En homenaje a Sylvia Plath: encuentros entre Ariel y La Libélula de Amelia Rosselli
La poesía de ambas autoras permite concebir lo confesional bajo otra óptica, donde lo autobiográfico y autorreferencial se encarnan a través de la escritura
POR ADRIANA BELLAMY
Las mitologías creadas en torno de la figura de un escritor/a siempre forman parte de esa esfera que Jean Genette denominaba como “paratextual” para referirse a todo aquello subsidiario del texto literario. En cierto sentido, estos estratos interpretativos enriquecen la lectura, pero siempre implican un riesgo, sobre todo si la balanza se inclina demasiado hacia cierto aspecto como lo sería la información biográfica, ya sea incluida en las ediciones de las propias obras o en otro tipo de materiales. El pasado 27 de octubre, bajo el marco de conmemoración de los 90 años del nacimiento de Sylvia Plath (Boston, 1932- Londres, 1963) muchos de los textos sobre la poeta se centraron en esta perspectiva, a pesar de que es una autora que sigue causando múltiples reacciones tanto en el panorama crítico-académico como en el público lector en general. Lo cierto es que cuando se escribe sobre Plath siempre se ahonda en los pormenores terribles de su biografía, como la muerte de su padre cuando era apenas una niña, su largo historial depresivo, las publicaciones tempranas como prodigio juvenil, un matrimonio conflictivo con el poeta Ted Hughes y los varios intentos de suicidio que terminaron en un trágico final.
En parte, la importancia que se le ha dado a la biografía de Plath se relaciona con un dato en particular: su paso por los talleres del poeta estadounidense Robert Lowell quien, con la publicación de Estudios de vida (1959), inauguraría el movimiento de la poesía confesional. Vida y obra formarían una unidad fundamental en este estilo poético, pero en el caso de Plath durante largo tiempo su obra se abordó de manera negativa bajo este calificativo. Si bien ese discurso de la intimidad, de ironía pura, lucidez y pregunta constante se encuentra marcado por una veta biográfica y contextual, no podemos reducirla a ella, sino considerarla quizá dentro de un panorama más amplio e incluso realizar una lectura paralela con la poesía de varias de sus contemporáneas fuera de la literatura en lengua inglesa. Encuentro varios ecos por demás interesantes entre la poesía de Plath y de la poeta italiana Amelia Rosselli (París, 1930-Roma, 1996), cuyo trabajo fue ignorado durante muchos años y, sólo de manera reciente, ha sido reconocida como una de las grandes poetas europeas del siglo XX junto con la propia Plath, Paul Celan o Wislawa Szymborska.
Una breve ojeada a la biografía de Rosselli revela, al igual que con Plath, una existencia marcada por la tragedia familiar y la pérdida. Hija de madre inglesa y de Carlo Rosselli, un filósofo italiano antifascista de ascendencia judía, desde pequeña conocerá el exilio incansable, lo cual también le brindará una formación cosmopolita y trilingüe. En 1937, con tan solo siete años, su padre y su tío serán asesinados por los fascistas y Rosselli huye con su madre a Londres. París, Londres, Nueva York, Florencia y Roma se convertirán en sus centros de actividad literaria y también de su compromiso político, sobre todo como miembro del partido comunista italiano. Sus poemas tempranos y composiciones en prosa están en inglés, francés e italiano y, aunque al final escribirá únicamente en italiano, su obra mantendrá trazos de las afinidades entre distintas lenguas. Debemos al talento visionario de Pier Paolo Pasolini el descubrimiento de la poesía de Rosselli, pues en 1963 presentaba en “Menabò 6” una primera parte de Variaciones bélicas, especie de preludio para la edición completa del año siguiente. Diagnosticada con esquizofrenia y Parkinson, Rosselli, de manera similar a Plath, sería hospitalizada varias veces, experiencia indeleble en su escritura. Para Rosselli la poesía se vuelve entonces resistencia y fragilidad, que termina en fatal desenlace en los años 90, el mismo día de la muerte de Plath, cuando se arroja desde la ventana de su estudio.
En forma similar a Plath, la poesía de Rosselli permite concebir lo confesional bajo otra óptica, donde lo autobiográfico y autorreferencial se encarnan en una palabra poética, dolorosa, punzante, que da cuenta de los matices entre voz autoral, voz poética y voz autobiográfica, al grado de pensar, incluso, en una especie de autoetnografía radical mediante el ejercicio de la escritura. Quisiera entonces ahondar en estas convergencias entre el Ariel (1965) de Plath y “La libélula” (1959), uno de los poemas largos de Rosselli.
Las circunstancias que rodearon la publicación póstuma del Ariel (en edición bilingüe en Hiperión) escrito en el último año de vida de Plath antes de su suicidio, son parte de una problemática textual—sobre todo por la intervención de Hughes—en la que no me detendré, a pesar de su importancia. Pues más que centrarme en las dificultades de la obra como unidad editorial y/o interpretativa, quiero resaltar algunos rasgos de su poesía a partir de ejemplos muy concretos que se enlazan con varias de las preocupaciones temático-formales de Rosselli. Plath parte de una inquietud primigenia por la escritura como prolongación del cuerpo, presencia palpitante, vulnerable, paradójicamente contenida en varios poemas bajo la forma de versos cortos acompasados, algo manifiesto en el inicio del poema “Ariel”, que da título al libro y se remite tanto al caballo favorito de Plath como a ese espíritu del viento en La Tempestad de Shakespeare :
Estasis en la oscuridad.
Luego, el chorro insustancial y azul
del cerro y las distancias.
Leona de Dios,
¡cómo nos vamos uniendo,
un eje de talones y rodillas! —El surco
se abre y pasa, hermana del
arco marrón
del cuello que no alcanzo a atrapar.
Las bayas, ojos
de negraza,
arrojan anzuelos oscuros—
Negras y dulces bocanadas de sangre,
sombras.
Algo distinto
me lleva por los aires—
Muslos, cabello;
escamas que se desprenden de mis talones.
Blanca
Godiva, me despojo—
Manos muertas, muertos rigores.
El momento de creación y libertad absolutas para Plath, de las tinieblas al alba (así en “Canción matutina”), toma forma con la pequeña restricción de un verso condensado que, sin embargo, se manifiesta como lenguaje espontáneo, de consonancias y asonancias cruzadas. Un yo lírico de correspondencias con las cosas del mundo en la única hora posible de sosiego para la poeta, si tomamos en cuenta esa domesticidad sofocante que permea sus textos y que oscila entre las demandas cotidianas insostenibles como madre de dos hijos o los compañeros de una vida familiar que en varios de los poemas del libro (como en “Los mensajeros”) se transforman en metáforas ominosas, opresivas, violentas. Se descubre así una poesía vital de un yo de densidades múltiples, de confrontación directa con su lector/lectora, una voz que retoma la fuerza imprecatoria mediante el silencio y la sonoridad como sortilegio rítmico. Plath recupera el guion largo de la poesía de Emily Dickinson que da pausas al verso, apertura al pensamiento y a la crítica mordaz, un escepticismo sobre la vida propia y su imposibilidad al encontrarse atrapada entre roles impuestos (madre, esposa), si bien ambiguamente deseados. Para Plath el elevarse por los aires cual amazona mítica (Blanca Godiva) en un vuelo lúgubre anticipa algunos de sus poemas más sombríos, desfile de presencias mortecinas que, sin embargo, encarnan la posibilidad de resurrección en toda su potencia destructiva-generadora algo evidente también en “Señora Lázaro” o “Medusa”.
Si en otros poemas del libro, siempre hay un deambular por la descomposición y fragmentación sistemática del cuerpo, la realidad cotidiana como un drama poético continuo (“Lesbos”) o las pequeñas muertes progresivas en el diario acontecer (“El detective”, “Muerte”, “S.A”.), también advertimos momentos de alteridad absoluta. En ellos el yo se fusiona con ese otro, microcosmos de lo vegetal y animal, un mundo sin distinciones donde el habitar de la voz poética es el de la naturaleza misma como en “Berck-Plage” o en “La luna y el tejo”:
Esta es la luz de la mente, fría y planetaria.
Los árboles de la mente son negros. La luz es azul.
Las hierbas me descargan sus penas a los pies, cual si yo fuera Dios,
pinchándome los tobillos y murmurando su humildad.
Humeantes neblinas espiritosas moran en este lugar,
que una hilera de lápidas separa de mi casa.
No ve, sencillamente, adónde se puede llegar.
La luna no es una puerta. Es una cara por derecho propio,
blanca como un nudillo y terriblemente trastornada.
Arrastra al mar en pos, como un delito oscuro; está callada
Con los labios en O de la desesperación total. Yo vivo aquí.
Los domingos, las campanadas, dos veces le dan un susto al cielo—
Ocho grandes lenguas que afirman la Resurrección.
Al final, sobriamente, gonguean sus nombres.
Aquella “retórica de la sinceridad” que señalaba George Steiner al referirse a la poesía de Plath en “Morir es un arte” se transforma en impulso sintáctico, anáforas de lo minúsculo donde la máscara del yo se identifica con el árbol y la luna (símbolo recurrente en casi todos los poemas del libro), extensión más auténtica de un cuerpo tangible y metafórico. En franco ideal keatsiano-whitmaniano, la enunciación de Plath es una voz que toma la forma de todo lo que la rodea, vaciada de sí recupera la palabra del olmo, del tejo, los guijarros, las amapolas, las abejas, las liebres, esos otros mensajeros del paisaje natural que develan la experiencia originaria de la poeta, su búsqueda, decepciones, sus alegrías y su melancolía. Podríamos pensar que a la manera de los miniaturistas Plath parte de este proceso atomista para constituir un tejido mayor, una voz colectiva a través del autodescubrimiento, algo presente en otros de sus poemas más célebres, como “Papito”, donde se ve a sí misma como una víctima más de los campos durante el Holocausto.
Este es uno de los vínculos determinantes entre la poesía de Plath y la de Rosselli. Por un lado, comparten el mundo de la segunda posguerra, de la fisión nuclear y del fracaso del humanismo en el cual era ya imposible concebir la creación poética, tal como lo concebía T.W. Adorno. Por otro, en las dos autoras, el acto poético como regresión de un episodio mórbido da paso a un discurso contradictorio de la intimidad, de pulsión erótica y de muerte, cuyo eje principal es el lenguaje. Es una noción que rebasa la instancia comunicativa, pues se considera un lenguaje altamente elaborado, lo poético en su sentido más esencial, exploratorio e inventivo. En “La libélula” (publicada en español en 2015 por Sexto Piso) es un componente del método poético, ligado a una experiencia corporal de resquebrajamiento profundo, un yo dividido que afrenta la racionalidad violenta con otros regímenes de la conciencia, evidenciando así el abismo de la realidad circundante:
Y la voz retórica del petimetre al que
veo sin desagrado me envuelve mágicamente
y con lujuria con sus valerosos brazos abiertos.
Sobrevolarán ángeles blancos y oscuros, y el tiempo
y el chantaje de los viejos y el chantaje de la música
y el lugar de toda la belleza. Si te vendo
el ligero yugo de mi mente enferma entre
las dos tiendas de los imposibles círculos que se
han desplegado entre nuestras almas, en el aire, que
palpita entre tu revolver y el mío, que empuja
y gime fuera del portón, en el solar expuesto a la
más profunda tristeza que me ataba a tus sueños
recuerda las palabras escritas sobre las murallas de las
enormes fortalezas de los egipcios. Yo soy una que
experimenta con la vida y no puede permitir que rival
alguno le toque el corazón, los miembros insaciables.
Esa “mente enferma’” en Rosselli se visualiza como militancia radical, persecución y exilio, errancia profunda, doblemente padecida además por la condición de género. El conflicto individual se vuelve social y, de manera similar a Plath, hay un surco entre el deseo, la inspiración y la catástrofe. Como apuntaba Margo Glantz sobre su propio proceso de escritura y lectura en El Texto encuentra un cuerpo, el detalle es un mecanismo revelador, pues la mirada femenina privilegia el fragmento y la problemática con el cuerpo dota de una demarcación particular a la creación poética. El deleite entonces se deriva del pathos corporal, huella persistente en la escritura. Vale la pena revisar un último fragmento de Rosselli que resalta la trascendencia de este proyecto emocional-personal-poético no como un acto suplementario, sino necesario. Los momentos de una historia (personal y global) de una humanidad en destrucción, un mundo en crisis y cuestionamiento se devela con ímpetu increpante en una de las partes más conocidas del poema:
Siento cómo las tardes van perdiendo el color del amor
8881y del
sentido, siento como protestan las tardes. Siento cómo
los ángeles perversos me llaman a la piedad, siento como
la linfa se retrae, a los ancestros cansados,
siento cómo la piedad me envuelve a mí y toda la piedad,
toda la mesa preparada, a los abismos de la piedad,
al himno nacional decaído, al abismo de la
voluntad. Siento cómo la babosa esparce su sangre
entre los coágulos más inocentes del interior de la
88881tierra profunda,
escondida, siento como la inociencia se convierte en
enfermedad, siento cómo el infierno se apodera de
los mejores
La poesía como series y variaciones, acumulaciones semántico-sintácticas es una obsesión de Rosselli cuyos orígenes se encuentran en sus estudios de composición musical. En “La libélula” esa repetición potencial da cuenta de un diálogo entre poeta y lectora, y en el llamado último a la piedad nos regresa al inicio del poema donde se menciona la falsa piedad de los santos padres. Por eso en Rosselli, se trata de reconquistar la propia lengua a través de otra distinta, en la labor ardua y sistemática de la musicalidad del verso. En este fragmento la poesía adquiere dimensiones épicas, al realizar, mediante la palabra y el lenguaje, una epopeya generacional, visión de un tiempo atravesado por la barbarie, la penumbra.
Así, en estas dos autoras el proceso de enunciación poética, la creación de una subjetividad magnética, discordante y subversiva excede cualquier idea simple de lo confesional para converger en una poesía como arte de lo posible anunciada por Adrienne Rich en sus Ensayos esenciales:
La poesía se abre camino a través de estos boquetes invisibles en la realidad; así sucede ciertamente en el caso de las mujeres y otros sujetos marginados y de los pueblos desempoderados y colonizados en general, pero a fin de cuentas también para todas las personas que practican cualquier arte en sus niveles más profundos. El impulso de crear se inicia —a veces de un modo terrible y con espanto— en un túnel de silencio. Cada poema real rompe un silencio existente y lo primero que podemos preguntar a cualquier poema es: ¿Qué clase de voz es la que rompe el silencio, y qué clase de silencio se ha roto?
Tanto en Plath como en Rosselli, esta escritura ejerce el derecho a la palabra y a una voz y, si seguimos las palabras de Rich, se convierte en un acto de supervivencia.
FOTO: La escritora Sylvia Plath/ Universidad de Cambridge
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