obra es prueba de su actualidad, de su capacidad de enfrentar esquemas y de permanecer en la historia, y esta interpretación debería verse con más buen humor, con la serenidad con que se mira una obra de arte.

 

Más raro sería que alguien piense que porque se lo represente así Zapata deje de ser lo que fue. Y el hecho apunta a uno de los temas más apasionantes de la cultura: la confusión entre la ficción y la realidad. “Ese libro está lleno de crímenes”, nos dicen, cuando en realidad sólo está lleno de palabras.

 

Todo arte es ficción, y cuando alguien pretende ofrecer como arte la cruda realidad, como el hombre que se mutila un dedo en una bienal de arte, sentimos que nos está engañando, que ese tremendismo no tiene la dignidad del arte verdadero.

 

Cuando yo veo en una representación teatral a ese general moro, Otelo, a punto de estrangular a su esposa Desdémona, sigo tranquilo en mi silla presenciando el asesinato, porque sé que es un simulacro, una obra de arte. Si yo creyera que esos hechos están ocurriendo realmente trataría de impedir ese crimen y llamaría enseguida a la policía.

 

Por eso son estúpidos los que queman los libros, aún los peores. Y son bárbaros los que persiguen el arte, los que destruyen las reliquias culturales de otros pueblos, los que creen que una caricatura puede ser una ofensa, los que no perciben la diferencia que hay entre degollar a una persona y utilizar la palabra cuchillo para cortar la palabra cuello.

 

Pero es tan poderoso el arte que casi es uno de sus triunfos el que la gente se confunda, y crea que lo que está leyendo, o mirando, o viendo está ocurriendo realmente. Que Cristo está naciendo en una ciudad flamenca, que ese irlandés en realidad está matando a Al Pacino, que el verdadero mesías es Judas Iscariote, que Marlene Dietrich es Catalina de Rusia. San Agustín lo dijo de una manera inmejorable: “Lo mejor que tiene la palabra perro es que no muerde”.

 

Cristo sobrevive a todas las versiones que han hecho de él sus partidarios y sus adversarios. Bolívar sobrevive a las hagiografías de sus adoradores y a las parcialidades de Ducoudray Holstein.

 

Emiliano Zapata no dejará de ser quien es porque le pongan riendas de arco iris. Pero su leyenda se verá fortalecida por el hecho de que su imagen pueda ser invocada para defender nuevas causas, igualmente urgentes, igualmente justas.

 

 

 

Publicado originalmente en El Espectador de Bogotá. Reproducido aquí con permiso del autor

 

FOTO: La revolución (2014). Óleo sobre tela de Fabián Cháirez. /Iván StEphens/ EL UNIVERSAL

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