“Enciclopedia de las artes cotidianas”: dos ensayos de Laura Sofía Rivero

Abr 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 2108 Views • No hay comentarios en “Enciclopedia de las artes cotidianas”: dos ensayos de Laura Sofía Rivero

 

Estos ensayos son un adelanto del libro Enciclopedia de las artes cotidianas, de Laura Sofía Rivero, publicado por Ediciones Moledro. En ellos, Rivero escribe sobre las pequeñas tragedias que acaecen en la vida diaria, como el sinsentido al cual puede llevar una clase de idioma o la odisea de encontrar al roomie perfecto

 

POR LAURA SOFÍA RIVERO

 

Chapter four: vestir el traje de otra lengua

Para Cinthya

 

En el último mes he pedido cuatro tickets en el aeropuerto de Orlando, convencí a una multimillonaria para que donara su dinero a un orfanato, trabajé en una farmacia del centro de Londres, di una conferencia sobre los peligros que asechan en la selva de Australia, y fui, también, un hombre mayor bastante calvo que sintió el viento frío en su nuca frente al Gran Cañón.

 

Yo no elegí este multifacético estilo de vida. De hecho, al empezar cada sesión, suelo preguntarme si estoy a punto de ingresar a una clase de inglés o de interpretación escénica. Tomo lecciones porque mi idioma es insuficiente para abarcar el globo terráqueo, un mundo que está mayoritariamente escrito en otra lengua. Los currículums exigen dominarla. También los mejores salarios. Y mi curiosidad tiene sed de leer con fluidez, quiere deslizarse por los textos como si estos fueran mantequilla, no duras vallas en una carrera de obstáculos.

 

Sin embargo, mis verdaderas motivaciones de bolsillo roto y mente intranquila pronto se desvanecen. Mi ánimo comienza a disiparse y la culpa no la tienen los phrasal verbs, ni el second conditional, sino esas actividades bufas en colectivo que se empecinan por familiarizarme con el inglés. ¡Disfrútalo! Úsalo como en la vida diaria, dicen mientras me obligan a sostener conversaciones que jamás tendría en español. El idioma, las relaciones humanas, incluso las necesidades básicas rápidamente se convierten en un artificio forzado.

 

Primer acto: es mediodía, un supermercado con poca gente, hoy me toca ser la cajera. ¿Qué va a querer?, pienso con palabras prohibidas. Y aquí estamos mi compañero y yo: imbuidos en este teatro del absurdo, rodeados de estantes imaginarios llenos de latas que guardan conservas inexistentes, hablando un idioma falso fabricado por nuestras mentes, un espanglish lleno de cochambre, titubeos, palabras inventadas, gestos inciertos y frustración traducida a manotazos. Teacher, how do you say “papel de estraza” ?, pregunta alguien en el fondo del salón. Guardan silencio los escenarios que se replican banca tras banca. La ficción está en pausa. Tortilla’s paper, responde mi chispeante interlocutor. Y todos reiniciamos ese oficio del sinsentido que es el tratar de darnos a entender.

 

Para quienes las disfrutan, las clases de idiomas son la recuperación de su niño interior. El mundo vuelve a ser una serie de objetos sin nombre, tan sólo masa, tan sólo un deseo. Todo se aprende desde el principio: los colores, los números, los nombres de los animales. En el cerebro dialogan la experiencia del adulto y la ingenuidad del infante; vuelve a desplegarse el territorio de los errores, las preguntas primarias, la necesidad de hablar.

 

Ojalá mi ánimo fuera lo suficientemente dúctil para ver un juego en lo que más bien se me presenta como una máscara. Desearía sentirme cómoda inventando, usando las palabras que me quedan más cerca y no aquellas que busco en la oscuridad con inquietud, ser una mejor alumna y confiar en la sentencia de un buen amigo: “en las clases de idiomas importa hablar, no lo que dices; la verdad queda de lado”. Pero no dejo de sentir que mi mayor lección hasta el momento ha sido saber que en inglés yo no soy yo, sino apenas un remedo de mí misma. Tantos rostros se han impuesto sobre el mío que ya sólo me concibo como extranjera de mis propias palabras. Me he robado un vocabulario, nada de lo que digo me pertenece.

 

Segundo acto: Comienzo a sospechar que mi maestro, más que enseñarme un idioma, me está confeccionando una vida y una personalidad. ¿Cómo decirle que este enfoque turístico de comprar boletos de tren y pedir indicaciones en la calle poco le sirve a alguien que nunca ha salido del país? ¿Remotamente imaginará que mis opiniones en clase distan por completo de lo que pienso? Un antifaz para sobrevivir: eso es mostrarme interesada en lo que no me importa en absoluto. A voluntary burden is no burden o, mejor dicho, sarna con gusto no pica.

 

¿Qué es lo que saben de mí estas personas que sólo me conocen por lo que puedo decir, no por lo que deseo comunicarles? Mis actividades favoritas: conversar, hacer bromas, dar clases, no las puedo poner en práctica a plenitud. ¿Qué de mí no está hecho de lenguaje? Soliloquio frente a la ventana. Cae el telón. Y con esta pregunta termina el tercer acto.

 

Siete roomies en un año

 

Salí del cuarto para pedirle a mi roomie, por tercera vez, que callara la música del pasillo. La encontré hincada en su cama junto a una chica y un chico, los tres desnudos y con tapones de papel higiénico en la nariz. Cuando me vieron aparecer —envuelta en una pijama polar de renos, los ojos cansados y con mi antifaz para dormir en la frente— supe que se arrepintieron de dejar la puerta abierta. Güey, bájale por favor a tu bocina, son las cuatro de la mañana, le dije y regresé a encamarme, no sin antes poner el seguro y ver con tristeza y profunda frustración mi reloj digital: tenía dos horas para descansar antes de que la alarma sonara. ¿Fue efectivo mi regaño? La música enmudeció, pero las risitas siguieron acompasando mi desvelo.

 

En el último año he tenido siete compañeros de departamento. Siete. En este punto, estoy tan cansada de explicar cómo funciona el boiler y la lavadora que me pregunto si acaso no debería ya renunciar a esto. Pero qué voy a hacer: ¿vivir sola con un salario que apenas y me alcanza para compartir una renta? ¿Mudarme a las afueras de la ciudad, esa periferia de la que vengo huyendo desde hace cinco años? ¿Esclavizarme a un trabajo que me dará días infelices, pero noches cómodas en un departamento del doble de superficie? Me respondo que no, mientras recojo la maraña de cabellos que ha tapado una vez más la regadera.

 

A veces creo que el problema está en mí y no en ellos. Es cierto que he pecado de cuatro cosas: confiar en el sentido común, aceptar a quienes vivirán por primera vez fuera de la casa de sus padres, sobrestimar la juventud, negarme a creer en el egoísmo. Un amigo, que siempre habla en adagios, me aconsejó alguna vez: lo ideal es no vivir con gente totalmente desconocida (las sorpresas podrían ser atroces) ni tampoco con los mejores amigos (pues se puede acabar de pleito). Conocidos de segundo grado, medianamente amigos; buscar un intermedio, aristotélica virtud, aurea mediocritas de la vida comunitaria.

 

Aunque he tenido buenas experiencias, son las de menos. Para sobrevivir a la ciudad, a los trabajos malpagados y a un futuro difuso, no queda más que tolerar los ruidos ajenos, los pelitos en el jabón, las otras costumbres. La intimidad: no un derecho, sino una penitencia hecha cifra que tiene predial o fiador. Al hablar con mis amigos, me pongo a repasar algunas historias de terror: la leyenda del roomie que llegó (a un quinto piso) con un carrito de supermercado robado, la fábula de la compañera que le dio copia de la llave a todos sus amigos, la parábola del que prometió sacar la basura y guardó la de todo un mes en su cuarto porque le dio flojera, el cuento de la chica que defecaba en la regadera porque decía ser alérgica al papel, el relato del roomie que salió a comprar fruta y no regresó jamás, dejando tras de sí todos sus muebles, su ropa y tres meses de adeudo.

 

Cuando me siento más triste tengo la poco higiénica manía de buscar departamentos en venta por internet. Una habitación, pocos metros, la ubicación terrible y ni así podría solventarlo. Varias veces he pensado en dejar de aferrarme a la ciudad de los derrumbes e irme a otra parte. Pero mi casa, intangible y sin paredes, con ladrillos que son más bien rostros, con cimientos que apenas brotan de mis razones por habitar un lugar, sólo está aquí.

 

Por ahora, más que residente de un condominio, me siento administradora de un hostal: limpio algunas áreas comunes, veo a los desconocidos usar mis muebles, mis trastes, tomar mis especias, dejar abierto mi shampoo; los veo llegar, mudarse, irse de nuevo. Me he dado cuenta de que mis fantasías actuales no incluyen el encontrar al hombre idóneo, caballero andante que llegue a rescatarme de la torre encantada, sino al rommie perfecto, ese que me librará de sentirme prisionera en mi propia casa, ése que vivirá en paz, el que podrá tomar mi vajilla porque la cuidará y la lavará y la sentirá suya. Ese que no me convertirá ni en su hija a base de regaños ni en su madre decepcionada y harta, sino sólo en una acompañante de este intento en común por encontrar una vida propia sin necesidad de una pareja.

 

Sobre el refrigerador hay una caja de cereal que ya no le pertenece a nadie. Siete posibles opciones me pasan por la cabeza en el intento de recordar quién era el dueño. Siento una especie de rencor hacia esos Cheerios de chocolate, ya rancios, acartonados y huérfanos. Convierto mi hastío en una carta mental de disculpas, por haber sido alguna vez la mala roomie, descuidada y triste en otros tiempos y en otros departamentos: a V. por la comida que abandoné hasta la putrefacción, a A. la luz que se colaba de madrugada bajo el quicio de la puerta, a D. los ruidos nocturnos, a B. por obligarla a ser cómplice de mi carga más dolorosa y verla limpiar la melancolía de cuatro años que yo no pude enfrentar.

 

Mi hostal no tiene nombre, tampoco regala jabones pequeños. Alberga muchas toallas que los huéspedes han dejado, todas están limpias. A veces es de tres estrellas, a veces de cinco, a veces de una. Se localiza en una buena ubicación, un puesto de verduras enfrente, un Oxxo en la esquina, un buen surtido de garnacha. No acepta la congregación de tríos amorosos en el pasillo. No tiene libro de visitas. Le suplico, querido huésped, que apague el boiler antes de meter su ropa a lavar. De lo demás, desgraciadamente, habremos de encargarnos.

 

FOTO: Especial

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