Encuentro con Serguei Eisenstein en las puertas del infierno

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“Aún muerto, sigo afectivamente ligado a México, donde fui muy feliz y muy infeliz”, dice el director de cine soviético Serguei Eisenstein en esta entrevista ficticia del escritor Alberto Ruy Sánchez. A lo largo de la conversación, por momentos confesión de parte y perfil en voz propia, el artista desglosa la personalidad tiránica de Stalin, su teoría del montaje y la naturaleza circular del infierno, que le permite mantener un fecundo diálogo con otros personajes condenados a vivir en ese “hogar del fuego eterno”

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POR ALBERTO RUY SÁNCHEZ

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Tuvieron que pasar todos estos años y algo más, el desarreglo del tiempo que vino con mi muerte, para poder encontrarme aquí, a las puertas de bronce del infierno con este hombre que tantas veces anhelé haber conocido. Viví años enteros con la cabeza llena de inquietudes sobre su obra y su vida. Este encuentro me toma por sorpresa y me alegra tanto que me paraliza. Desde que comencé a leerlo y a ver sus películas tenía mil preguntas que hacerle. Preguntas de aprendiz. Todo lo que hacía y escribía era raro y apasionante, era inteligente y tenía algo de ilustrativo, es decir, de ejemplo a seguir para cualquier joven ignorante como yo entonces que tuviese una pequeña inquietud de crear algo en el cine, en el dibujo humorístico, en la literatura o hasta en la música.

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Lo admiré tanto mientras estuve vivo que nunca pensé encontrármelo aquí, en “el hogar del fuego eterno”, como dicen los cursis. Pero ni tan eterno porque parecía que iba de salida mientras yo entraba. ¿Se puede salir del infierno? ¿Se va para siempre o sólo de paseo? ¿O estaba de visita? ¿Hay condenas temporales? Se estaba yendo cuando lo detuve como un fan entusiasta y avorazado. Estuve a punto de pedirle un autógrafo. Y si mi teléfono hubiera sido condenado conmigo le hubiera pedido que nos tomáramos una foto. Lo primero que se me ocurrió, por desviación profesional, fue pedirle esta entrevista.

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Serguei Eisentein había muerto unos cuantos años antes de que yo naciera, justo en la mitad del siglo veinte. Había sido un artista revolucionario soviético, fue protagonista de las vanguardias creativas que trataron de acompañar a los bolcheviques cambiando al mundo en todas sus dimensiones. Fue considerado un joven prodigio desde poco antes de que muriera Lenin. Pero su vida creativa en el cine fue posterior, prácticamente toda vivida bajo Stalin, quien lo admiró sin duda, lo consintió dándole proyectos mayores, lo premió y lo castigo siguiendo su voluntad de control y su capricho.

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Fue alumno del gran dramaturgo Vsevold Meyerhold, veinte años mayor que él. El más experimental y a la vez más influyente hombre de teatro bolchevique. Formó parte de su disciplinado y perturbador grupo de teatro establecido para cambiarlo todo. En el cine, en el teatro, la música, en todas las artes, grandes creadores sumaban la experimentación, la agitación creativa, a la propaganda movilizadora.

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Su primer texto teórico, publicado en la revista de vanguardia LEF, fue un parteaguas en Rusia y luego en el mundo sobre la manera de pensar el lenguaje de un espectáculo incluyendo cosas aparentemente dispersas, todas encaminadas después hacia un sólo fin. El circo y la pantomima, el cabaret, la comedia del arte, escenografías geométricas, música audaz, cine dentro del teatro y literatura, todo ensamblado en una lógica precisa contando una sola historia y atando con un hilo de emociones diversas al público. Un “montaje de atracciones”. Luego sería aplicado a la gramática del cine. Eisenstein, el alumno, rápidamente se convirtió en líder de algunos de sus compañeros y se lanzó en su propia aventura. Ahí quería arrancar nuestra conversación.

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Alberto Ruy Sánchez (ARS): Señor Eisenstein, usted se alejó muy pronto de Meyerhod. ¿Ése fue su primer enfrentamiento con una autoridad apabullante, casi paterna?

Serguei Eisenstein (SE): Sin el casi, era una autoridad muy fuerte. Yo había salido de la esfera de influencia de mi padre, un ingeniero militar, y de mi madre, no menos autoritaria. Había abandonado, ante su escándalo, el colegio de ingenieros civiles. Y, en el gran Meyerhold, en su método de biomecánica, que era un alfabeto de lo que era posible para el cuerpo humano en escena, en su poética extrema, encontré una manera de sumarme totalmente a la Revolución sin dejar de ser creativo y ser yo mismo. Pero, justamente, como buen director, era controlador extremo. Y yo ya comenzaba a desarrollar mis propias ideas e iniciativas, muchas veces a partir de las suyas pero no exclusivamente. Eso nunca acababa de gustarle. Y me dejó volar, por no decir, me mandó a volar. A todos nos conmovían las enseñanzas de otro profesor del cine, Kuleshov, que ponía la cara inexpresiva de un actor, primero antes de una persona muerta, y la gente deducía que el actor estaba triste. Luego ponía la misma cara neutra pegada a una mujer casi desnuda, la gente pensaba que expresaba deseo. Yo utilicé eso que llamábamos “el efecto Kuleshov”, le añadí ritmo y, como buen ingeniero, hice una lista de los diferentes tipos de efecto Kuleshov que podíamos producir. Una gramática del cine, como Meyerhold lo había hecho con los movimientos de los actores. Y mis ideas se volvieron teoría del montaje y a la vez un manifiesto revolucionario. Y, al mismo tiempo me liberaba de nuevo de una autoridad paterna que me nutría pero me ahogaba.

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Hice una película, La huelga, que todavía era demasiado teatral. No explotaba al extremo las posibilidades del medio que mi teoría del montaje proponía. Y visto con distancia, el paralelo entre el matadero de reses y la represión de los huelguistas (sucedida en 1903) era muy conmovedora pero muy obvia. Con mi película siguiente tuve una nueva oportunidad de reinventarlo todo.

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ARS: Con su Acorazado Potemkin, de 1925, a los veinte años de la rebelión de 1905, demostró que podía hacer una película de encargo y a la vez ser muy creativo. Incluso desbordante de invenciones. Una de sus especialidades fue conmover a su público con efectos de montaje de tipos muy diversos que antes de usted no habían sido pensados. Se convirtió en el amo de los afectos de las masas que veían sus películas. Y al mismo tiempo el gran narrador de los movimientos de las masas revolucionarias que salían como protagonistas de sus películas. Fue una de las razones por las que el mismo Stalin (hablando de figuras autoritarias en su vida), quiso que filmara la película oficial sobre la Revolución Bolchevique de 1917. Hizo de usted el gran narrador épico de la Revolución de Octubre en el cine.

SE: Para Stalin, una película como la mía era mucho mejor que un libro de historia oficial. Había encargado ya que se reescribiera todo poniéndolo a él como protagonista. La primera fortuna de un subordinado en su tierra, Georgia, Lavrenti Beria, fue reescribirlo todo como Stalin quiso. Un amigo suyo se había negado a modificar la verdad de su participación y sería asesinado. Beria, en cambio, sería su cómplice mayor en las siguientes décadas.

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En la película yo no lo tenía a él como protagonista sino a las masas. En ese momento eso le funcionaba. Acababa de morir Lenin y Stalin se iba metiendo en su cuerpo fantasma. Claro que surgió un problema: todos sabíamos que Lenin y los bolcheviques dieron un golpe de estado, con unas cuantas personas, a los revolucionarios Mencheviques, que eran tibios y antirrepresivos. Y yo tenía que contar que eran cientos de miles los movilizados esa noche para tomar el Palacio de Invierno. Sí, mentí, pero todo era por la Revolución. La cantidad visible de gente no importaba. Era una mentira, digamos piadosa, lo que la gente necesitaba creer. Una mentira útil. La mentira fundadora, decían. Todo lo justificábamos entonces. Éramos, para los políticos, para nuestros líderes admirados, tan sólo propagandistas. Pero nosotros sabíamos que estábamos reinventándolo todo.

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ARS: Usted había desarrollado una teoría del montaje que sigue siendo válida porque señalaba las posibilidades del cine más allá de lo que se ha vuelto una narración normal en él pero también en la literatura. Aunque desde el teatro lo llamó “montaje de atracciones”, su reflexión sobre el lenguaje del cine sigue siendo válida y sugerente y se aplica al lenguaje de cualquier creación. Sobre todo, me parecía desde el principio, a la creación literaria, que es lo que me hacía sentirla doblemente valiosa. De hecho, en sus numerosos ensayos, muchas de sus lecciones sobre lo que se debe hacer en el cine vienen de la literatura. Un cineasta debe, sobre todo, ser un buen lector, nos dice una y otra vez.

SE: Todo está en la literatura, siempre lo he creído, incluso la música. Pero hay que aprender a leer escuchando. Yo aprendía a leer viendo. Los grandes autores de mi infancia me hacían tener visiones. Por eso también desde niño me volví dibujante y sobre todo caricaturista. Yo sabía cómo era la cara de los personajes, cómo se movían y en que momento hasta los más heroicos podrían ser ridículos.

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ARS: Usted hizo en México una gran cantidad de dibujos. Además de que instauró una estética que fue muy influyente en fotógrafos sobre todo, cuando se conocieron las versiones de su película, aún sabiendo que eran distorsionadas, que usted nunca pudo terminarla, su fuerza estética nos conmovió cuadro por cuadro, toma por toma.

SE: Estuve en México tratando de realizar un proyecto que nunca pude terminar, como muchos otros que se quedaron en calidad de proyectos, incluyendo la tercera parte de mi Iván el Terrible, cuyos avances fueron destruidos porque la segunda parte, donde Iván mostraba dudas y tormentos, no le gustó a Stalin y pasó muchos años censurada. En México, fue Upton Sinclair, intelectual de izquierda cercano al gobierno de Stalin y el dueño de los medios de producción, dueño de la película, quien terminó arrebatándomela. Pero si él no hubiera tenido información desde Moscú de que yo estaba comenzando a ser sospechoso de deserción, de que Stalin ya no estaba tan contento conmigo, él no me hubiera quitado la película. Actuó obedeciendo a Moscú. En ese momento, el director del cine en Moscú era mi enemigo y lanzó una campaña para condenarme. Mucho logró. Pero como tantos otros delatores sumisos, crueles jueces de la vida de los otros para complacer a su jefe, él terminaría a su vez ejecutado. Tres veces estuvo a punto de lograr que a mí me sucediera lo que a él finalmente lo aniquiló: caer en la lista de los eliminables de Stalin. Una lista amplísima.

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Tal vez por vanidad post mortem, o por la simple ociosidad de los muertos, he aceptado responder a sus preguntas. También un poco porque, aún muerto, sigo afectivamente ligado a México, donde fui muy feliz y muy infeliz. Pero sobre todo lo primero. Mucho se ha escrito y elucubrado sobre mi paso por México. Ahí conocí la libertad y ahí comenzó mi descenso. Incluso físico.

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ARS: ¿Por qué regresó?

SE: Si yo me hubiera quedado, un día, en México, hubiera amanecido muerto. La amenaza me llegó por miembros del Partido Comunista Mexicano. Yo era un propagandista muy útil para Stalin como para soportar que me convirtiera en “un disonante”, como se decía entonces. Decidí regresar porque además todos mis intentos por hacer algo importante fuera de Rusia fracasaron. No tenía un porvenir. Podía esperar lo peor. Al regresar nada fue fácil. Todo lo que hacía era condenado aunque yo tratara de complacer totalmente a los líderes. Me encargaron una película que era un elogio de la delación de un campesino por su hijo. El niño, cumpliendo con su deber soviético, acusa a su padre de ser antirrevolucionario y el gobierno lo mata. Debería ser una historia edificante, y yo traté de darle una dimensión de tragedia bíblica que rápidamente fue mal vista. Querían que hiciera ese elogio de la delación por un hijo de manera llana, directa, realista. No había manera de darle densidad a ningún relato.

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Los hijos deberían condenar a muerte a sus padres, los alumnos a los maestros que criticaran a Stalin o al régimen soviéticos, y a mí deberían condenarme todos. Stalin decidió perdonarme la vida y confinarme a la enseñanza. Hasta que, al inicio de la guerra se le ocurrió que haciendo la biografía de un héroe histórico ruso, Alexander Nevski, quien derrotó a los poderosos teutones, a los alemanes de muchos siglos antes, se hiciera en realidad su elogio. Todo era sobre Stalin a final de cuentas.

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En varias de sus películas, Serguei Eisenstein expuso su teoría del montaje, un método narrativo utilizado también por el escritor norteamericano William Faulkner en su novela Las palmeras salvajes. En la imagen, un retrato del director ruso con una dedicatoria a EL UNIVERSAL.

Mientras Eisenstein me decía esto, apesadumbrado, lleno de sombras, su cuerpo se veía maltrecho, aunque sólo tenía cincuenta años cuando murió de un ataque cardiaco. El segundo que tuvo. Era más bien bajito, con un estómago muy desproporcionado que le daba una figura de rombo, y una cabeza enorme, también fuera de escala. Había perdido todo el pelo en la mitad delantera de la cabeza y en la segunda lo llevaba desbordado y haciendo oleajes.

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El joven de cuerpo atlético que se inició en el teatro pegando maromas y otras suertes de saltimbanqui, casi treinta años después seguía dentro de él dando a sus movimientos de hombre enfermo algo saltarín, inquieto, sorpresivo. Desde niño, su sonrisa era más grande que su cara y parecía pintada desproporcionadamente. Eso le daba al rostro un aire de circo. Ya con la papada y las mejillas crecidas y temblorosas, la sonrisa se volvía un espectáculo de varias pistas. Pero en una de ellas la sonrisa se desvanecía y hacía su aparición el cascarrabias que atemorizaba con sus gritos a sus equipos de filmación, quienes le habían dado el apodo de Zeus, dios de dioses, dios del trueno.

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Me extrañó que la puerta del infierno fuera exactamente como la que fundiera en bronce Auguste Rodin. Le mencioné que me parecía algo muy interesante ver que en el infierno copiaran a un gran artista o por lo menos adquirieran una copia de la obra de Rodin. En ese momento tuvo su primer ataque de risa que comenzó como una enorme carcajada y rompió el hielo entre nosotros. Me dijo:

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SE: ¡Cómo se nota que eres nuevo aquí! Rodin vino al infierno a copiar la puerta. No al revés. Lo mismo hizo Dante, que aparece allá arriba de la puerta, en el centro, como el pensador o poeta. Yo los vi. También a Baudelaire, a Rilke y a Ovidio, cuyas descripciones, imágenes y pasiones están en la puerta muy presentes. Aquí estuvieron contándole a Rodin, al oído porque nunca dejaba de trabajar haciendo ruido, eso que ellos vieron y plasmaron en palabras tremendas.

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Sí, no te confundas más. Acéptalo. Aquí en el infierno el tiempo es circular. También es inconstante, tiene algo de misterioso y repetitivo. Para muchos eso es parte del castigo. Pero eso permite que tú y yo podamos hablar ahora. Y si te fijas bien, allá, en esa esquina de la hoja izquierda de la puerta te vas a encontrar una cita del Acorazado Potemkin. En la película una aristócrata le saca un ojo a un revolucionario con la punta de su paraguas. Rodin quitó el paraguas pero todo lo demás ahí está. Tengo que confesar que yo mismo me robé la escena antes del Museo de Cera, de París, al que mi padre me llevó de muy niño. Y en la sección dedicada a la Comuna de París vi ese horror de la mujer cruel sacando un ojo al obrero, que me produjo pesadillas muchos años hasta que finalmente pude deshacerme de él poniéndolo en la película. Las pesadillas pasaron a los otros y se reproducen en miles de obras de arte por todas partes.

Imagen de ¡Qué viva México! La producción de esta cinta se detuvo debido a que el escritor estadounidense Upton Sinclair dejó de patrocinarla. / Especial

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ARS: Ahora entiendo una mención que siempre me pareció muy extraña de William Faulkner en Las palmeras salvajes donde, sin venir a cuento, su personaje Harry Wilbourne es testigo de una escena que Faulkner describe “como salida de Eisenstein y Dante al mismo tiempo”.

SE: En efecto, William Faulkner también estuvo aquí y en sus libros utiliza mi idea del montaje de atracciones, mi teoría de la yuxtaposición de escenas aparentemente inconexas creando una nueva gramática. Me cita para justificar su narración experimental, que se multiplica y se abre telescópicamente y en varias líneas paralelas, como “las hojas de una palmera”, dice él. También en El sonido y la furia, deliberadamente usó mi montaje de atracciones en el capítulo dedicado a Benjy, un narrador que por sus capacidades limitadas habla en imágenes. Y necesita la gramática del montaje para hacerlo. Su tiempo mental, el ritmo y la colisión de imágenes que forman nuevos significados son ahí fundamentales.

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Me alegró conocerlo aquí porque allá, en la vida lineal, casi nos cruzamos en Hollywood. Los dos llevábamos proyectos similares que resultaron frustrados. Incluso trabajamos versiones de un mismo guión, El oro de Sutter. Yo en 1930 y él un poco después. Ninguno de los dos logró que nuestras versiones fueran aceptadas por los productores hollywoodenses, naturalmente menos osados que nosotros. Pero más importante, los dos fuimos lectores apasionados del Ulises de James Joyce. Los dos fuimos marcados por ese libro en el que está todo. Y ambos concebimos la narración como una creación que tiene más posibilidades que las usadas mayoritariamente por productores de cine llanamente realistas y editores de libros con narraciones también realistas. Así lo vieron muchos cineastas, Godard que adaptó a Faulkner cuatro veces a su manera, recordándome en el proceso, y el gran Carl Dreyer que hizo de Luz de agosto un proyecto de película, seguramente experimental como todo lo suyo, que por desgracia no realizó.

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ARS: Me come la curiosidad y, aunque ya lo veo impaciente, espero no ser demasiado impertinente si le hago esta pregunta: ¿Por qué está aquí? Nunca pensé que usted merecería el infierno.

SE: Tienes una imagen demasiado positiva de mí. Eso no sirve para entender nada de la vida y menos de la creación artística. Que parece ser lo que te interesa. ¿No es cierto? Eres como mis alumnos que cuando les comenzaba a hablar del montaje y de la literatura y el cine me interrumpían siempre para decirme. “Queremos que nos cuente todo esto. Pero también y sobre todo que nos diga cómo se convierte alguien en Serguei Eisenstein.” Misión imposible. Yo no tengo la fórmula. Por eso mis memorias son fragmentarias, reúnen géneros diversos y parten en varias direcciones. No soy ningún santo. Ni es sano siquiera pensar que podría serlo. Por otra parte, el infierno es inestable, un tiempo merece uno estar aquí por algo y luego resulta que las cosas han cambiado y está uno aquí por otra cosa. Una falta que tal vez no hemos cometido o no lo hemos hecho todavía. Las razones para estar aquí son banales, dijo una señora Arendt, pero también son fatales y pueden ser asesinas.

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No estoy dotado para sentirme culpable. Tampoco para respetar mucho a las figuras paternas que normalmente inspiran a los humanos para inventar sus dioses. Decía este señor Jung, que pasó por aquí con unos inmensos cuadernos rojos en la mano, que cada uno nacemos con nuestro dios bajo el brazo. Que quienes tienen un padre bondadoso y justo tendrán un dios con los mismos rasgos y que quienes tienen un padre abusador, violento, caprichoso, tendrán un dios que nunca rebasará esa figura temible y repugnante. Mi padre era un hombre más bien asexuado que convivía muy mal con mi madre, que era todo lo contrario, la voluptuosidad misma, la curiosidad intelectual sin límites, la cultivadora de las formas bellas. Mi madre me sembró sin saberlo, si acaso, esa pasión formal que dio sentido a todo lo que he hecho. Ella me hizo aprender lenguas desde niño, conocer las obras de arte y descubrir el poder transformador de los libros.

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Mi padre resultaba, si no ausente completamente, sí, inhibido digamos. ¿Ese dios inhibido me pondría aquí, en el infierno por parecerme a mi madre, más bien hipersexual, convulsiva, deseante? ¿O sería ella mi diosa con su sexualidad y sensualidad, su libertad ilimitada? Por ella, creo, no existiría este infierno.

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A la idea de Jung habría que aumentar otra dimensión: la de los dioses que no vienen bajo el brazo de cada persona sino de las masas. La suma terrible de padres tiránicos con hijos que se juntan y adoran a dioses duros y ensangrentados. Durante mucho tiempo y casi todos los años de mi vida adulta el dios que guardaba las puertas de bronce del paraíso y del infierno fue Stalin. Cuando él me lo pidió insulté a los alemanes. Después, cuando Stalin se alió con Hitler, monté una ópera de Wagner. Hice todo lo que me pidió y aún así una y otra vez me era imposible complacerlo. Mi corazón tenía más miedo que yo y finalmente se me escapó de la vida cuando más lo necesitaba. Un segundo ataque remató lo que ya había comenzado el primero. Parte de mi condena aquí es repetir, una y otra vez, esa doble muerte y los miedos terribles que tuve entre ellas. Todas las noches vuelvo a vivir la escena de la última entrevista intimidante que tuve con Stalin. A él le gustaba decir frases obscuras que asustaban a sus oyentes y que muy poca gente comprendía. En esa obscuridad podría estar ya pronunciada la sentencia a muerte de su oyente. Era de verdad una forma de tortura. Pues cada noche yo vuelvo a vivirla. Y el miedo se convierte en el hilo suelto de mi alma. Por cierto, se me hace tarde. En el Kremlin me esperan los fantasmas.

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Y así vi a mi ídolo alejarse hacia su cita eterna, cojeando levemente, con la respiración alterada desde los primeros pasos. Iba casi rebotando, haciéndose más pequeño y encorvado a la distancia, hablando solo. ¿O era yo el que había estado hablando solo esta última hora?

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Del libro colectivo por publicarse Entrevistas apócrifas, que editan Carlos Bracho e Ignacio Trejo Fuentes

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FOTO: El artista ruso, autor de El acorozado Potemkin (1925), clásico del cine, estuvo en México entre 1930 y 1932 trabajando en el filme ¡Qué viva México!, el cual quedó inconcluso. / Agustín Jiménez / Archivo EL UNIVERSAL

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