Encuentro en El Británico
POR MARINA PORCELLI
Estaba tan enojada que al principio no lo vi. Al principio entré a El Británico empujando la
puerta con firmeza y apoyé el termo sobre el mostrador. Calculaba que, a razón de peso y
medio por termo, si nosotras tomábamos cuatro termos por fin de semana, el gasto total era
de seis pesos. Y aunque quejarse por seis pesos merecía, cuanto menos, el mote de
miserable, lo que a mí me indignaba no era el precio sino el hecho mismo de que la mujer
del bar te los cobrara. Así se lo dije a Claudia en el parque y ella, dejá de joder, Lidia, y
andá a buscar agua para el mate. Y yo fui, pero con el enojo que tenía no lo vi hasta que
estuve a casi cincuenta centímetros de él. De pie, gesticulando y diciendo algún disparate
del tipo ideales para decorar este lugar, señora, tan porteño, tan típico, ay, mientras la
mujer, con los brazos cruzados, literalmente gruñía no compro nada de nada frente a los
osos a pila que funcionaban más o menos sobre el mostrador. Los muñecos, con camisetas
amarillas y hocicos de goma, golpeaban metálicamente las manos a cada verso de bolero,
en tanto la música, deformada y rota, le destrozaba los tímpanos a cualquiera. Entonces me
empecé a reír. Entonces él giró la cabeza y me miró y se rió también, como si todo esto no
fuera posible o cierto, o como si estuviera descartado tomar en serio la situación. Y se
acercó y me dijo, Marcos me llamo. Dale que te acompaño. Claro que para cuando él lo
dijo, la mujer ya se había callado, y Marcos apagó los osos y los metió en una especie de
morral que llevaba cruzado a la espalda. Espere un momento, señora, dije yo, no me
convida agua caliente para el mate, y ella se detuvo, se giró y me dijo, a peso y medio el
termo, si quiere. Y yo la miré y me indigné y le dije a Marcos, ya mismo nos vamos. De
todos modos, terminamos tomando mate en el parque —me acuerdo de que él apoyó la
espalda contra la base de un árbol—, porque Claudia caminó hasta El Británico, pagó el
agua caliente, y volvió con el termo. Aunque al rato y con alguna excusa se fue a su casa.
Que era una excusa fue evidente, porque habíamos quedado pasar la tarde juntas, y como
Marcos me preguntó si yo tenía algún apuro, y yo ese sábado no tenía ningún apuro,
entonces madrugamos. Concretamente, al amanecer abrí los ojos en su cuarto, acostada
sobre unos almohadones que rodeaban la estufa cuando él, horas después de que me
cubriera hasta el cuello con una manta, me despertó para preguntarme si no tenía que
avisarle a alguien —a mis padres, por ejemplo— que estaba sana y salva fuera de casa. Por
supuesto que antes había oscurecido en el parque, y estuvimos caminando y buscando un
lugar donde comer, aunque al final, como ninguno tenía plata suficiente, compramos dos
botellas de vino baratísimo y fuimos a su casa. Su casa, en esa época, era una habitación
alquilada en la planta alta de un caserón en Montserrat, con escalera de mármol desde la
puerta, y ventanas inmensas y pisos de madera vencida, un lugar reciclado para que fuera
teatro. Así que primero esperamos a que acabara la función, y después entramos y subimos
con las botellas, y yo me acomodé bajo la estufa, junto a la ochava interna de la ventana
que daba a los techos, y él se cruzó de piernas, sentado contra la pared. Y luego yo, que ya
nunca le avisaba a mi madre cuando no volvía de noche, abrí los ojos y vi a Marcos partido
en dos por la luz del amanecer, prendiendo un mechero para calentar café con azúcar en un
jarrito de lata. Entonces me quité la manta de encima y le dije que nos fuéramos a caminar
por la ciudad. O por determinadas partes de la ciudad, de esas en las que no hay un alma un
domingo a la mañana, solo campanarios y algún que otro viejo borracho.
Y ese domingo todavía invernal de comienzos de septiembre, también se nos iba
a hacer de noche juntos, y volveríamos a estar en su cuarto, habiendo comido y avisado
a mi madre en algún momento de la tarde, claro, ahora los dos de pie frente a la estufa
empotrada en la ochava interna, mirando los techos de noche y las palomas sobre esos
techos. Pero lo que yo siempre recordaría de ese primer fin de semana eran ciertos libros
de los que hablaba Marcos. O mejor, los libros estaban en todas partes, en el suelo, junto al
colchón en el suelo y junto al velador, y en los estantes improvisados, y en cajas, también,
una absurda cantidad de cajas más inmensa que la cantidad de ropa. Leer con la euforia
y con la irreverencia con la que leía Marcos era realmente vital. Verlo leer y escucharlo
hablar.
Es así, dijo él, cuando no me agarra la neurastenia.
Pegué un salto.
Callate, bruto, dije. Eso no existe más.
Cómo que no existe más. Se lo leí a Kafka.
No existe. Se usa de otra forma, ahora.
Y solo más tarde, ya instalados en el centro de la noche, cuando nos quedamos en
silencio, yo me quité los zapatos e impulsivamente le di un beso en la mejilla. Entonces,
casi enseguida, me encontré diciendo que sí, que estaba bien, me encontré respondiendo
a sus movimientos muy lentamente, decirle que por primera vez no tenía miedo, que con
él no había miedo, mientras él me cubría las orejas con las manos y me tocaba el pelo y
me besaba, para que yo sintiera la calidez de su boca en mi boca, y para que lo sintiera
recorrerme el cuerpo, después, cuando estábamos sobre la cama.
A Marcos le gustaba sentarse a fumar y conversar durante días enteros, parecía
respirar todo el aire junto, podía atravesar una pared caminando. Lo habían operado del
corazón a los dieciocho años, y ahora vendía frasquitos con orégano en la calle, ordenados
dentro de unas inmensas canastas con moño azul, y artesanías en las plazas, y unos
horribles osos a pila que golpeaban las manos cantando rumbas o sambas brasileras. Me
enseñó a tejer, y a usar la pinza con alambre de alpaca, me explicó por fin qué es un copla
de pie quebrado, preguntaba por qué yo, con mis veintiún años, tenía esa mentalidad tipo
rea sacada de un bolero. Comíamos en parrillas oxidadas y llenas de borrachos —sobre
todo en una que le decían El Charo—, íbamos a ver los trenes a Flores, y algunos sábados,
boxeo —la cara de Marcos cruzando Independencia a las cuatro de la mañana, esa noche en
la que lo hice salir de la cama porque quería conseguir cigarrillos sí o sí, y su entusiasmo a
medida que se iba despabilando al contarme la pelea de Alí contra Foreman, el momento en
que Alí está contra las cuerdas y se deja pegar, y mi entusiasmo al ver a Marcos hablando
así, y al enterarme, también esa noche, de que Alí no se había muerto todavía, y de quién
era Foreman—, y su modo de reírse y sus ganas de reírse, sobre todo, y de hacerme reír.
Y estas eran las cosas que más amaba de él: cuando todo estaba por hacerse y Marcos lo
hacía, un tiempo que después iba a dejarnos historias cortadas. Pero aún no. Aún en esa
época yo iba a la facultad de vez en cuando y trabajaba en la primera cosa que me pusieran
delante —vendía té en hebras, hacía encuestas sobre golosinas los domingos a las ocho de
la mañana, cobraba entradas en el tiro al blanco de una kermés de Haedo—, y con Marcos
nos acostábamos a cualquier hora, nos despertábamos al amanecer, o a mitad de la tarde, y
la vida seguía.
Afuera, mansamente, empezaba a llover. Quité los ojos de la ventana y lo miré.
Estoy angustiada, dije, y feliz.
Marcos alzó los ojos desde su enorme taza de café con leche.
Sí, eso se llama existir.
Me llamaba a las tres de la mañana para contarme sobre la chica que se traga una
rata en la noche de los Walpurgis, me explicaba alguna declinación latina sobre dos cajas
y un tablón a falta de mesa, nunca más entramos a El Británico pero nos gustaba hablar del
día en que nos encontramos, y yo me iba despachando, concienzuda y disciplinadamente,
todas las teorías que él amontonaba.
Entonces así, entre la mancha de tinta de la camisa de Roquetin, el lengüetazo
sobre la mesa de mármol de Arlt, con las conclusiones sobre Kafka —el problema no es
Max Brod, me dijo Marcos una noche de luna entera, el problema es que Kafka murió
demasiado joven—, y la libertad antes de volverse libertad del escandinavo, así, yo empecé
a moldear ese discurrir cardiaco que suele llamarse vida, lo cargué de palabras cosa de
confirmar que era más humana que un vegetal, y básica y centralmente, me angustié. Y fue
feroz y dramático y a la larga me aburrió y también acabó por aburrirnos, aunque él me lo
negara con paciencia, a los dos.
Hasta que el mundo, sencillamente, viró.
De un modo tan natural como lo había hecho antes, en concreto, un año y pico
antes, cuando chocamos en El Británico.
Un año y pico después de ese choque, Marcos ya no me llamaba cada vez que
leía Baudelaire, yo no lo buscaba cuando él hacía feria en la plaza, y casi nunca íbamos a
Flores. Pasábamos buena parte del tiempo en silencio, fumando cada vez más, sin querer
salir de él. Y hubo otra noche, también, de esas noches ambiguas y más tristes, en la que
yo me quedé boca abajo en la cama, desnuda, con el pelo vuelto para taparme la cara. Él
se había sentado bruscamente y sin hablar, con una camisa comenzó a cubrirme la espalda.
Y así, mientras sentía el contacto lento de sus manos, yo pensaba en el desmoronamiento
antiguo que siempre, antes, me generaba su respiración sosegándose detrás de mí.
Pasó un mes extraño.
Pasó otro más, y nos separamos.
No nos vimos durante semanas.
Luego, por primera vez, nos cruzamos en una calle con árboles, en Caballito. Estaba
solo y parecía cansado.
La semana siguiente nos volvimos a cruzar. Una fiesta de un amigo en común a la
que yo fui esperando que él apareciera. Y él apareció, y esa noche dormí en Montserrat.
Lo que me impresionó, sobre todo, fue el recuerdo preciso que yo tenía de sus manos, del
modo particular con el que él movía las manos.
Después de esa fiesta, alguno de los dos llamó. En esa conversación, Marcos habló
de algo parecido a la resaca emocional y aunque no entendí una palabra volvimos a vernos
y a andar por ahí. Y a caminar y a morirnos de frío en las plazas.
Pero al poco tiempo, nos aburrimos otra vez. Exactamente igual que antes, el
silencio pesado, el desánimo, y una cierta amargura por constatarlos y una necesidad loca
de querer aplazarlos.
Pasó otro mes y pasó otro mes.
Yo no sabía qué hacer y Marcos parecía ahogado por hacer siempre lo mismo.
Hasta que cumplió treinta y cuatro y terminó por hartarse de todo y me propuso que
nos fuéramos de viaje. Y como yo no me soportaba y aquello de no soportarme podía durar
toda la vida, salimos de Buenos Aires sin pensarlo demasiado.
*Fotografía: Fachada del Bar Británico, ubicado en Buenos Aires, Argentina/Especial.