En el exilio mexicano
POR JUAN GUSTAVO COBO BORDAEl Tiempo/GDA
Sabemos que la obra de Álvaro Mutis se precisa a partir de esos diálogos en cafés bogotanos, ya sea con León de Greiff, Jorge Zalamea o Eduardo Carranza, y de su forma de ahondar en el perdido paraíso de la infancia, cerca del río Coello, en el Tolima. Sólo que para poder expresar esos mundos, el de la historia y el de la vivencia infantil, el de la lectura y la aventura, recurrirá a una máscara: Maqroll el Gaviero.
La distinción entre poesía y prosa es del todo innecesaria, pues ambas se nutren de una misma intensidad creativa. La de un paria aventurero que recorre las comarcas colombianas de tierra caliente, ríos, cordilleras, sembrados de café, y luego se desplaza por el mundo, como una suerte de marino no demasiado ortodoxo, embarcado en empresas un tanto al margen de la ley, con sus cómplices de turno. Las combinará con su interés por figuras históricas, como el príncipe de Ligne, lecturas de volúmenes un tanto esotéricos y en ocasiones obsoletos del todo. En ese espejo distante enlaza las guerras dinásticas europeas con la crueldad violenta y en ocasiones sádica de la violencia colombiana, tenga como escenario la selva como los raudales del Orinoco.
*Fotografía: Mutis en su casa de la ciudad de México/ARCHIVO EL UNIVERSAL.
En Un bel morir (1989), enumera algunos de los dudosos oficios de Maqroll: “contrabando de armas en Chipre, de banderas navales trucadas en Marsella, de oro y alfombras en Alicante, de blancas en Panamá; en fin, no sigo porque la lista nos tomaría varias horas”.
Sus siete novelas nos proponen también un museo de temas y personajes que pueden ir “de la tibia mañana del 29 de mayo del año de Cristo de 1453, cuando los turcos toman Constantinopla y dan muerte al último y joven emperador de la dinastía de los Paleólogos” hasta, por decir algo, el 13 de abril de 1742 cuando se estrena en Dublín El Mesías, de Haendel. Es decir, Mutis se interesa en esa península de Asia llamada Europa y los hombres que la pueblan y reflexionan sobre su destino, llámense André Malraux o Drieu la Rochelle, en campos opuestos: uno miembro de la resistencia, el otro partidario de Alemania, pero capaces de reconocerse. Aun cuando Drieu se suicide y Malraux termine por ser el ministro de cultura del general De Gaulle.
A quien más ama Mutis es a la “última leyenda”: un general sarnoso que inicia la campaña de Italia con un ejército venal y poco dispuesto, y que terminará por ser el dueño de Europa y de un imperio de casi mil años, el de los Habsburgos, y su capital, Viena, detentador de la corona del Sacro Imperio. Se trata de Napoleón Bonaparte.
Pero es la historia convertida en sueño la que se cuela en las noches de sus personajes, como Ilona, que hace el amor con un coronel napoleónico, o un relator de la Secretaría Judicial del Gran Concejo de la Serenísima República de Venecia. El mundo que Fernand Braudel caracterizó en su precioso libro El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (México, Fondo de Cultura Económica, 1976, 2 vols.), que abarca Oriente y Occidente, Venecia y España, y que Mutis asumirá como propio al dedicar todo un libro de poemas a ese rey que diría: “Prefiero no reinar a reinar sobre herejes”. La fe de una cruzada que en Crónica regia y Alabanza al reino (1985) hará de Felipe II, en la lucha en los Países Bajos y el descubrimiento de América, con el oro y la plata que de allí provienen, el monarca que desde El Escorial fue el más grande. De Nápoles a Filipinas, de México al África, viendo, a la vez, cómo este imperio se quebraba y se iba poco a poco deshaciendo. Son esos personajes enfocados en sus postrimerías y en verdad difíciles de penetrar y comprender los que suscitan en Mutis, a partir de un retrato, mediante una frase, el incentivo para una psicobiografía poética, una semblanza mítica. Figuras capitales en el orbe mundial y europeo: Felipe II y Napoleón Bonaparte, cuyas suscitaciones se trasladarán hasta Colombia en su relato “El último rostro”, publicado en 1978, referido a los últimos días del Libertador Simón Bolívar visto por un coronel polaco, y donde se revive la coronación como emperador en París de Napoleón.
Porque, en verdad, desde La mansión de Araucaíma (1973) se iniciará ese ciclo donde los sueños de los personajes son el catalizador que revela su carácter y orienta sus pasos. Tres sueños, el de la Machiche, el Fraile y la Muchacha, son los que ahondan la mansión, y revelan un trasfondo de postergaciones, señales y tiempos imposibles de controlar, en la claridad alucinante, con que se viven situaciones concretas pero irreales, no por ello menos cargadas de sensualidad y deseos, como sucede con el sueño de Bolívar en el relato mencionado.
A los sueños, como enigma y clave, bien podemos añadir, en el curso de las varias novelas, ciertas oraciones de esotérica sabiduría, de tono bíblico o religioso, de himno y decálogo, como sentencias apócrifas de un código de conducta, vacío ya de toda fe. Pero quizás este es también un retorno a sus primeros textos, la “Oración de Maqroll”, y a lo que en Los trabajos perdidos consignará así: “De nada vale que el poeta lo diga… el poema está hecho desde siempre”. Este no sería más que “el comercio milenario de los prostíbulos”. O mejor aun, en el mismo texto : “La derrota se repite a través de los tiempos / ¡ay sin remedio!”. Desde 1953, cuando Mutis publicó este texto, ya todo estaba dicho. Consciente del fracaso inherente a la poesía, en su ascenso y su inevitable caída, como en el Altazor, de Vicente Huidobro, una de las lecturas de sus años juveniles.
El primer libro de poesía que Álvaro Mutis publica en México se titulará Los trabajos perdidos (1965). Allí, entre otros textos dedicados al exilio, a los republicanos españoles y a las vastas noches del Tolima, dedicará un poema a uno de sus maestros del café bogotano, a una de las múltiples personas en que este se desdobla como Mutis lo hace con Maqroll el Gaviero. Ambas personas, Matías Aldecoa, en el caso de De Greiff, y Maqroll, en el de Mutis, se unen en una misma muerte. En un similar escenario son máscaras poéticas para alcanzar su verdad más honda.
La muerte de Matías Aldecoa
Ni cuestor en Queronea,
ni lector en Bolonia,
ni coracero en Valmy,
ni infante en Ayacucho;
en el Orinoco buceador fallido,
buscador de metales en el verde Quindío,
farmaceuta ambulante en el cañón del Chicamocha,
mago de feria en Honda,
hinchado y verdinoso cadáver
en las presurosas aguas del Combeima,
girando en los espumosos remolinos,
sin ojos ya y sin labios,
exudando sus más secretas mieles,
desnudo, mutilado, golpeado sordamente
contra las piedras.
Álvaro Mutis dejará Colombia para siempre en octubre de 1956. Había publicado su primer poema en 1945, titulado “El miedo”. El texto que escribió sobre Jorge Zalamea, en 1970, en México, para presentar un disco con su voz, es, en cierto modo, un texto que también alude al propio Mutis. Cuando habla de los viajes juveniles de Zalamea a México y España, anota:
“Esto sirvió para arrancarlo, en una edad formativa y crucial, del reducido y manido ambiente bogotano. Cuánto lamentarían luego muchos de sus compañeros de generación el no haber sido capaces de romper entonces con esa rutina de café y de redacción de periódico en la que perdieron años preciosos de su vida que trataron de rescatar luego, cuando era demasiado tarde, en los ocios de las embajadas o en las interminables siestas en los salones del Congreso” (Desde el solar).
Desde los cafés bogotanos al exilio mexicano, la obra de Mutis se sostiene sobre esos dos polos y se vuelve así generosamente universal, en lectores de todo el mundo y vertida a muchas lenguas.
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