En defensa del color y los colores
Frente a la reciente controversia relacionada con los rótulos de la delegación Cuauhtémoc, el historiador se pronuncia a favor de las expresiones estéticas de la ciudad
POR AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ
El mundo moderno se ha convertido en una suerte de playa de arena húmeda que, al secarse, se dispersa de manera natural y los granos de arena se desperdigan para no volver a encontrarse jamás. La vida del nuevo-viejo mundo es así. La pandemia terminó de rematar esa soledad, el archipiélago de soledades como, en otro contexto, se les decía a los contemporáneos.
La Ciudad de México es el paraíso del caos y la anarquía, eso es lo que le da identidad.
Salvo algunos espacios arquitectónicos, como la Plaza de Santo Domingo, no existe uniformidad en la arquitectura ni existe un discurso urbano que la muestre como una ciudad ordenada, uniforme, con personalidad propia y, justamente, esa imagen embrolladora es lo que la caracteriza.
Su arquitectura, sus calles, el nombre de éstas calles, la destrucción paulatina de avenidas con discurso urbano pesado y reflexionado, como Paseo de la Reforma, hoy abatido por nuestra regenta que quitó arbitrariamente el monumento a Cristóbal Colón y dejó morir a la vieja palmera que nutría una de las tantas absurdas glorietas del uruchurtazo, al lado de los rascacielos que lucen su poderío aplastando al Altar de la Patria clásico y con barreras que protegen a los amos del universo, la embajada USA, en ese remedo de paseo que tuvo un discurso histórico alguna vez.
Esta “Nuestra ciudad mía”, como la llamó Salvador Novo, tan destrozada desde siempre, tan llena de incertidumbre, de sin futuro, se fue construyendo con pequeñas imágenes caóticas, al lado de los grandes rótulos de fábricas, como aún se puede ver en la fachada de la fábrica Galas de México o en la hermosa tipografía de la Casa Góngora, en la calla de San Antonio Abad; o en almacenes que poblaban el centro histórico, como el Correo Francés, hoy convertido en una tienda de tenis y ropa deportiva.
Esta ciudad está hecha del caos, la fealdad y la hermosura pero, ¿quién determina esas categorías estéticas? Dudo mucho que nuestra clase política, cada vez más pauperizada, ignorante, prepotente y arribista, logre siquiera tener una idea de la belleza o de la fealdad (a menos que se miren en un espejo).
Todo esto viene a cuento al mirar como la alcaldesa Sandra Cuevas, ha decidido, arbitrariamente, destruir la imagen gráfica de puestos y changarros que, durante décadas, han dado esas imágenes anquilosadas, desastrosas, caóticas y horriblemente hermosas que, al final de cuentas, proporcionan identidad a este vieja ciudad, a pesar de que tampoco se pueden pensar, esos rótulos o esos dibujos kitsch, como obras de arte.
La Ciudad de México es un espacio lleno de tonalidades, donde la tipografía se lee, se disfruta y se vuelve parte del paisaje cotidiano y, como dicen, nadie sabe lo que tiene hasta que la tal señora Cuevas nos lo quita. Por ello, urge volver a pintar esas letras, esas imágenes, esas coloraciones; hay que recobrar el mural que borraron en el Mercado Juárez y vigilar que no suceda nada a los esplendidos murales, casi desconocidos, del Mercado Abelardo L. Rodríguez.
Este país necesita recobrar el paisaje multicolor que fue adquiriendo desde aquellos años del 68, cuando empezó a cambiar ese mundo monocromático, por el tornasol que nos dio la entereza de convertirnos en lo que siempre se nos había negado: la inmensidad de los colores.
Hoy desde el poder presidencial, hasta los pequeños cacicazgos como el de la señora Cuevas, quieren pintarnos de un sólo color y negar la pluralidad que existe desde siempre, aunque aplastada, y cubrir la vasta tonalidad que nos muestra la ciudad hasta en los rincones más escondidos de la urbe.
A nuestra ciudad, a nuestro país, le falta una amplia paleta de colores y le sobra pintar de un mediocre viso el pensar que quien no está conmigo, está contra mí.
FOTO: El Gráfico
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