En la estación del guardagujas

Sep 15 • Conexiones, destacamos, principales • 9136 Views • No hay comentarios en En la estación del guardagujas

 

En 1993, cuando Juan José Arreola celebraba sus 75 años y seguía en plenitud de facultades, concedió a una reportera del diario El Tiempo de Colombia esta entrevista realizada en la ciudad de Guadalajara

 

POR SONIA SIERRA 

 

El donaire de Juan José Arreola no pasa inadvertido en la ciudad de Guadalajara. Los tapatíos reconocen al hombre de los cuentos fantásticos que vive en el primer piso de un edificio de color zapote, en la calle Mar Caspio, entre los mares Rojo y Amarillo. Es el centro de una colonia, cuyas calles evocan en sus nombres algunos mares, en la zona norte de la capital de Jalisco.

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A la manera de un forastero que llega sin aliento a la estación desierta, Arreola habita solo un pequeño espacio en el que, como en su cuento “El guardagujas”, ha aprendido a esperar. La serie de bibliotecas que hay en su apartamento la interrumpe un perchero donde están todos esos objetos de los que hablan los taxistas: sombreros, bufandas, pañuelos de seda, abrigos y corbatas. La capa no se ve por ninguna parte, seguramente también es ficción.

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Entre los libros se ven las primeras ediciones de los que son o fueron sus amigos (Borges y Rulfo, entre muchos otros) y además Joyce, Balzac, Ortega y Gasset, Rilke. Los libros llegan hasta su cuarto. Y en la cama destendida reposan a la espera de que el escritor interrumpa las horas de sueño y lea unas cuantas páginas que le hacen tener mejores sueños. También ahí, en la almohada, Borges sigue siendo un fantasma.

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Como fantasmas también pueden imaginarse los personajes de sus cuentos (sumas de humor y ficción) que dejó de escribir hace treinta años y que hoy, a través de los libros Confabulario y Bestiario, llegan a su vigésima octava edición.

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La literatura parece ser el único de los oficios de Arreola que dejó huellas en su apartamento. De los otros, aprendiz de encuadernador y de impresor, empleado de un molino de café, dependiente de papelería y de tienda de abarrotes, vendedor de tepache, pastor, peón de campo, cobrador y panadero, quedan sólo recuerdos y citas en la enciclopedia de la literatura mexicana.

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Hoy, a los 75 años, Arreola poco habla de esos tiempos, tampoco de sus días de periodista, actor de teatro, editor, corrector del Fondo de Cultura Económica, realizador de televisión y traductor. Es este último oficio el que ocupa su espera de estos días, al lado del poeta, hispanista y traductor Claude Couffon, que lleva al francés la segunda parte de su Confabulario. Arreola intercala las palabras con un sorbo de vino o uno de sus confites de frutas que guarda en cualquier rincón.

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El primer volumen de Confabulario, en francés, ya salió en Suiza. Aparte de la castellana, mi lengua materna —cuenta Arreola—, he tenido otra, lateral, pero tan importante como la castellana: es la francesa. Desde chico empecé a cultivarme, al lado de mi hermana mayor, en la literatura francesa; juntos, sin ningún maestro. Yo pude acceder al mundo de la literatura francesa con una vocación natural, con un empeño y siempre a través de la literatura. La traducción me encanta como quehacer y me gusta ver cómo puede hacerse algo imposible que es trasladar un texto poético de una lengua a otra. Con las novelas y autores de ahora ese problema no existe porque no hay, de hecho, problema ninguno de traducción. Se trata de relatos, género que es muy sencillo trasladar de un idioma a otro. Como todas las noticias del periódico.

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¿En qué falla la literatura actual?

La falla capital es que la literatura contemporánea es una mercancía sobre pedido. La literatura nunca se convertirá en una industria si es auténtica, pero lo que ahora se llama literatura es simplemente una mercadería, y se encargan novelas y piezas de teatro y argumentos de película y cuentos como se encarga por teléfono un pedido de alimentos para la casa. En vez de pedir medio kilo de carne de lomo o de costilla, se encarga un cuarto de kilo de novela o cien gramos de poesía… La literatura antes era una actividad personal que tenía en sí misma su satisfacción. Uno escribía porque le gustaba escribir, necesitaba escribir, no podía vivir sin ello. Pero hubo una transformación y muchas personas con cierta capacidad para escribir se dieron cuenta de que aquello podía ser un negocio espléndido. Hay quienes han hecho una fortuna con la literatura. Me gustaría que se dieran cuenta de lo que ganó James Joyce. Y, por el contrario, de lo que perdió Franz Kafka al publicar sus libros.

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¿Cuál es la falla entonces?

No puedo hablar de falla sino de transformación. Yo quisiera que los jóvenes me dijeran qué es lo que realmente vale la pena en el comercio de libros de nuestros días. Qué es lo que puede agregar conocimiento y no sólo capacidad de divertir y escandalizar. Después de la segunda mitad de siglo, ¿qué obra o qué autor merece ubicarse en la tradición de la gran literatura? Es muy fácil para mí contestar. La vida de Borges fue larga y por eso desde los años cincuenta hasta su muerte, Borges contuvo una bandera impecable. Sus libros comenzaron a venderse como él nunca lo pudo imaginar. Se me ha censurado que diga que no creo en la literatura de Borges para acá. No porque yo crea que él es el más grande de todos; pero me doy cuenta de que desde entonces han cambiado las cosas. Hay que ver la ironía: hay menos lectores y más libros que nunca; hay más personas que nunca han leído y más personas que compran libros, pero no para leerlos: los compran para cumplir una especie de rito.

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¿Cómo ve usted a los jóvenes lectores de ahora en comparación con aquellos que usted instruyó en los talleres?

Es fácil compararlos. Hace cuarenta años conocí a Carlos Fuentes y a Elena Poniatowska, y con los dos trabajé en sus primeros textos y, además de que trabajé, se los publiqué. En los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial, el mundo había seguido una línea de desarrollo, digamos dinámica, normal, como la cumbre de una parábola que sigue de un proyectil. Cuando viene la guerra se interrumpe el curso normal de la tradición cultural y del desarrollo de las artes y de las letras. Se creó un vacío del cual nacieron generaciones de jóvenes que perdieron la fe en la cultura occidental. Principalmente, la religión es la que manifiesta la peor de las crisis y yo estoy de acuerdo con que un hombre pierda la fe, pero a cambio de otra fe o de una creencia siquiera en la vida.

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¿Podría la literatura recuperar el rumbo?

Claro. Sería la más hermosa de las obligaciones: tratar de suplir esa carencia de ideales de valores éticos… sin ética no se puede vivir. Hoy, mi única labor es la de mostrarles a los jóvenes que no deben proceder de esa manera porque se acaba muy pronto la juventud, y la juventud dura mucho si uno la administra. No hay cosa más horrible en el mundo que el hastío; lo dijo Baudelaire. Yo veo personas de ventitantos años hastiándose de la vida… Ahora: que no me digan que tengo nostalgia de la juventud. No tengo ningún malestar de ser viejo…

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¿Por qué no volvió a escribir?

Porque no vale la pena agregar páginas a las páginas ya escritas, si esas nuevas no son mejores o entran en otro ámbito. Yo acepto haberme quedado hace treinta años sin evolucionar, pero me nutro en la relectura. Repaso aquello que ha sido importante para mí y que me ha dado en realidad lo que soy. Nada es mío. No soy más que un hombre que ha recibido, para decirlo con palabras de un poeta ruso, un deslumbrante repertorio de dones.

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¿A quiénes sigue leyendo?

A varios autores. Rainer Maria Rilke es una persona constante en mi vida. Kafka lo mismo, aunque de él puedo decir que ya, en cierto modo, lo recibí todo, que fue muchísimo. En cambio, la de Rilke es una lectura que me proporciona, aparte del goce intelectual, el sensual.

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¿Y Borges vuelve con frecuencia?

Ahorita me he puesto a releer los últimos textos de Borges. Y me doy cuenta de que le tengo una gran envidia. Porque a los ochenta años pudo escribir verdaderas obras de lección poética, filosófica, teológica y sentimental. Borges tardó muchos años en llegar a la perfección, como también tardó en llegar al amor.

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¿Qué otros poetas relee?

Juan Ramón Jiménez y luego un hombre opuesto casi radicalmente, Pablo Neruda, y un mexicano que tanto quiso a Colombia, Carlos Pellicer. La presencia más importante de Colombia que siento en mí es, naturalmente, la del tremendo, triple nombre de Miguel Ángel Osorio, Ricardo Arenales y Porfirio Barba Jacob. A él (Barba Jacob) sólo lo vi una vez y me acuerdo de la silueta como siempre acaballada, carilargo. Su poema (Arreola recita los dos primeros versos de “La reina”): “En nada creo, en nada… Como noche iracunda/ llena del huracán, así es mi ‘Nada’”… Para mí ha sido tremebundo porque siendo un optimista cotidiano, en el fondo soy un gran pesimista.

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Hoy se hace poca literatura fantástica, ¿hay demasiado realismo?

Realmente se ha acabado la literatura fantástica porque todo lo que se escribe es pedido. Ese realismo, que a mí me parece deplorable, está basado en el descubrimiento absurdo que han hecho de la vida sexual. Hubo un gran realismo, pero fue el de Zolá y el de Balzac, que se refería a la vida real y a la vida completa, a la vida enraizada en el ser profundo del hombre.

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Usted habló de la vejez, de no tenerle miedo…

Me da mucho gusto cuando me acuerdo de algo: la vejez es una diversión continua, porque es un desaprender y ya no se pueden dar los pasos de antes.

 

FOTO: El escritor Juan José Arreola, en una foto de los años ochenta / ESPECIAL

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